Alzheimer y elecciones

domingo, 4 de marzo de 2018 · 08:57
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hace más de tres años, en un artícu­lo intitulado La desmemoria de la velocidad (La Jornada Semanal 1019) escribía que ciertas enfermedades son símbolos de enfermedades sociales y que, quizá, la que hoy mejor nos representa en su horror sea el alzheimer: el olvido de ser, la pérdida de la memoria que es, a su vez, la pérdida del presente y del futuro, la desorientación absoluta. Si lo recuerdo es porque la velocidad de los medios de comunicación nos ha hecho entrar en un alzheimer social. A principios del siglo XX Charles Péguy, uno de los más altos escritores espirituales de Francia, escribía con asombro y espanto: “Nada es más viejo que el periódico de ayer”. Un siglo después habría que decir que nada es más viejo que el Twitter de hace dos minutos. La velocidad, al igual que sucede con el alzheimer, no sólo desplaza el ayer, desplaza el instante presente convertido en ayer, sumergiéndonos en la vertiginosidad del caos: un mundo sin relaciones ni vínculos. Las elecciones que ocupan la noticia en la mayor parte de los medios y del discurso público son un buen ejemplo de ello. Todo sucede como si realmente viviéramos en un país con condiciones democráticas, donde el problema a vencer es sólo la corrupción del gobierno en turno. Tragados por la velocidad de esa noticia que se esparce por los medios y las redes como un incendio, las fosas, las desapariciones, los asesinatos se sumergen en la desmemoria –no importa que en el momento en el que escribo y en el que alguien me lee, estén siendo asesinados, desaparecidos, desmembrados, algunos; eso fue noticia ayer y hoy es olvido–; no importa tampoco que vivamos desde hace varios años en un estado de excepción y que se busque legalizarlo mediante la Ley de Seguridad Interior que se discute en el senado –esa cuestión ya tuvo su momento noticioso y a muy pocos interesa; importa mucho menos que el problema que nos aqueja sea sistémico y de una complejidad que exige diagnósticos y soluciones profundas. El tema son las elecciones y quién las ganará. Pero en la realidad –allí donde el alzheimer social no se ha apoderado de la vida social y política– todas aquellas cosas cuentan y la pregunta es oportuna: ¿realmente podemos hablar de elecciones en un país así?; ¿lo que estamos viviendo es un momento democrático en la historia de esta nación o simplemente es un extravío, una desorientación política y vital, parte del caos en el que nuestras vidas deterioradas sobreviven? En estricto sentido, en el sentido de la salud social y política, no puede haber elecciones donde hay una guerra civil larvada por un estado de excepción donde hay cientos de miles de asesinados, de desaparecidos, de desplazados y de fosas, donde –en el momento en el que escribo y en el que alguien me lee– están asesinando o desapareciendo a alguien, donde los cadáveres se amontonan en los Semefo sin protocolos forenses y terminan desaparecidos en las fosas comunes de las fiscalías, donde el arrasamiento de los territorios y de las vidas que habitan en ellos están siendo destruidas. Una elección así es en realidad un olvido de la realidad, una enfermedad de la memoria, una pérdida de la identidad social. Semejante al alzheimer, el proceso electoral que ocupa todo es en realidad un presente que, desalojado de la memoria, carece de orientación y de sentido y está lleno de sufrimiento. La única forma de escapar de esa enfermedad –remedio del que por desgracia carecen quienes biológicamente han sido atacados por ella– es recordar que etimológicamente significa “volver al corazón”, volver a aquello que es la vida y permite que sea, continúe y tenga reacciones saludable. Hacerlo llevaría a dejar a un lado la contienda y crear un verdadero pacto social que, poniendo en el centro de la conciencia a los seres humanos, disminuya la violencia, la injusticia y la desigualdad, y permita darnos un suelo en el que verdaderas elecciones puedan desarrollarse y la salud sin la que un organismo se destruye. Sin un suelo, la democracia es la barbarie y el crimen; sin salud, la vida de una nación se pierde. Pero nadie, alcanzados por el alzheimer social, está pensando en ello. Deterioradas por el mal, las partidocracias y sus electores mantienen en sus filas a gente vinculada con el crimen y su contraparte, el estado de excepción, mientras sin pudor ni sentido alguno reparten candidaturas a lo largo y ancho del país o de lo que queda de él, reforzando las alianzas con aquello y aquellos que generan la muerte y la destrucción. Las elecciones han perdido su lugar devoradas por la pérdida de la memoria y de la realidad, tragadas por la velocidad que borra el ayer y sus correspondencias con el presente y pone en crisis el lenguaje y sus significaciones. De allí la inhumanidad, la ausencia de democracia y de vida política que envuelve al proceso electoral, su espantoso deterioro; de allí también el fracaso que augura su consumación: quien gane en esas condiciones –no me cansaré de repetirlo por un sentido de la memoria– estará destinado a administrar un infierno que, como lo vivimos en las elecciones pasadas, será más hondo y más espantoso que el de los gobiernos anteriores o, en otras palabras, estará destinado, como un médico frente al alzheimer, a administrar el deterioro del país y de sus sufrimientos, del que también forma parte. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE. Este análisis se publicó el 25 de febrero de 2018 en la edición 2156 de la revista Proceso.

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