Gómez Urrutia, Morena y el sindicalismo sumiso

martes, 6 de marzo de 2018 · 13:38
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una de las columnas indispensables del priiato fue el sindicalismo corporativo, que le sirvió al viejo régimen para atemperar los ánimos sociales y para rellenar urnas, lo cual le permitió extender su hegemonía durante siete décadas. Una de las transformaciones imprescindibles para avanzar en la construcción de la democracia es, precisamente, el desmantelamiento de esa anacrónica, nefasta y perversa institución. La mayoría de los trabajadores sindicalizados en México pertenece al llamado sindicalismo charro, sometido a la voluntad del partido en el gobierno; o al sindicalismo blanco, rendido a los empresarios. Muchos de estos trabajadores ni siquiera saben que forman parte de una organización sindical, pues los contratos colectivos de trabajo fueron firmados a sus espaldas con líderes sindicales que ni siquiera trabajan en esas empresas. Una de las grandes ilusiones en el año 2000 era que con la alternancia de partido en la Presidencia de la República este modelo sindical se debilitaría y todo sería cuestión de tiempo para que estuviera en vías de extinción. Sin embargo, el PAN no sólo decidió cobijarlo, sino que se apropió de algunas de las más grandes centrales, como fue el caso del Sindicato Nacional de Trabajadores de la Educación (SNTE) y del Sindicato Nacional de Trabajadores del Seguro Social (SNTSS), además de contribuir a la sumisión de los llamados sindicatos blancos al poder empresarial. Al líder del SNTSS, Valdemar Gutiérrez, lo postuló como candidato plurinominal a la Cámara de Diputados, y a la lideresa del SNTE, Elba Esther Gordillo, le entregó múltiples posiciones de primer nivel en el gobierno federal, entre las que se encontraban la Subsecretaría de Educación Básica de la Secretaría de Educación Pública y la Dirección General de la Lotería Nacional. Como lo hizo durante 70 años el PRI, se otorgó dinero, poder y privilegios a los líderes a cambio de su apoyo para sacar adelante reformas legislativas y el sometimiento de los sindicalizados para renegociar en favor de los empresarios y el gobierno (su partido) los contratos colectivos de trabajo; en cuanto a los primeros, porque han mantenido los costos de la mano de obra entre los más bajos de América Latina, y en cuanto al segundo, porque les permitía alcanzar las metas de inflación, vender la imagen de una paz laboral (como el extremo de Nuevo León, que este año cumplirá 20 años sin el estallamiento de una huelga) y hasta ganar las elecciones, como sucedió en 2006 en el caso de Felipe Calderón. Únicamente Nicaragua tiene un salario mínimo nominal (en dólares) menor que el de México, pero si se mide en relación con el costo de la canasta básica el mexicano es menor, incluso en este 2018, después del aumento superior a la inflación que se otorgó a partir del 1 de enero. Pero no únicamente el salario mínimo ha caído en México; también el ingreso medio por persona, que pasó de 2.41 salarios mínimos en 2012 a 2.22 en 2016; en el mismo periodo, el número de mexicanos que ganan menos de un salario mínimo creció en 1.261 millones; de 1 a 2 salarios mínimos, en 2.240 millones, mientras que los que ganan de tres a cinco, lo hicieron en 943 mil, y los de más de cinco, en 916 mil. Esta pauperización del empleo en México es en gran parte producto del sometimiento de los líderes sindicales mexicanos a la voluntad del gobierno y sus empleadores. En este contexto precisamente se da la persecución penal de Napoleón Gómez Urrutia, uno de los más conspicuos representantes de este modelo sindical, porque en esos momentos resultó incómodo para Grupo México, corporativo minero propiedad de Germán Larrea, uno de los mexicanos que aparece en las listas de los multimillonarios de la revista Forbes. La persecución que empezó el gobierno de Vicente Fox y continuaron los de Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto tuvo su origen en que Gómez Urrutia sobornaba a los empresarios, según dijeron éstos; y según el líder minero, en que las empresas se negaban a rescatar los cuerpos de los mineros en Pasta de Conchos, en Coahuila, y a acceder a las demandas de mejoras del contrato colectivo de trabajo. Lo cierto es que el Grupo México ha obtenido pingües ganancias en estos años y el patrimonio de su accionista mayoritario, según Forbes, tan sólo en 2016 pasó de 9 mil millones de dólares a 13 mil 800 millones. Es totalmente reprobable que el gobierno haya cedido a las demandas del empresario minero y transformado un conflicto laboral en un asunto penal por la vía de una denuncia en contra del líder incómodo que tras ocho años de litigio fue exonerado por la Suprema Corte de Justicia de la Nación en agosto de 2014. En este contexto la inclusión de Gómez Urrutia en el sexto lugar de la lista plurinominal de candidatos al Senado le asegura su llegada a esa cámara legislativa, pero nada tiene que ver con la intención de brindarle inmunidad (como les preocupa a muchos empresarios), pues ya no la necesita; ni con la violación al estado de derecho, pues su caso ya fue resuelto por las vías jurisdiccionales. Sin embargo, sí es muy preocupante por la posibilidad de que, a pesar de una tercera alternancia de partido en el gobierno, se mantenga el apoyo y el manejo corporativo del sindicalismo mexicano, prolongando nuevamente la vida de un modelo anacrónico, nefasto y perverso, que agudiza la pobreza de muchas familias mexicanas, ensancha la desigualdad socioeconómica en México e impide avanzar en la construcción de la democracia mexicana. La vigencia de este modelo sindical atenta contra tres de las dimensiones indispensable de la democracia: elección democrática de las autoridades, en la medida en que manipula el voto de los sindicalizados y sus familias; la vigencia del estado de derecho, porque violenta el principio fundamental de libertad de asociación, además de violar la legislación laboral y preservar los privilegios de unos cuantos poderosos, y la vigencia de los derechos sociales fundamentales, al mantener los salarios de los trabajadores mexicanos por debajo de la línea de pobreza. Para iniciar la construcción de la democracia mexicana, inevitablemente hay que promover la transformación del sindicalismo mexicano, y aunque el cambio de líderes no es suficiente (como ya lo demostraron Carlos Salinas de Gortari con Joaquín Hernández Galicia y Carlos Jonguitud Barrios, y Enrique Peña Nieto con Elba Esther Gordillo), sí es indispensable, y Napoleón Gómez Urrutia (aunque sea inocente de los delitos que le imputan, como dice la Corte, y sea un perseguido político por buscar mejorar las condiciones laborales de los mineros, como él asegura) es un conspicuo representante de esos viejos liderazgos sindicales. Este análisis se publicó el 4 de marzo de 2018 en la edición 2157 de la revista Proceso.

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