Puertas

domingo, 13 de mayo de 2018 · 08:47
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- “La puerta me olfatea, vacila”, escribe el poeta Jean Pellerín en 1921. La frase me vino a la memoria ahora que oigo con mucha frecuencia que la elección presidencial de este año es “la única salida”. Queda claro de qué tratamos de huir: de la corrupción rampante que parece haber invadido ya a todos los funcionarios y a los empresarios –hasta el rating funciona hoy como la compra de votos– y de un país nómada que deambula sin encontrarse, de fosa en fosa, entre la penumbra de los desaparecidos, en el subsuelo de los restos humanos. La puerta ha sido una metáfora de la izquierda histórica. Recuerdo de adolescente un eslogan del Partido Socialista Unificado de México: “Para salir de la crisis y entrar a la democracia”. El cartel de Fernando Rodríguez, para la campaña de 1985, tenía una llave, no de una puerta, sino de un “bocho”. Más de 30 años después, la puerta es la que, como un perro curioso, duda entre abrir o cerrarse. La puerta de la izquierda es ahora una salida de emergencia. Existe el imaginario de huir o de que se vayan todos. Pero estamos sujetos unos a otros. Hay un poder que quiere agarrarnos y no soltarnos, que trata de evitar nuestra fuga del país del dolor y el agua inyectada a los niños con cáncer. En esta lucha por soltarnos, Elías Canetti centra uno de sus fragmentos de Masa y poder, que comienza con la frase: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido” y, hacia el final, sigue: Nuestra vida civilizada no es más que un prolongado esfuerzo por evitar que nos sujeten. Seguir resistiendo o abandonarse depende de la relación de fuerza entre quien toca y es tocado, pero más importante, de la idea que el tocado se haga de ello: sólo renunciará a resistirse cuando piense que el poder del otro es aplastante. La intención de Canetti, al escribir durante 34 años sobre el poder y las masas era retratar lo que sintió en tres momentos de su vida: cuando, de niño, el novio de su niñera le puso una navaja en la lengua y lo amenazó con cortársela; el incendio del Palacio de Justicia en Viena por una multitud indignada en el verano de 1927; y la emergencia del nazismo en Europa. Por eso, su prosa sobre el poder se asienta, no en el psicoanálisis o en el marxismo, sino en el hecho y la experiencia de ser sujetado y tratar de escapar. Para el Premio Nobel de 1981, el poder era material: agarra, aplasta y tritura. Por eso, cuando pensó en la puerta, la asimiló a los dientes de una boca: Los dientes son los guardianes armados de la boca. Este espacio estrecho es el prototipo de las prisiones. Al principio, cuando eran todavía cámaras de tortura, sus puertas semejaban fauces hostiles. La libertad para el prisionero es todo el espacio que hay más allá de esos dientes apretados: las paredes desnudas de su celda. Hay una acción paralela a este poder y es: no dejarse agarrar. Todo el espacio libre que el poderoso crea a su alrededor está al servicio de esta tendencia. El poderoso goza de la más nítida de las distancias; se dificulta el acceso a su persona. Cada puerta está estrictamente vigilada y él, que puede agarrar a quien quiera, esté donde esté, no puede, desde su lejanía segura, ser agarrado. Pero toda puerta encarna una doble posibilidad: el poder puede cerrarla pero la mente puede abrirla. La puerta es doble. Lo que hay más allá de lo íntimo y privado es imaginario, como el camino que se transitará, el clima que nos tocará, el anhelado puerto de llegada. Todo lo conocido y delimitado está adentro. Lo que nos parece ilimitado permanece afuera. Es por eso que el umbral tiene, entre nuestros antepasados, un carácter sagrado. Ante él uno se detiene y hace algún tipo de gesto para cubrirse –los católicos se persignan, los toreros hacen una cruz en la arena con el pie– y encarar lo que todavía no se conoce. El origen de la palabra “testigo” está imbricado con los testículos: son los que permanecen, gemelos, a ambos lados de un umbral, presenciando lo que sucede cuando se cruza la puerta. Rene Char, uno de los poetas que firman el segundo manifiesto surrealista y que participó en la resistencia contra los nazis bajo el nombre de “Capitán Alexandre” –por Alejandro Magno– cuenta esa doble simbología de toda puerta: “Había en Alemania dos niños mellizos de los cuales uno abría las puertas tocándolas con el brazo izquierdo y el otro las cerraba con el brazo derecho”. El por qué el izquierdo es quien abre la puerta es debido a que se plantea las fugas, el camino hacia adelante sólo basado en una ensoñación de lo que puede llegar a ser. El derecho la cierra porque sólo propone permanecer del mismo lado de la puerta. De izquierda es el porvenir y, también, lo desconocido. De derecha es el miedo y la resignación. Esta semana se hizo diáfana esta diferencia entre la izquierda que abre y la derecha que cierra, con esa idea de que existe un voto útil para que no gane la presidencia López Obrador. No hay nada después de la puerta cerrada, salvo la vida privada de las familias, la economía del hogar, las rutinas domésticas. Pero, si se traspasa el umbral de la puerta se puede caminar del otro lado: lo público. Todo el imaginario de los asuntos públicos está pasando esa puerta: la calle y sus peligros, los socavones, el alumbrado apagado, la delincuencia asechando, la corrupción de los funcionarios que huyeron con el presupuesto destinado al mejoramiento de la ciudad y que se exhiben en casas que nadie podría comprar. Pero, como escribió Gastón Bachelard en La poética del espacio, “a veces, la casa del porvenir es más sólida, más clara, más vasta que todas las casas del pasado. Frente a la casa natal trabaja la imagen de la casa soñada. Ya tarde en la vida, con un valor invencible, se dice: lo que no se ha hecho, se hará. Se construirá la casa. Esta casa soñada puede ser un simple sueño de propietario, la concentración de todo lo que se ha estimado cómodo, confortable, sano, sólido, incluso codiciable para los demás. Debe satisfacer entonces el orgullo y la razón, términos irreconciliables. El ser no se ve, está ahí. Es el no-ser el que debe dibujarse para imaginar por lo menos su silueta”. Entre el afuera y el dentro –cambiar o seguir igual, en términos de las campañas electorales– hay una inestabilidad de las geometrías: puede ser que lo interior sea vasto y que quedemos encerrados en lo inconmensurable del exterior. Por eso, es mejor pensar en un umbral, no de espacio, sino de tiempo: una nueva era, un huir de lo semejante, un ánimo expectante, una angustia de lo inédito. En una de las “greguerías” de Ramón Gómez de la Serna se lee: “Las puertas que se abren sobre el campo parecen dar una libertad a espaldas del mundo”. El poeta juega con el dentro y afuera espacial: el mundo está en la casa y la mirada de quien abre se extravía en esa libertad insólita. De igual forma, Rainer María Ril-ke, en Los cuadernos de Malte Laurids Brigge, exclama: “Oh, noche sin objetos. Oh, ventana sorda a lo de fuera, oh puertas cerradas con cuidado; costumbres venidas de antiguos tiempos, trasmitidas, comprobadas, jamás enteramente comprendidas. Oh, silencio en la jaula de la escalera, silencio en las estancias próximas, silencio allá arriba, en el techo. Oh, madre, oh, tú, única, que te has puesto ante todo este silencio, en los tiempos en que yo era niño”. Se pregunta Bachelard si no será el afuera de la puerta “una intimidad antigua perdida en la sombra de la memoria”. La respuesta es siempre inexacta, pero sólo traspasando el umbral podremos saber si es una reconciliación con nuestra infancia o el despliegue de lo indeterminado. Esta columna se publicó el 6 de mayo en la edición 2166 de la revista Proceso.

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