El tiempo del futbol

domingo, 17 de junio de 2018 · 09:50
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La novela de Peter Handke El miedo del portero ante el penalty es sobre un guardameta retirado que vaga por hostales y que asesina una mujer sin saber por qué. Pero trata, sobre todo, del tiempo del futbol. Sigo a Jean Philippe Toussaint en esto: el tiempo de un partido de futbol es un “presente suspendido”. Al mirar el estadio desde arriba o el televisor, en cada instante el futuro se abre con incertidumbres. Por eso la naturaleza de nuestra atención al juego es singular: la experiencia de someterse al fluir del tiempo. No hay un partido originario, con cráneos o vísceras infladas, porque el fluir de la repetición hace que cada momento de él sea original. Por eso, la novela de Handke prueba varias descripciones sobre ese fluir. Por ejemplo, lo que un policía le explica al portero, Bloch, sobre perseguir a un delincuente y tratar de parar un penal: –En realidad no hay ninguna regla –dijo el carabinero–. Siempre se está en desventaja porque el otro también te está observando, y ve cómo vas a reaccionar a sus movimientos. Lo único que en realidad se puede hacer es reaccionar. Y cuando empiece a correr cambiará de dirección al segundo paso, y tú mismo te has apoyado en el pie que no era. Como en un portero esperando atajar el balón, mirar un partido de futbol es someterse a una especie de olvido de sí mismo en busca del instante en que todo cambie. Seguimos cada jugada esperando, esperando, aunque sepamos que lo más frecuente es que no ocurra lo que estamos esperando. Handke lo describe en los malentendidos entre la mesera y Bloch: “Ella le invitó a que le acompañara a comer algo. Puso un plato frente a él, entonces él dijo que le faltaba el cuchillo, pero mientras tanto ella ya había puesto el cuchillo a un lado del plato. Tenía que ir al jardín para recoger la ropa, dijo ella, pues en aquel momento estaba empezando a llover. No estaba lloviendo, le corrigió él, solamente estaba cayendo agua de los árboles, porque hacía un poco de viento. Pero ella ya había salido y se había dejado la puerta abierta, así que él pudo ver que era verdad que estaba lloviendo. La vio correr y le gritó que se le había caído una camisa, pero resultó ser solamente la jerga del suelo, que estaba siempre junto a la entrada. Cuando ella encendió una vela encima de la mesa, él vio cómo la cera goteaba en un plato, porque ella sujetaba la vela un poco inclinada. Debería tener cuidado, dijo él, pues la cera se estaba derramando en los platos limpios. Pero en aquel momento colocó ella la vela en la cera aún líquida que había derramado, e hizo presión con ella en el plato hasta que se mantuvo en pie. «No sabía que tuvieras la intención de poner la vela en el plato», dijo Bloch. Ella hizo ademán de sentarse en un sitio donde no había ninguna silla, y Bloch exclamó: «¡Cuidado!», pero ella solamente se había agachado para recoger una moneda que se le había caído debajo de la mesa al hacer las cuentas.” Es justo la sensación del transcurrir de un partido de futbol: todo el tiempo, en cada instante, vemos la posibilidad de algo que normalmente no sucede, la magia del trazo, el toque preciso y el gol hermoso. Lo que sucede las más de las veces es el equívoco. El tiempo del futbol es una serie de desengaños sobrevolada por una fe absoluta en el desenlace triunfal. Por eso, porque es tan poco probable el juego bello, la superstición interviene. La lista es de Simon Critchley en En qué pensamos cuando pensamos en futbol: el jugador portugués Eusebio llevaba monedas mágicas en las calcetas; Niels Liedholm, de Suecia, tenía un brujo particular; Adrian Mutu, de Rumania, llevaba hojas de albahaca en las bolsas; Cristiano Ronaldo aún pone los botines delante de una foto de su padre la noche anterior; el director técnico de Francia hizo de besar la calva de su portero, Fabien Barthez, un acto de superstición mientras el resto de la selección cantaba en los vestidores el hit de Gloria Gaynor, I will survive. El fluir del tiempo es distinto en la cancha. Zidane, el astro francés, lo dice en el documental sobre él: “Realmente no recuerdo ningún partido”. En el campo, nunca ves el juego completo de los aficionados ni el de las repeticiones de los televidentes. Es un pasar, burlar, obstruir, tirar el balón, con lo que llega a tu zona. No hay narrativa desde la cancha y, por tanto, no existe la memoria. El registro de futbolistas que se escogen a sí mismos para jugarse en video-juego, se explica, no sin cierto narcisismo, para tener una idea menos fragmentaria que la del futbol a nivel de cancha. Pero, si alguna, la historia del futbol es de momentos recordados entre una maraña abrumadora de sucesos olvidables. La memoria del futbol es casi toda de derrotas y de la renovada esperanza de que, esta vez, no sea así. Esa conciencia extática y compartida con otros es a lo que llamamos futbol. Un aficionado al juego, del que se dice que recortaba las entrevistas de Franz Beckenbauer, el filósofo Martin Heidegger, usó uno de sus clásicos enredos lingüísticos para definirlo: “Lo que ocurre entre el todavía-no y el ya-no-más”. La temporalidad del futbol tiene que ver con lo extático, no con el resultado. El técnico del Liverpool, Jürgen Klopp, de hecho, edita los goles para analizar los partidos. Lo que miramos no es tanto el desempeño, sino la contingencia y, dentro de ella, las maquinaciones del destino. Pero hay muchas maneras de mirarlo. En la novela de Handke, unas chicas lo ven con cierto desdén, no interesadas propiamente en el juego: “Cuando le preguntaron lo que era, contestó que había sido portero de un equipo de futbol. Explicó que los porteros podían estar más tiempo activos que los jugadores de campo. «Zamora se mantuvo hasta que ya era bastante viejo», dijo Bloch. Como respuesta se pusieron a hablar de los jugadores de fútbol que ellas conocían. Cuando se jugaba un partido en su pueblo, se ponían detrás de la portería del equipo visitante y le hacían burla al portero para ponerle nervioso. La mayoría de los porteros eran zambos”. Comparado con el fluir de la vida, el futbol es pura expectativa. Es claramente lo que los dioses griegos veían de la guerra en Troya: la racionalidad y la fe. El futbol tiene mucho de ambas: el dinero y las trampas del negocio –los balones fabricados con trabajo infantil, los sorteos y los partidos arreglados, las ganancias multi-millonarias de patrocinadores y los países que dominan la FIFA– junto a la pasión de los aficionados, cuya existencia rutinaria se trastoca durante 90 minutos en una vivencia que, casi sin dejar recuerdos, se comparte con otros. Es razón la del poder del dinero –sin ello no se explicaría que el siguiente Mundial en Qatar vaya a ser por primera vez en invierno– y la de los inútiles cálculos en el pizarrón, las interminables estadísticas, que sólo sirven para tratar de darle certidumbre a lo que, de esencia, no lo tiene. ¿Qué es, realmente, el juego? Su propio desenvolvimiento, con todo lo que de destino, casualidad, y talento tiene. Es lo que ocurre mientras se juega, nada más. Y, cuando ya terminó el partido, nada en el mundo ha cambiado. Esta columna se publicó el 10 de junio de 2018 en la edición 2171 de la revista Proceso.

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