El chivo expiatorio

domingo, 30 de septiembre de 2018 · 08:34
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Tomamos el término de la Biblia. En Levítico se habla de él, del chivo, enviado al desierto como purificación y de otro, presentado por Aarón, el hermano e intérprete de Moisés, que se sacrifica en el altar. Desde luego, lo que comúnmente entendemos por chivo expiatorio es la inocencia de la víctima, la polarización contra ella y la finalidad colectiva de matarla. Pero el término, más allá de cómo fue sacado por la prensa –el presidente electo aceptó llamar así a la actual secretaria de Desarrollo Social, Rosario Robles–, implica el método de la persecución, los perseguidores, el sacrificado y lo que de ello nace en la comunidad asesina. En 1982 el filósofo René Girard publicó El chivo expiatorio con una idea escalofriante: “Es un crimen matar a la víctima, pero ésta no sería sagrada si no la hubieran asesinado”. Hay, en efecto, un lazo entre la violencia y lo sagrado cuando se separa algo del resto para restaurar el orden del mundo. Es lo que implica todo sacrificio. La crítica de Girard a nuestra sociedad contemporánea es que tendemos a pensarnos como alejados de lo sagrado mientras que, por el contrario, la idea del ritual, lo mágico y el sacrificio se han hecho interiores a nuestra cultura. Basta ver un estadio de futbol, los rituales entre parejas, amigos, compañeros de escuela, las creencias en un enemigo externo que debe ser sacrificado, el alma de la que dotamos a los objetos, para entenderlo. En los cambios de régimen, en la política democrática, encarcelar a alguien, denostarlo en el tribunal de la opinión pública, es un acto tan parecido a señalar el mal y tratar de expulsarlo. No hemos dejado de ser brujos, sólo que ahora, en lugar de oráculos, usamos las estadísticas. La narrativa que Girard trata de hacer aparecer en los mitos hindúes, islandeses, mexicas, griegos y cristianos, es tan terrible como repetitiva: existe una crisis de indefinición, ya nada puede separarse del caos, todo es igual de malvado y funesto; entonces se ubica a alguien cuyo asesinato restaure el orden perdido; se forma un círculo anónimo que lo ejecuta y que guardará el secreto. De ese crimen saldrá una versión, la de los perseguidores, que fundan una regla o explican un mundo nuevo. La mecánica de la persecución es la misma en Teotihuacán, Tebas, Jerusalén o Salem. Todo mito –dice Girard– contiene en el centro del círculo ese crimen de una víctima sagrada de la que sólo se hablará a partir de lo que resultó de su muerte. Así, la víctima responsable de la enfermedad lo será también de la curación; el delincuente encarnará, tras su muerte, el orden. Girard toma el mito de Edipo. Nos hemos ido quedando con el uso que Freud hizo de él como fuente de nuestra modernidad trágica: el inconsciente que nos determina sin que lo sepamos. El creador del -psicoanálisis agregó a Hamlet a su ecuación, como la conciencia culpable que no nos deja ser libres. Así, todos tuvimos deseos sexuales por nuestras madres y asesinos para con los padres. Girard, desde Sófocles, propone otra lectura: Edipo es un chivo expiatorio para aliviar una epidemia de peste en -Tebas. Tiene todos los elementos de la víctima propiciatoria: es cojo, es un rey y su muerte, según el oráculo, terminará con la abominación que desató la epidemia, es decir, haber matado a su padre y casado con su madre. A Edipo se le sacan los ojos –en el mito es él quien lo hace– y se le exilia, sus restos prohibidos. La sociedad que surge de sus perseguidores tiene al incesto y el parricidio como tabúes, no en sí mismos, sino como fórmula para evitar otra epidemia de peste. El orden ha retornado. Hay un capítulo dedicado al origen del cosmos en Teotihuacán. Girard hace especial énfasis en el carácter político que tiene. El mito es el de dos dioses que son arrojados a una hoguera para “iluminar” el mundo, es decir, para crear el sol y la luna. El primero tiene pústulas sifilíticas y, sin titubear, se inmola. El segundo, duda tres veces y, por ello, da origen a la luna, que no es tan resplandeciente. El contenido político es que, además de ser presionados dentro de un círculo cuyo centro es una fogata, el relato mítico, la versión de los perseguidores, es que ambos lo hacen voluntariamente. El contenido político es la servidumbre del autosacrificio. El pustuloso es humilde y, sin modelo, se avienta al fuego. El otro sólo responde a que alguien más lo hizo antes. Lo que los nahuas estaban enseñando era la obediencia autoimpuesta con un objetivo cósmico: que continúen separadas la luz y las tinieblas. En el mito, es preferible el autosacrificio a seguir la orden de sacrificarse. Pero, por supuesto, Girard lee en el silencio que el relato de los asesinos ha dejado: los demás dioses, anónimos, recompensan a los chivos expiatorios divinizándolos. La comunidad de los linchadores funda la de los fieles. Tanto en el mito de Edipo como en el de Teotihuacán, no hay realmente culpables: no saben lo que hacen o lo hacen convencidos de su paso a la divinidad. Jesucristo, por su parte, deja en claro la violencia de la que viene el nuevo orden. La Pasión no es otra cosa que la narración del linchamiento de una víctima. “Perdónalos, Señor, no saben lo que hacen”, es justo la frase que toda víctima dirigirá a sus linchadores, desde las brujas quemadas sobre las que se reglamentará el infanticidio y la zoofilia hasta los judíos de los campos de exterminio de los que surgen las leyes raciales de procreación. Los victimarios son siempre anónimos y son muchos. En español, una multitud es la que se congrega en una plaza; una turba es la que ejerce la violencia de la persecución. En inglés son “crowd” y “mob”. Varían en la intención de asesinar, en el “móvil”. En sus diferencias reside la noción de “escándalo”. La palabra viene del griego “skandalon”, que es tropezar o cojear. Por extensión lo hemos usado para describir lo que obstaculiza con un doble juego: nos rechaza pero nos atrae. Ese “escándalo” es la perfecta descripción de la atracción que ejerce sobre nosotros el obstáculo que le ponemos a quien transgrede el orden de las cosas. Con eso en mente, hay que volvernos a pensar como sociedades de lo sagrado. Se me vienen a la memoria, por ejemplo, el hecho de que los argentinos decían “Méndez”, en lugar del apellido real de uno de los causantes de sus desgracias, Menem. O el hecho de que Salinas de Gortari sea, también, El Innombrable. Impronunciables que, en otras ocasiones, son extranjeros: El Chino en el Perú de Fujimori y Vladimiro Montesinos, El Francés para José Córdoba Montoya. La elección de la víctima la separa del resto que busca, con su exclusión, con su señalamiento, terminar con una epidemia donde lo principal no es la corrupción cínica y descarada de todos estos personajes, incluyendo a la secretaria de Desarrollo Social, sino una cosa más inquietante: la indistinción. La idea oscura detrás de que “todos los políticos son iguales” se vive como el caos sin luz de los teotihuacanos. En el esquema de Girard, sólo el sacrificio de la víctima podría traer sosiego al ánimo escandalizado. Pero el mensaje del 1 de julio y los 30 millones de votantes fue otro, distinto por completo a la persecución. Hay ánimo de justicia pero también de regenerar un orden perdido. Aquel que se perdió cuando la ley misma se convirtió en víctima: violentada y divinizada por sus mismos agresores. No debe haber persecución porque, en verdad, los rituales no resuelven nada, salvo repetirse en los Díaz Serranos, las Quinas, las Maestras de cada sexenio. Como escribió Girard: “Los perseguidores no creen en la muerte definitiva de la víctima que los congrega. Están condenados a la destrucción como única forma de ponerse de acuerdo”. Esta columna se publicó el 26 de septiembre de 2018 en la edición 2186 de la revista Proceso.

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