Cenando con los aztecas

domingo, 13 de octubre de 2019 · 09:56
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Si no fuera por Miguel León Portilla, quien murió la semana pasada, Mesoamérica sería sólo el lugar donde se cultiva maíz, se hacen sacrificios humanos y se juega pelota. Desde 1956, en que comienza su acercamiento a la interpretación conocida como “el camino de los códices”, León Portilla dota al imaginario nacional con una visión de los pueblos indígenas: son guerreros y son poetas. El sol y la flor serán las dos caras del hombre dentro del cosmos, en el que los pueblos precortesianos se desprenden del olor a sangre y se presentan más como pensadores, preguntándose por su lugar en los movimientos de los planetas, dotados de una ética de la vida cotidiana –la disciplina asombra a los españoles–, una estética de serpientes emplumadas y estelas numéricas, y una erótica que el decoro católico quiso ocultar. Cuando se hablaba de Miguel León Portilla en los pasillos de la Facultad de Filosofía y Letras siempre se le propinaba el reproche de que había creado un pensamiento de algo que, en sí mismo, era una herida, un corte brutal entre nuestra historia eurocéntrica y algo que nunca se podría saber con certeza. Con los códices quemados, los mesoamericanos extraídos de sus pueblos para reubicarlos en minas y haciendas, había sobrevivido, sin embargo, el náhuatl, el lenguaje del que se podían extraer todas las asociaciones entre hombres y cosmos, padres e hijos, victorias y derrotas. Bastaba leer la antología que el maestro había elaborado con las traducciones del padre Garibay y que es, a la fecha, el libro más vendido de las ediciones de la UNAM: La visión de los vencidos, que le da al relato de los “sin voz” la legitimidad cultural de una contrahistoria. Los testimonios de los mexicas llorando la caída de Tenochtitlán entraron al dominio público y usamos todavía sus metáforas, como “nuestra herencia es una red de agujeros”. Los dibujos de Alberto Beltrán quedaron imborrables en nuestra memoria junto con los “tajos” de las espadas cortándole los brazos a un músico del tambor, los perros destazando prisioneros, los gusanos pululando por una ciudad en ruinas, humeando su caída. De ahí, de esos “cantos tristes” veníamos los que ahora queríamos aprender alemán y tratar de leer a Wittgenstein. Pero la interpretación de los mitos cosmogónicos de los pueblos mesoamericanos le dio a la identidad nacional una herramienta muy valiosa: la idea de que los mesoamericanos teníamos una filosofía cuyo centro era el quehacer humano ligado al cosmos de una forma no teológica. “La flor y el canto”, es decir, la creación humana era la otra cara de la angustia religiosa de que el sol se apagara. León Portilla delineó, entonces, el movimiento como una de las certezas existenciales de nuestros pueblos: el tiempo no se detenía y pasaba, de sol en sol, muy a pesar de los sacerdotes, guerreros, y poetas. Este pensamiento, recogido en la obra de su vida –de 1956 a 2006– y a la que llamó “filosofía náhuatl” basada en fuentes escritas, pintadas, esculpidas y orales, aportó al espíritu nacional la equivalencia con lo sucedido en Grecia, cuando los filósofos piensan sobre el pensar. Una idea de “clasicismo mexicano” que sirvió de inspiración nacional a las representaciones de lo prehispánico de finales del siglo XIX, como “El senado en Tlaxcala” de Rodrigo Gutiérrez, o “El descubrimiento del pulque” de José María Obregón, y a los muralistas que abrevaron por igual de Pompeya que de Teotihuacán. Una idea de los poetas –en realidad, pensadores– que hicieron más terrible lo perdido y destruido durante la conquista española y que, tarde o temprano, llevaría a ver a los actuales pueblos indígenas como depositarios de una cultura tan sofisticada como la griega o la china, en contraposición al mercantilismo y a la cultura de la ganancia. La lectura del pensamiento náhuatl descartó por sí misma las críticas que venían de los historiadores para quienes había “interferencias” europeas en los significados traducidos, cuando no oscuridad en las fuentes recabadas. En realidad, su función fue otra, más ligada a lo que Manuel Gamio y el propio padre Garibay hicieron: dotarle de un sentido simbólico de orgullo al origen de la nacionalidad. León Portilla delimita una casta de pensadores, distinta y casi opuesta a los sacerdotes, y hace el centro de sus preocupaciones la existencia humana, la idea no de muchos dioses, sino de un principio en movimiento (Ometéotl) y de un pensamiento a base de dualidades que hace de la lucha entre elementos, cuadrantes del mundo, y ciclos cósmicos, una búsqueda de armonía. El tema que le importa a León Portilla es descartar “los 2 mil dioses” que habían visto los españoles para reducirlos al monoteísmo de un principio de combate entre fuerzas cósmicas. Si Alfonso Caso le había dado un destino existencial al “Pueblo del sol”, donde el universo dependía del sacrificio, Jacques Soustelle los había abrigado con una especie de ascetismo que organizaba al detalle los comportamientos de la vida cotidiana, y Justino Fernández había delimitado una estética de lo monumental. En esa síntesis de una parte de la nacionalidad simbólica, León Portilla revisa los poemas traducidos por el padre Ángel María Garibay –Cantares mexicanos– y encuentra preguntas existenciales que atribuye a una “escuela” de pensadores –los tlamatinime–, adyacente a los sacerdotes y sus rituales: “¿Hay alguna esperanza de que el hombre pueda escaparse, por tener un ser más verdadero, de la ficción de los sueños, del mundo de lo que se va para siempre? ¿Acaso son verdad los hombres? (…) ¿acaso poseen los hombres la cualidad de ser algo firme, bien enraizado? (…) ¿Sobre la tierra, se puede ir en pos de algo? (…) ¿Qué está por ventura en pie?” Ante esa desazón, esa angustia existencial de los cantos, sólo quedaría el canto mismo. Así se establecía esa conexión entre un hombre que se pregunta y un dios que es dual, señor y señora, negro y rojo, noche-viento, día-sol. Tiene muchos nombres pero, como escribió León Portilla, es “manifestación de lo uno”. Ante las críticas de otros historiadores, León Portilla responde que son los mexicas comunes los que no entendieron la divinidad dual, que se desdobla en muchos nombres: “A los ojos de los macehuales, los hijos de Ometéotl se han multiplicado en número creciente. Sin embargo, si bien se mira, todos los dioses, que aparecen siempre por parejas (marido y mujer), son únicamente nuevas fases o máscaras con que se encubre el rostro dual de Ometéotl”. En la filosofía náhuatl, según León Portilla, hay una especie de involucramiento de los humanos en el movimiento, que es lo único cierto en el mundo. La sangre extraída de los prisioneros obedece al sacrificio que se necesita para que el sol se mueva. Pero no existe ni evolución ni gradualismo, sino que, de pronto, hay un cataclismo que señala una nueva era, un nuevo elemento –fuego, agua, tierra, viento– y la vida en la tierra cambia. Escribe León Portilla: “No se concibe el cambio como el resultado de un devenir más o menos desplegado en la duración, sino como una mutación brusca y total: hoy es el Este quien domina, mañana será el Norte; hoy vivimos todavía en un día fasto y pasaremos sin transición a los días nefastos. La ley del mundo, es la alternancia de cualidades distintas, radicalmente separadas, que dominan, se desvanecen y reaparecen eternamente”. Ante esta angustia por el cataclismo inevitable, León Portilla ubica dos formas de atemperarlo: la visión huizilopochtliana, la de las guerras “floridas” y los sacrificios humanos, y los cantos, la poesía, el arte, la solución tolteca. Puede ser que esa nueva dualidad se deba a las yuxtaposiciones entre pueblos, como el mexica, perseguidos, inventores de su propia gloria guerrera, con las culturas que fueron encontrando, las ya asentadas. La primera solución, la del sacrificio, es la que Laurette Séjourné vio en su carácter político: mantenía a los pobladores en eterno terror. La segunda sería lo que el nacionalismo simbólico de la segunda mitad del siglo XX enalteció: el arte y la creación de los pueblos originarios, presentes en las actuales comunidades. No deja de ser producto de esos tiempos de la mitad del siglo: la idea del cataclismo y el sacrificio ante él todavía la vemos en vigor en muchos momentos del altiplano donde se creó esa filosofía; una ciudad que se inunda, se desbarranca, se mueve el suelo, hace erupción el volcán. El mexica de León Portilla es existencialista, en el sentido de Albert Camus, porque el destino es sólo un movimiento en el que la libertad es la única forma del existir humano. Hay algo de cómico en estos hombres del cataclismo. La cena con los aztecas sería dejarse ir por las miles de máscaras del movimiento. Al final de agregar apéndices, fuentes, capítulos, en la edición de 1993 de su filosofía náhuatl, León Portilla replantea el objetivo de su obra: en vez de buscar a los “filósofos” como una casta aparte de sacerdotes y astrólogos, reorienta todo a cuatro temas: el tiempo y el espacio, la dualidad y el destino humano. Escribe: “Escapando por la región de la luz, podría, tal vez, superarse el mundo de lo transitorio, amenazado siempre por la muerte y la destrucción”. Esta columna se publicó el 6 de octubre de 2019 en la edición 2240 de la revista Proceso

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