La resistencia moral

martes, 12 de noviembre de 2019 · 11:58

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La masacre sufrida por la comunidad LeBarón el lunes 4 no sólo es una nueva punta del iceberg de la tragedia humanitaria y la emergencia nacional que vive el país desde hace más de una década. Es también la consecuencia de la traición a la agenda de justicia y paz con la que el presidente López Obrador se comprometió como mandatario electo.

  La comunidad mormona de los LeBarón –fundada por Alma Dreyer LeBarón en 1924, en las montañas de Chihuahua, a 13 kilómetros de la cabecera municipal de Galeana y a 300 de la capital del estado–, es un referente de la grandeza de la vida autárquica y comunitaria. Lo es también de la dignidad y la resistencia moral.

En 2008, ante la negativa de someterse a los designios del crimen organizado y de sus vínculos con autoridades del estado, los LeBarón se pusieron en estado de defensa.

 

En represalia, el 2 de mayo de 2009 los criminales secuestraron a uno de sus miembros, Erick, de 16 años, por el que pidieron 1 millón de dólares. No eran los primeros en sufrir esos crímenes. Pero fueron los primeros en decir “no”. Encabezados por Benjamín LeBarón se negaron a pagar el rescate, tomaron la plaza del municipio, exigieron a las autoridades hacer su trabajo y lograron que los captores devolvieran a Erick.

  Poco tiempo después Benjamín puso a la comunidad en estado de autodefensa y creó la Sociedad Organizada Segura (SOS). El 12 de junio el Ejército detuvo a 25 de los secuestradores en Nicolás Bravo, municipio de Madera, camuflados de soldados.

En respuesta, la madrugada del 8 de julio, 20 hombres vestidos de militares entraron brutalmente en casa de Benjamín, lo golpearon, lo torturaron, vejaron a su mujer delante de sus cinco hijos y finalmente se lo llevaron, junto con su cuñado, Luis Widmar Stubbs, que salió en su auxilio. Los asesinaron a 50 kilómetros de su casa. A la entrada de la comunidad, los criminales dejaron una manta: “Para los LeBarón que no creen, para que ahora sí crean. Va como venganza por los 25 jóvenes levantados”.

  Yo seguí aquella lucha en la prensa con indignación, asombro y admiración. Allí, en esa comunidad en el norte del país, estaban expresadas de otra manera las posiciones de las comunidades zapatistas del sureste del país.

A raíz del asesinato de mi hijo Juan Francisco y de seis de sus amigos, en marzo de 2011, en Morelos, en el momento en que iniciábamos el Movimiento por la Paz con Justicia y Dignidad (MPJD), llegó Julián LeBarón, quien a raíz del asesinato de Benjamín lo había sustituido en su liderazgo.

 

Yo me encontraba colocando en una de los columnas del Palacio de Gobiernoplacas con los nombres de mi hijo y de sus seis amigos, cuando sentí su pesada mano sobre mi hombro y una palabra seca, fuerte, perentoria, como el habla de los LeBarón: “Ve por tu pluma; déjame esto a mí”.

 

A partir de ese día Julián tomó su lugar en el MPJD y poco a poco su carisma, su capacidad de llamar a las cosas por su nombre, lo volvieron una voz fundamental: llevó la bandera de México a lo largo y ancho del país, hablando con claridad en cada ciudad visitada, en cada templete levantado. Le decía a la gente lo mismo que hoy ha vuelto a repetir: “No esperen que el gobierno ponga fin a la violencia; somos nosotros los que debemos organizarnos”.

 

Un día, después de los diálogos con Calderón, con el Legislativo y con los candidatos de entonces a la Presidencia de la República, me buscó para decir que se retiraba del Movimiento, porque los diálogos no conducirían a nada; los gobiernos mienten y están llenos de corrupción.  

No se equivocó: la injusticia, la inseguridad y la impunidad se han ido acumulando de administración en administración hasta llegar a la masacre del 4 de noviembre.

Después de esa tragedia, LeBarón dijo en Twitter que seguir tolerando gobiernos como los que hemos tenido y tenemos, gobiernos que consienten el crimen, es responsabilidad de los 130 millones de mexicanos.  

Julián tocó una herida profunda: la condición casi bovina a la que nos han reducido el crimen y la ilusión de que la 4T –que durante el año de su administración lleva sobre sus espaldas cerca de 30 mil asesinados y la masacre del 4 de noviembre– terminará con el horror.  

La función de los campos de exterminio del nazismo, dice Giorgio Agamben, más que asesinar, era crear lo que el argot concentracionario llamaba el Muselmänner: un ser que, a fuerza de sufrimiento y horror, había perdido cualquier capacidad de reacción. Reducido a la apatía por el miedo, el Muselmänner era un ser deshumanizado, atado al destino que los criminales le imponían.  

La única forma de escapar a ese destino, es –parece decirnos LeBarón– que una buena parte de esos 130 millones de mexicanos volvamos a tomar las calles para esta vez, sin bajar la guardia, sin darnos un momento de reposo, detener la atrocidad. Los gobiernos no se mueven sin presión social, los criminales no se detienen si imponen el miedo y la apatía. Los ciudadanos tenemos una inmensa responsabilidad frente al destino que el crimen y el gobierno nos imponen. Somos –dice la fuerza moral de LeBarón– los responsables de que la justicia y la paz se hagan o de que vivamos para siempre condenados al infierno. En su resistencia resuenan las palabras de Greta Thunberg: “No quiero tu esperanza, quiero que actúes como si tu casa estuviera en llamas, porque eso es lo que está pasando”.  

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.  Este análisis se publicó el 10 de noviembre de 2019 en la edición 2245 de la revista Proceso  

Comentarios