Cuando Mozart fue detective

sábado, 23 de noviembre de 2019 · 10:17
(Proceso).- Entre las extrañas coincidencias históricas que más me han llamado la atención se destacaba el peregrino caso de la relación entre Johann Sebastian Bach y Georg Friedrich Handel. Ambos nacieron en el año 1585, a un mes de diferencia. Handel el 23 de febrero en Halle y Bach el 21 de marzo en Eisenach, pueblos que se hallan a 40 kilómetros de distancia. Y sin embargo ¡nunca se dieron la mano, nunca se toparon cara a cara, nunca pudieron gozar de una tertulia íntima! No fue por falta de ganas de parte del relativamente desconocido Bach, que lo intentó en tres ocasiones, cuando Handel, ya un famoso compositor en Londres, visitó su pueblo natal; pero por diversas razones nunca pudieron reunirse. Y ahí hubiera quedado esta sorprendente cadena de desencuentros de los dos músicos alemanes más grandes de su tiempo, de no haber sido por una conversación que tuve con mi cuñado Ryan. Comentando yo mi obsesión con la destrabada conexión de los dos compositores, Ryan me preguntó si acaso sabía de una contingencia aún más estrafalaria. Ambos, dijo, fueron operados en distintas ocasiones por el mismo cirujano de los ojos, el británico John Taylor, y también ambos quedaron ciegos debido a tales intervenciones, siendo Bach el más perjudicado, ya que murió al poco tiempo a raíz de una fiebre causada por este charlatán. Supe de inmediato que acababa de recibir el regalo de una historia que exigía ser explorada a fondo por medio de la ficción, sin estar seguro todavía si se trataría de un cuento o una novela o quizás una obra de teatro. Empecé por leer todo lo que pude sobre el Chevalier Taylor (un título grandilocuente con que se autodesignó ese cirujano de los ojos), que había publicado, por cuenta propia, tres gruesos volúmenes semipicarescos sobre sus andanzas por toda Europa, en las cortes más ilustres y los ducados menos conspicuos, dejando tras sí, según su propio testimonio, elogios de monarcas y clérigos y, según sus detractores (cuyas opiniones no constaban, por cierto, en aquellos tres volúmenes), una secuela de ruina y dolor. Entre sus adversarios, el más notorio fue el célebre doctor Samuel Johnson, que advirtió que “ese Taylor era una instancia de lo lejos que puede llevar la desvergonzura cuando está nutrida por la ignorancia”, insulto que se esparció por todo Londres. Se me ocurrió que, en tales circunstancias, correspondería al hijo del médico facineroso reivindicar la honra mancillada de su padre y pedir a Boswell, el biógrafo de Johnson, que rectificara una condena tan rigurosa, y me puse a garabatear unos párrafos iniciales en que este vástago acosa a Boswell durante años, aduciendo que las operaciones de Bach y Handel eran absolutamente necesarias para su salud. Tal aproximación marginal al tema pronto me pareció insuficiente. Poner el énfasis en Boswell y Johnson, figuras secundarias en este drama, no permitía centrarme en lo que de veras importaba: el enigma de aquellas operaciones como un modo de adentrarme en el enigma mayor de la música de Bach y Handel y, si fuera posible, de la música misma como la más profunda y excelsa de las artes. Aunque no tengo talento para tocar instrumento alguno (si bien me place pensar que no canto mal), desde niño la música ha sido uno de mis grandes amores, un amor que me ha llevado, ahora último, a colaborar con diversos compositores, escribiendo el texto de cantatas y óperas e incluso una tragicomedia musical con Eric Woolfson, creador y vocalista del Alan Parsons Project. Qué mejor, para culminar esta pasión que usar el bisturí del Chevalier Taylor para acercarme a Bach y Handel en las postrimerías de sus vidas, cuando tuvieron que preguntarse sobre el sentido trascendente de la belleza que iban gestando ante la inminencia de la muerte. Pero ¿a quién entregarle la narración de esta búsqueda? Lentamente fui vislumbrando la única figura que podía asumir ese rol, un compositor tan grande (y quizás más grande) que las dos víctimas, y con una trayectoria biográfica definitivamente más trágica y mágica y atractiva. Alguien que había tenido, a los ocho años, como mentor justamente a Johann Christian, el hijo menor del viejo Sebastian; alguien que había pasado un año y medio en Londres en la época en que residía en esa ciudad tanto el Chevalier como su hijo Jack; alguien que, de joven, había vivido en París cuando Johann Christian pasó allí una temporada para componer una ópera; y finalmente, alguien que, un año antes de morir, había visitado –¡dos veces!– Leipzig, lugar donde yacía la tumba del genio que nos había dejado La Pasión Según San Mateo. Ese alguien era ni más ni menos que Wolfgang Amadeus Mozart. Mi compositor favorito, cuyas sinfonías me habían acompañado desde antes de que tuviera uso de razón, cuyas melodías cantaba yo a mis hijos en las noches para que se durmieran y después a mis nietas para que despertaran y siempre a mi mujer Angélica para que nos amáramos más. Me imaginé, entonces, a Mozart en Londres en un concierto que efectivamente ofreció en febrero de 1765 a instancias de Johann Christian Bach; lo vi frente a un hombre flaco y obsequioso que le pedía un favor. Se trataba de Jack Taylor que solicitaba al pequeño Wolfgang que lo ayudara a rescatar a su padre oculista de la ignominia y la acusación de haber asesinado al viejo Bach. Y me sentí poseído por la voz de Mozart mismo, oí esta historia emergiendo de su boca. La decisión de que Mozart fuera el inevitable y carnal narrador de este intento por rastrear las remotas sombras de Bach y Handel, dio nacimiento a Allegro, una novela que acaba de publicar el Fondo de Cultura Económica. Poner a Mozart mismo en el centro del relato, seguir de cerca su pesquisa detectivesca de un posible crimen –¿o era una injuria en contra de un inocente cirujano que había obrado con los más nobles propósitos?– me permitía, además, saldar una deuda pendiente con el extraordinario autor de Don Giovanni y tantas otras obras que nos deleitan y enaltecen. Aquella deuda con Mozart la tenía además la humanidad culta del siglo XX debido a la forma en que se lo maltrataba en Amadeus, la obra teatral de Peter Shaffer. Confieso que la figura de Salieri en ese drama, que vimos con Angélica en Broadway en 1981, me encantó y aterró y trastornó, pero a la vez quedamos espantados por la versión de Mozart que presentaba esa obra y que se acentuaría aún más en la película de Milos Forman unos años más tarde. Me indignó entonces y me sigue exasperando ahora ese Wolfgang imbécil, inconsciente, perezoso, irresponsable, vehículo inmerecido de un Dios que había elegido a un ser superficial para las flautas mágicas que encantan todavía a nuestra especie. Siempre supuse que alguien (¿pero quién?) tendría que reivindicar al Mozart verdadero. Por cierto que tuvo rasgos infantiles (y groseros) toda su vida, por cierto que no sabía manejar bien su dinero, pero el Mozart que yo llegué a conocer íntimamente, mientras cohabité con su odisea durante los largos meses que tardó Allegro en plasmarse, es un ser enteramente diferente: alguien tan asombroso y profundamente humano como su música, un artista con plena conciencia de la hazaña que está llevando a cabo, un inteligente rebelde contra los gustos e injusticias de su época, comprometido con las ideas más modernas del Siglo de las Luces, valientemente enfrentado a la extinción, un ser compasivo y adolorido, travieso y lleno de júbilo. Acá está el niño Mozart abandonado en una cama mientras sus mayores hacen el amor en piezas cercanas. Acá está el joven Mozart que tiene que enfrentar en una ciudad fría y díscola la enfermedad y fallecimiento de su madre. Acá está el Mozart ya maduro que llega a Leipzig cuando su propio fin se asoma y recibe un mensaje de consuelo que le manda Bach desde el otro lado de la muerte, algo que le permite aceptar gozosamente la finitud de una vida colmada de una infinidad de belleza. Y, claro, Mozart el detective, el que resuelve para nuestra felicidad y comprensión, el misterio de los últimos días de Bach y Handel, rondados los tres y tantos otros personajes por la figura única y excepcional y arrinconada del Chevalier John Taylor, oculista que quita y devuelve la vista y, encegueciéndonos, va iluminando, a su pesar, la gloriosa historia de la música. Este análisis se publicó el 17 de noviembre de 2019 en la edición 2246 de la revista Proceso

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