La rabia de las mujeres
La primera vez que me manosearon tenía nueve años. Esa mañana había ido a la biblioteca del colegio: estaba obsesionada con la serie de niños detectives de Enid Blyton y había descubierto cinco o seis libros de esa colección. Caminaba rápido hacia la biblioteca mientras iba pensando en la nueva historia de detectives que iba a leer, cuando me interceptó un profesor en el pasillo (¡hola, profe!). El “profe” tenía 40 o 50 años y yo lo conocía apenas de vista porque enseñaba en los cursos de secundaria. Me miró de una forma que me hizo sentir en falta y me ordenó que lo siguiera hasta una de las aulas donde estaba dando clases. De pronto sentí sobre mí los ojos de 50 alumnos mucho mayores que yo.
–¿A ustedes les parece bien que una mujercita venga al colegio vestida de esta manera? –preguntó a los estudiantes, que a mis ojos también eran unos adultos.
Yo no me había dado cuenta hasta ese momento de que era una “mujercita” ni de que estaba vestida de una manera fuera de lo común. Esa mañana me había puesto mi conjunto favorito: una blusa con flecos y unos shorts con estampados color pastel. El profesor me colocó de espaldas a la clase y dijo:
–¿Saben lo que le pasa a una mujercita que se viste así? ¡Esto es lo que le pasa!
Y procedió a meterme mano debajo de la blusa y a acariciarme la espalda delante de toda la clase, que permanecía en silencio. Después, para que la lección quedara bien grabada y no me olvidara de cuáles eran las consecuencias de andar vestida así en el colegio a mis nueve años, me levantó la blusa hasta la altura de la nuca y dejó a la vista toda mi espalda desnuda (en esa época todavía no usaba sostén). Ese día llegué a mi casa sintiéndome sucia, humillada y culpable, aunque no sabía por qué. Pero si un profesor del colegio me había manoseado, y además delante de toda la clase, entonces con seguridad me lo merecía. Mi madre quiso ir a quejarse al colegio, pero yo le rogué que no lo hiciera: me vencieron la vergüenza y la culpa, la sensación de haberme ganado el manoseo. Nunca más pude tocar el conjunto color pastel sin que me abrumara la impresión de estar sucia. Nunca lo volví a usar.
Si cuento esta historia en particular es porque ese profesor me hizo descubrir, a los nueve años, que mi cuerpo era culpable de atraer la violencia de los hombres. Me gustaría decir que nunca más pasé por una situación similar, que nunca más un hombre me manoseó a la fuerza o intentó hacerlo, que nunca más me acosaron sexualmente en la calle o en la universidad o en el trabajo o en la casa de algún familiar. Pero me ha sucedido muchas veces a lo largo de los años. Muchísimas. Desde muy temprano las mujeres aprendemos que este tipo de violencia es parte de nuestra vida cotidiana, y lo que hacemos es tratar de surfear la situación de manera que no dañe nuestras carreras o nuestra imagen pública o nuestro círculo familiar, o incluso nuestra autoimagen (no queremos asumir lo que pasó porque eso nos pone en el papel de víctimas, y ser víctima equivale a estar en el lugar poco atractivo de la lástima; si la víctima es una mujer, también es sospechosa de haber provocado la situación). Hablamos entre nosotras de estas experiencias, en voz baja, pero rara vez de manera pública.
A pesar de que el acoso sexual y la violencia sexual son tan antiguos como las religiones, es terrible que las mujeres no hayamos podido transmitirnos información útil sobre estos temas unas a otras, a lo largo de las generaciones: si acaso, nos enseñan que vestirnos o movernos de cierta manera, caminar o viajar solas, o incluso acceder a espacios masculinos, puede atraer la violencia sexual sobre nosotras a manera de castigo. La lección es que si nos acosan o nos violan es porque algo debemos haber hecho. La ley no está de nuestra parte; a pesar de que casi todas las mujeres cercanas a mí han pasado por una situación parecida, hasta ahora ninguno de sus agresores ha sido castigado. Y cuando nos atrevemos a llamar a la violencia sexual por su nombre, a decirlo en voz alta y en público, nos hacen creer que no sucedió, que todo está en nuestra cabeza, que no es más que un chiste de doble sentido sin mayores consecuencias, y miren cómo todos se ríen, hombres y mujeres, tan fuerte que no se escucha lo que estamos diciendo.
Cuando nos atrevemos a nombrarlo, familiares y amigos, hombres y mujeres, nos dicen que estamos locas, que por qué no lo hablamos personalmente con el agresor sin que nadie más se entere del impasse, que por qué no lo decimos con buenos modales, de forma “constructiva”, o por qué mejor no nos callamos y nos dedicamos a pensar en problemas que de verdad le importan a la gente, porque como mujeres somos ciudadanas de segunda clase y nuestra integridad y nuestra vida no importan. Necesitan de nuestro silencio porque nombrar la violencia es desestabilizador, porque nuestra palabra los obliga a ver una imagen repulsiva de sí mismos que no están dispuestos a enfrentar, y que es el primer paso para que las cosas empiecen a cambiar. Por eso necesitan de nuestra complicidad. Y por eso precisamente es que debemos hablar (…)