México hipnotizado II*

lunes, 16 de diciembre de 2019 · 08:45
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La capitulación de la capacidad crítica de un pueblo, que ocurre en aras de manifestar una solidaridad, cariño o aprecio a un líder amado que encabeza una causa popular transformadora –no importa cuán visionaria y justa sea–, nunca será una virtud liberal y mucho menos democrática por el hecho de que esta suerte de aprecio exagerado evoluciona en una subordinación rayana en una veneración cuasi sagrada, que desemboca en la cancelación del valor y la diversidad de la inteligencia colegiada y colectiva. En la experiencia histórica es común observar que esta acrítica conducta, impregnada de un tufo de fundamentalismo religioso, contagia a los recién empoderados, quienes, inflamados por la inspiración de su alta vocación transformadora –luego de encabezar una ofensiva heroica contra el sistema y los vicios de un Estado delincuente–, abrazan una cruzada incontestable de verdades sin contrapesos, que evolucionan hasta construir la sospecha y extrañamiento de estar frente a un líder transformado. Éste, si bien todavía investido por el halo libertario de su lucha, en realidad, en los hechos, sin darse cuenta, inexorablemente transita desde el difícil camino de la izquierda militante hasta abrazar las mejores prácticas de la ultraderecha más acabada. En este estado, no es infrecuente observar una conducta dual del novel gobernante, quien, si bien en el discurso encarna los valores más apreciados de la izquierda progresista, frente a la realidad de los poderes fácticos que se imponen para obstaculizar y contrarrestar su utopía, su activismo cede y se torna de pronto simultáneo a camuflar su administración autoritaria, orientada (sin darse cuenta ni desearlo) a privilegiar secretamente a las élites. El problema ulterior es que este fenómeno, típicamente escala el camino de construir una administración totalitaria, dejando en el aire social una sensación de desazón desconcertante que obliga eventualmente al pueblo que lo apoya a revisar la integridad y congruencia original del espíritu del otrora candidato. Esta inquietud abre la puerta a la emergencia de una errática atmósfera mediática de sospechas, de dimes y diretes, que al escalar el poder reacciona y la contrarresta con la socorrida estrategia de enfrentar a ricos y a pobres, a protestantes y católicos, a indígenas y mestizos, a liberales y conservadores, sembrando en el camino una semilla envenenada que –en un país heterogéneo de clases, reivindicaciones y culturas– pudiera eventualmente desembocar en la fractura de la unidad de la nación que se administra. Así, el culto a la personalidad, elevado a la temperatura irracional del fanatismo, en el terreno de la experiencia le termina haciendo un flaco favor al dirigente, quien, ante la capitulación manifiesta de sus huestes para ejercitar la responsabilidad crítica y correctiva de su régimen, al final contribuye a restar eficacia –en lugar de acreditar– el quehacer cotidiano de su líder. El mensaje contundente de la historia es que la crítica y apertura a la diversidad del pensamiento fortalece y no debilita la administración del gobernante. En México, a un año de haber presenciado un cambio climático en la política, especialmente en el peculiar estilo de gobernar del presidente, se puede razonablemente asegurar que el pensamiento, virtudes, convicciones, personalidad, filias y fobias y, en general, el peculiar modus operandi del mandatario frente al candidato Andrés Manuel López Obrador que conocíamos han quedado finalmente al descubierto. Aquí, el rasgo que llama la atención es la transformación axiológica y ontológica que quizás ni el mismo López Obrador en sus peores pesadillas haya remotamente imaginado: la de un día despertar y descubrirse encarnado en un lobo feroz de ultraderecha, camuflado con una conveniente piel de oveja de la izquierda. Lo anterior, si bien dibuja sólo una imagen literaria, la utilizo para subrayar la percepción que, me parece, se fortalece día con día por la manifiesta insistente proclividad e indulgencia jurídica del presidente con las élites, a la descalificación sistemática de la crítica, a su actitud tolerante de su política exterior para enfrentar las agresiones a los migrantes en los Estados Unidos de América y muchas otras. Lo anterior es paralelo al persistente desmantelamiento de cualquier forma de contrapesos institucionales que se perciban para obstaculizar la libertad de acción de su gobierno. Cabe recordar que estos mecanismos se diseñaron y construyeron (desde el Siglo de las Luces) justamente para acotar el monopolio y los males derivados del pensamiento único. La justificación de esta conducción voluntarista no es nueva. En otras latitudes de la historia, la izquierda a la par de la derecha autoritaria utilizó y fundamentó esta suerte de improvisación en la gestión política para acelerar los impostergables imperativos de justicia y de reforma social, cuyo rezago no podía esperar los tiempos democráticos. El desorden y fracaso histórico registrado de este modelo no podría haber sido más aparatoso. El problema de esta práctica –en ocasiones bienintencionada, aunque siempre fallida– tiene su origen en la tentación permanente del poder para navegar por los mares tempestuosos de la política guiado por una personal brújula ética (por encima de la ley) para intentar imponer una batería desordenada de iniciativas justicieras y progresistas. Lo anterior se justifica con el argumento de intentar en fast track equilibrar las diferencias que polarizan la justicia o –en su caso, en un giro sorpresivo de pragmatismo– enmendar su radicalismo frente a élites que lo amenazan y boicotean para luego intentar explicar a su electorado, que su nuevo look de moderación republicana, lejos de condenar y enjuiciar a sus enemigos, es para ofrecer una amnistía acompañada de una política de “punto final” a sus fechorías. La promesa secreta que le sigue es que no modificará el statu quo de sus privilegios ancestrales. Recientemente la desconcertante declaración sobre el caso de los 43 normalistas de Ayotzinapa en la que el presidente aseguró, mordiéndose la lengua, que la matanza de estudiantes “NO fue un crimen de Estado”, acompañada por la intervención cuasigolpista de la CNDH, abona, en mi opinión, a la percepción aquí expuesta de estar frente a una transformación del presidente. Esta desafortunada declaración conlleva una implícita falta de respeto a la inteligencia, la tristeza y la sensibilidad ante la tragedia del pueblo mexicano. Así, de un día para otro, observamos que el presidente otrora revolucionario, quien ante el fraude de su elección tomó el Paseo de la Reforma y encendió en millones de almas la mecha de la lucha justiciera por la verdad y la justicia, de súbito decide reconsiderar sus convicciones –luego de una vida entera de lucha–  y que su neoconservadurismo se explica por la adopción de una política prudente para evitar un estallido, y que no obstante se interpreta por sus críticos como una capitulación a sus principios. Todo esto lo defiende en aras de evitar violentar la precaria estabilidad macroeconómica del sistema. Hace algunos años, cuando todavía apoyaba la lucha del candidato Andrés Manuel, quien a brazo partido se enfrentaba a la “mafia del poder” y al propio presidente, ocurrió que un amigo me invitó a entrevistarme en Valle de Bravo con un alto funcionario del gobierno de Venezuela a quien le interesaba hablar conmigo sobre México. Para mi sorpresa, el funcionario resultó ser el jefe de la inteligencia militar del régimen de Hugo Chávez, amén de que era el esposo de su hija. El funcionario acudió con ella a la cita, acompañado de un contingente impresionante de guardaespaldas. Luego de la comida el dirigente me solicitó conversar a solas para plantearme su interés en que Andrés Manuel López Obrador tuviera éxito en su campaña, para que, no obstante el bloqueo radical de los empresarios y la ultraderecha mexicana, el candidato llegara a ocupar la Presidencia de la República. Me explicó la trascendencia que tenía el evitar que la derecha consumara una agenda geopolítica petrolera que existía entre estados Unidos y México y que afectaría en forma importante a Latinoamérica, en contraposición a la alianza triangular que ellos proponían entre Venezuela, México y la OPEP, representada mayoritariamente por los árabes. En síntesis, su interés, dividido en dos capítulos, era por un lado el de aportar millones de dólares a una campaña invisible (no registrada por el Instituto Federal Electoral de entonces) en favor de Andrés Manuel, paralela a su propuesta a mi persona de llevar a cabo negociaciones y pactos con los poderes fácticos de México. Recuerdo que, entre otros, incluía al propio presidente saliente de la República, a los militares, a los empresarios propietarios de las televisoras y a las iglesias. Mi reacción inmediata, desconcertado por su oferta (y para no ofender al funcionario con mi rechazo contundente), fue simplemente comunicarle que no creía que nada de eso fuera necesario. Andrés Manuel, le aseguré, convencido de su estatura ética y compromiso republicano con la democracia, la Constitución y las leyes mexicanas, no aceptaría nunca estar secuestrado por pacto alguno (nacional o extranjero) porque cuenta con el apoyo mayoritario de los mexicanos. El personaje –ahora me entero–, luego de la muerte de Chávez, llegó a ser, con el presidente Nicolás Maduro, el canciller constitucional de Venezuela. A la luz de todo, ilustro esta historia para subrayar y entender la complejidad de intereses que representa gobernar un país como México. Hoy por esto anticipo que el presidente enfrenta una nueva lucha personal, esta vez interior con su conciencia, que me gustaría imaginar que es la de AMLO vs AMLO. Frente a esta complejidad, la perspectiva de los ciudadanos para los siguientes cinco años no debiera ser la de dirigir la crítica sólo para intentar modificar el estilo personal de gobernar del presidente y de su equipo, sometidos a sus exabruptos mañaneros, sino concentrarse mejor en defender y participar en la construcción colegiada de un nuevo proyecto de nación en el marco de la vida constitucional de la república. Hoy, el gobierno de México y en general la superestructura sociopolítica de todas las naciones, y frente a la creciente globalización del humanismo y la avasallante revolución del conocimiento, experimentan una nueva polarización que se debate entre la reedición de los totalitarismos ideológicos y la lucha de eternidad para resolver las imperfecciones de los modelos democráticos. Este análisis nos lleva a pensar y a consolarnos de que, si bien los liderazgos y las administraciones públicas de izquierda o de derecha (hoy agotadas) son todavía indispensables para asegurar la administración del orden y la justicia social en las sociedades civilizadas, resultan cada vez más marginales frente al imperio de la ley, porque la época de los liderazgos únicos, de los estadistas visionarios o cualquier otro tipo de imposiciones ideológicas a un pueblo, ya no determina o resuelve, como solía hacerlo, la conducción omnipresente de la cosa pública, que cada vez más se cocina y deposita en el poder plural de la ciudadanía. La tolerancia a la autocrítica y la apertura liberal renovada del presidente Andrés Manuel López Obrador a la pluralidad del debate y la participación de todos –no importa si son de izquierda, del centro o la derecha– determinará en los años por venir, no sólo su lugar justo y generoso en la historia, sino el valor y visión de la verdadera cuarta transformación de nuestra patria. * Segunda parte del artículo publicado en Proceso el 9 de diciembre de 2018. Este análisis se publicó el 8 de diciembre de 2019 en la revista Proceso

POR SI NO LO LEÍSTE

https://www.proceso.com.mx/562912/mexico-hipnotizado

Comentarios