Un fantasma recorre el mundo,  el fantasma antiinmigrante

jueves, 26 de diciembre de 2019 · 14:20

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Durante el último trienio, en nuestra región del planeta se ha fortalecido una inercia que conduce a políticas de gobierno antiinmigrantes y a actitudes públicas de tinte xenófobo. Sin duda, la fuerza que impulsa agresivamente esta dinámica es el actual gobierno de Estados Unidos, encabezado por Donald Trump y su ideología extrema y anacrónica, que no obstante ha recuperado exitosamente raíces culturales y orgánicas en la sociedad estadunidense que parecían erradicadas. Pero no están solos.

En el mundo, la movilidad internacional de las personas y el debate sobre las políticas para su atención por los países receptores y por los expulsores se ha convertido en asunto fundamental. Con frecuencia, en los países desarrollados el desafío migratorio ha derivado en discusiones sobre identidad nacional, xenofobia, seguridad pública, empleo, economía y otros, que reflejan un rechazo a la inclusión de extranjeros, sobre todo si proceden de regiones subdesarrolladas. En Reino Unido, Francia, Alemania, Italia, Austria, Hungría, entre otros, la cuestión migratoria ha podido convertirse en eje principal de la política interna y de los asuntos que pueden decidir elecciones y gobiernos.

En nuestra parte del continente americano, el flujo irregular de personas procedentes de Centroamérica –que tiene por destino a Estados Unidos y a México como país de tránsito– se convirtió en problemática de la mayor relevancia, no solamente por su escala masiva, sin precedente, sino además por el grado superior de rechazo que impuso el gobierno de Trump.

Pero es importante destacar que esa política de rechazo no fue consecuencia del flujo migratorio, sino su antecedente. Con toda anticipación a la movilidad migratoria de 2018 y de 2019 que transitó por México, el gobierno de Trump ya había establecido una severa estrategia en contra de la migración mexicana y centroamericana. Primero, desde 2016, durante la campaña electoral que le dio el triunfo y, posteriormente, en 2017 y mediados de 2018, una vez en el gobierno. Es decir, primero fue la xenofobia y el racismo, después vinieron las políticas que las convirtieron en iniciativas gubernamentales, internas y externas.

De hecho, para legitimar y aplicar estas políticas, el esquema antiinmigrante de Trump necesitaba de un flujo particularmente significativo. Cerrar el territorio de Estados Unidos a la inmigración proveniente de los países subdesarrollados requería la demostración empírica de la “amenaza” a su frontera sur. Es obvio que un discurso antiinmigrante, sin migrantes en movimiento, carece de sentido alguno.

Las caravanas de centroamericanos que cruzaron por México en octubre de 2018 y enero de 2019, principalmente, fueron los eventos que curiosa y oportunamente proporcionaron el efecto demostración requerido por el agresivo discurso de Trump. El evento emblemático en esta dirección fue el frustrado intento masivo de cruzar la frontera entre Tijuana y San Diego, el 25 de noviembre de 2018, en un literal asalto promovido por los liderazgos de esa caravana. Vale citar que en política nada sucede por accidente, como reiteraba F. D. Roosevelt.

La estrategia de Trump desde un inicio definió una ruta cuyo objetivo ha sido cerrar –en el sentido físico del término– Estados Unidos a la inmigración, incluyendo a solicitantes de asilo procedentes de México, Centroamérica y otros países. Primero, por principio político; después, con el argumento de los números –flujo de migrantes– que efectivamente terminaron por incrementarse de manera sustancial.

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Dentro de esa estrategia es donde hay que posicionar la iniciativa del muro en la línea fronteriza con México; la amenaza de militarizar la frontera; las restricciones para la cotidiana movilidad en los puertos fronterizos y, sobre todo, las nuevas iniciativas de contención migratoria que involucran a los gobiernos de México y de Centroamérica. El objetivo antiinmigrante de Trump predeterminó un rol activo para los gobiernos involucrados, lo cual ha logrado progresivamente. De manera lamentable.

Si Trump sigue impulsando su agenda e impone términos sobre Estados y sus respectivas políticas migratorias, desde México hasta Honduras, el resultado se torna inédito y grave para las personas migrantes de la región y de otras partes del mundo. Una entente regional antiinmigrante se encuentra en fase final de materialización.

Sobre México, el gobierno de Estados Unidos ha logrado que nuestro país reciba a solicitantes de asilo que llegan a su frontera, lo que en la práctica es un cuasi mecanismo de “tercer país seguro”. A noviembre de 2019, alrededor de 60 mil personas han sido objeto de este procedimiento –denominado con eufemismo Protocolo de Protección de Migrantes–, sin que exista claridad sobre su destino en nuestro país. En esencia no sabemos dónde están.

Adicionalmente, el gobierno mexicano está recibiendo un número creciente de solicitudes de asilo, a través de la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar), en parte como consecuencia de la disposición de Estados Unidos que obliga a los migrantes a solicitar esta condición en el país de tránsito. Se han realizado más de 66 mil solicitudes de refugio, hasta noviembre de 2019. Pero es claro que el incremento se debe más al endurecimiento de nuestra política de contención migratoria, que hace más difícil y riesgoso el tránsito por el país, por lo que muchas personas buscan esta alternativa en México.

En efecto, Estados Unidos logró que México instalara el aparato de contención más extenso del que se tenga registro, empleando a más de 25 mil elementos de la Guardia Nacional, con el objetivo de impedir el ingreso y tránsito de migrantes irregulares. Más de 170 mil personas han sido presentadas ante el Instituto Nacional de Migración hasta noviembre de 2019, las cuales terminan siendo retornadas a sus países.

Por otro lado, respecto a los tres países del norte centroamericano, Estados Unidos definió una estrategia que de manera explícita les convierte en “tercer país seguro”. Primero, en julio de 2019, el gobierno de Trump estableció normas para que los solicitantes de asilo que arribaran a su frontera hubieran realizado este procedimiento en el país de tránsito. Estas normas fueron validadas temporalmente por la Suprema Corte, el 11 de septiembre de 2019.

Al mismo tiempo, Estados Unidos negoció acuerdos de “tercer país seguro” (Asylum Cooperation Agreement, ACA) con los países del norte de Centroamérica. Primero con Guatemala, el 26 de julio; con Honduras, el 25 de septiembre, y con El Salvador, el 26 de septiembre de 2019. Cabe agregar que los gobiernos de estos países han mantenido hasta ahora en secreto los términos de los acuerdos.

No obstante ese silencio, el gobierno de Estados Unidos ha seguido avanzando su ruta. Recientemente publicó las reglas que permiten la instrumentación de los ACA, publicadas en su periódico oficial el 19 de noviembre de 2019. Y dos días después, en noviembre 21, fue trasladada desde Estados Unidos a Guatemala la primera persona objeto de estas disposiciones, de nacionalidad hondureña. Es decir, de inmediato se pusieron en operación las nuevas reglas, así sea de manera simbólica.

Las consecuencias de la estrategia antiinmigrante de Estados Unidos son graves para las personas en movilidad y especialmente para aquellas que requieren la inmediata y efectiva protección internacional. Si los migrantes centroamericanos –o de otras nacionalidades– que crucen la región son retornados a alguno de los tres países de Centroamérica, es manifiesto que sus gobiernos no tienen capacidad operativa para procesar solicitudes de asilo, ni para ofrecer protección, como suponen los ACA.

Además, si los acuerdos incluyen fortalecer el control migratorio, mediante la utilización de policías o de fuerzas armadas (como parece ser el escenario), muy pronto los gobiernos centroamericanos estarán recibiendo personas y controlando flujos… haciendo algo parecido a México. A Guatemala le tocará recibir y controlar la movilidad de hondureños y salvadoreños, además de otras nacionalidades. A El Salvador, algo similar y lo mismo a Honduras, incluyendo en este cuadro a los migrantes caribeños y extracontinentales, como nominalmente se está planteando.

Las repercusiones de las medidas anteriores se extienden en varias direcciones. Por lo pronto, conducen a la ruptura fáctica del Convenio Centroamericano de Libre Movilidad (C4), que incluye a Guatemala, Honduras, El Salvador y Nicaragua, y que es parte de las iniciativas de integración regional promovidas por largo tiempo. Vale decir, las disposiciones trumpistas están imponiendo la ruta opuesta a la solidaridad y cooperación entre los países centroamericanos.

Una paradoja de los ACA es que países que hoy se caracterizan por expulsar población –parte de ella en condiciones de aguda vulnerabilidad y que requiere de protección internacional–, al mismo tiempo tengan gobiernos dispuestos a ofrecer asilo internacional. Encima de todo, además, cumpliendo un acuerdo firmado con los Estados Unidos –en el momento más racista y xenófobo de este gobierno– cuyo objeto central de rechazo es precisamente la población centroamericana.

La entente antiinmigrante está así en rápida evolución. Se está consolidando un entramado regional dedicado al freno de los flujos irregulares, a la inhibición de la migración de las personas y al debilitamiento de la figura internacional del asilo. Efectivamente, el propósito es que nadie arribe a la frontera sur de Estados Unidos.

Desde la perspectiva social, en lo inmediato es de esperar que se intensifiquen las tensiones sociales en los países de origen. Si la migración tiene función de válvula de escape y si forma parte del modelo regional de crecimiento económico por la importancia de las remesas, sin duda el escenario cercano no será mejor para Centroamérica, ni para México.

Las medidas de contención en los cuatro países y los retornos forzados de los solicitantes de asilo a México o a Centroamérica son acciones que de manera drástica contienen, inhiben y generan incluso retornos voluntarios en la movilidad migratoria. Por lo mismo, se eleva notoriamente el nivel de riesgo y vulnerabilidad de los derechos humanos de las personas que tienen necesidad de salir. Se ha vuelto más caro migrar, en todos los sentidos. En el aspecto económico –y en cuanto a los riesgos durante el tránsito–, al incrementarse la condición clandestina.

Seguramente en la región disminuirá el número de personas en migración, como ya está sucediendo, pero difícilmente cesará el flujo y la necesidad de éste. La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) reporta que en 2019 han muerto 658 migrantes y refugiados en América, de los cuales 80 ocurrieron en la región sur de México y 377 en nuestra región fronteriza con Estados Unidos (208 en Tamaulipas). Un número sin precedente, que lamentablemente tiende a incrementar conforme las políticas restrictivas y de fuerza son implementadas por los gobiernos.

* El autor fue comisionado  del Instituto Nacional de Migración. Este análisis se publicó el 22 de diciembre de 2019 en la edición 2251 de la revista Proceso

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