Cambiemos el futuro

lunes, 30 de diciembre de 2019 · 09:40
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La infiel dama de compañía del pensamiento occidental es el progresismo unilineal. Ha acompañado a una legión de pensadores, de Protágoras y su sofismo individualista a Marx y su materialismo colectivista, pasando por Condorcet y varios más, y de vez en vez se repliega frente al pesimismo rebelde. Presupone dos cosas: 1) hay un plan en la historia y solo hay que descifrarlo para atisbar la tierra prometida; 2) la humanidad avanza en línea recta y ascendente, escalando de un estadio inferior a otro superior hasta llegar al cenit. A su vez, tal concepción del progreso tiene dos implicaciones dañinas: 1) el futuro no es “inventable”; 2) hay un único camino que todos los pueblos han de recorrer. Y es que el determinismo, una vez desplegado, mata la vena creadora, y la “unilinealidad” usa una misma vara para medir a las distintas civilizaciones y sirve así para disfrazar la explotación colonial de redención civilizatoria. El año que termina –acaso la década– es uno de esos espasmos de rebeldía pesimista. Recientemente hubo dos, en 1848 y 1968, con Spengler en medio. Los optimistas se topan con una resaca de indignación. Algo extraño ocurre en esos momentos históricos que hace que el deslumbrante mundo que presumen las élites, siempre mejor que los anteriores, resulta de pronto repulsivo para las mayorías. La desigualdad en alguna de sus manifestaciones es la constante. No deja de ser paradójico, por cierto, que antes de internet haya habido movilizaciones sorprendentemente afines en lugares inconexos mientras que hoy las protestas globales estén desarticuladas. Supongo que la ciencia y la tecnología progresan de manera rectilínea. Ambas dependen de acumulación de conocimiento y, sobre todo, se apoyan en descubrimientos e invenciones que de manera creciente sofistican los medios de experimentación, los que a su vez catalizan la inventiva. La literatura, la música y las artes plásticas funcionan de otro modo, y por eso su desarrollo suele ser cíclico u ondulante. Pero hay algo en lo que el avance es más cuestionable, y es el talante moral de los seres humanos. Hay quienes dicen que el ascenso es primordialmente ese, el paso de la barbarie a la civilización. Por citar un ejemplo reciente, Pinker (The Better Angels of our Nature) sostiene que la violencia ha disminuido, que los habitantes del planeta Tierra somos ahora menos violentos que nunca. Con todo, aún si dejamos que la intuición se allane ante la evidencia empírica de esa obra, cabe preguntar si las atrocidades de la segunda guerra mundial son menos graves que las que les precedieron. ¿De verdad existe hoy más respeto por la vida que ayer? A muchos nos será difícil creerlo. Los mexicanos, que vivimos asediados por un salvajismo criminal que ha llegado a los peores niveles de degradación e inmoralidad, diríamos que no. Y yo dudo mucho que las crueldades perpetradas en niños y demás personas inocentes –secuestro, trata, masacres, feminicidios y un pavoroso etcétera– palidezcan ante lo que sucedía en las épocas más oscuras de la historia. ¿Los estadunidenses pueden en ese sentido situarse en un estadio evolutivo superior con todo y asesinos seriales o tiroteos que cotidianamente matan a mansalva a menores de edad en las escuelas? ¿Nuestras sociedades pueden, con genocidios y terrorismos encima, decirse más avanzadas que las de nuestros antepasados? ¿La brutalidad o la frecuencia de las tragedias contemporáneas son menores que las de la Edad Media? ¿Y si lo fueran, tendríamos razón en creernos “civilizados”? Qué decir de la justicia. No sé si la vida comunitaria fue más justa en el siglo XX que en el XVII, pero rechazaremos el abismo social que el neoliberalismo ha traído de regreso en la medida en que tengamos más herramientas para percibir la realidad desigual en que vivimos. Y si, como creo, a lo único que estamos condenados es a forjar nuestro porvenir sin paraísos o avernos preestablecidos, una buena dosis de inconformidad es saludable. No, no aplaudo ni avalo lo que llamé “La era de la ira” (Proceso,­ 22/10/19); en aquel artículo expresé mi preocupación por lo que está pasando, e incluso culpé de ello a Comte, uno de los exponentes del progresismo unilineal. Pero pienso que echar las campanas a vuelo –anunciar las exequias de las ideologías y el “historicidio”, cerrar la sociedad abierta a un nuevo pensamiento único que excluye todo lo que se aleje de la soberanía del mercado– nos está sacando de quicio. La enfermedad del siglo XXI es la desigualdad, y es eso lo que debemos combatir. Culminemos los sacudimientos. Mi deseo para el 2020 es que nos sacudamos de optimismos y pesimismos prefabricados, que canalicemos nuestro enojo hacia la construcción de una aldea global más igualitaria y que lo hagamos con la fuerza de la paz. Movilizarnos no nos obliga a violentarnos. Con propósitos comunes, coordinación y buena voluntad podremos erigir un hábitat a la altura de nuestras expectativas. El mañana sí puede nacer de nuestra imaginación, como los sinuosos caminos en que hemos ascendido y descendido pueden nivelarse con huellas frescas, ya no ensangrentadas, y trocar en rutas venturosas e infinitas. No hay fatalismo que valga. Cambiemos el futuro, enmendemos el curso de la historia a golpes de concordia. Seamos capaces de parafrasear a Caso y demostrar que el problema del mundo es solamente un sutil, un arcano problema de amor. Este análisis se publicó el 29 de diciembre de 2019 en la edición 2252 de la revista Proceso

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