Castigar

domingo, 3 de marzo de 2019 · 09:52
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La imagen del presidente mostrando los grilletes de 16 kilogramos que se le ponían en los tobillos a los presos de Islas Marías me dejó pensando en una pregunta: ¿Desde cuándo y por qué el castigo corporal se impuso para reparar el daño por un delito? La idea es mucho más reciente de lo que podría pensarse. El filósofo Didier Fassin encuentra su origen en la generalización de las deudas, justo en la Venecia renacentista de los banqueros. De eso trata El mercader de Venecia, de Shakespeare: Shylock, el judío, le presta una cantidad a Antonio y, en garantía, le pide una libra de su cuerpo. Cuando el barco de Antonio naufraga con toda su carga, Shylock demanda ante un tribunal el pago de una parte del cuerpo de su deudor, tal como establece el contrato que han firmado. Los que asisten al tribunal se escandalizan de la demanda porque les resulta intolerable. Hoy, habría que preguntarle a quienes apoyan medidas como la pena de muerte o el cercenamiento de una mano a los ladrones –como propuso el año pasado el entonces candidato “independiente a la Presidencia Jaime Rodríguez Calderón, hoy gobernador de Nuevo León– si les resultaría tan intolerable la demanda de Shylock. Es curioso que nuestras sociedades, mientras retiran los castigos corporales dentro de las familias y en las escuelas, aprueban cada vez mayores penas corporales en el sistema judicial. Hoy vemos como natural que se inflija por medio de una institución oficial un sufrimiento a la persona que cometió un acto censurable. No sólo las penas para los delitos han aumentado, sino que actos que antes no eran delitos se han convertido en tales. Es como si la tolerancia, hoy que hablamos tanto de ella, se hubiera disipado y pensáramos que merecen sufrimiento, por ejemplo, los que infringen normas de comportamiento que antes eran sólo motivo de una condena social, pero no judicial. Pensemos en los fumadores, en los que se estacionan en lugares prohibidos, en los que tiran chicles en las banquetas. En muchas sociedades esos infractores deben sufrir penas corporales. Pensemos también en las infracciones sin víctimas: el consumo de drogas, el ultraje a la bandera, el recurso a la prostitución, burlarse de la religión de otros. Todas ellas, ahora, permiten encarcelar a alguien, aunque realmente no haya una víctima física y un daño palpable. No siempre fue así antes de Shylock. Nietzsche, en La genealogía de la moral, hace la equivalencia lingüística en alemán: “culpa” extrae su origen de “deuda”: “El deudor, para infundir confianza en su promesa de restitución, empeña, para el caso de que no pague, algo que todavía posee, una cosa sobre la que tiene el control: su cuerpo, su mujer, su libertad o su vida.” En español, como los demás idiomas del latín, “pena” tiene el doble significado de punición y sufrimiento. En inglés está separada en “penalty” y “pain”. Ya en el lenguaje que usamos está implícita la idea que hermana a la justicia con la venganza. Pero, como explica Fassin, el momento de los banqueros es, también, en el que una deuda a pagar deviene en un sufrimiento a infligir. Hay, entonces, una desgracia merecida para el que adeuda. “La libra” de Shylock ya no es un escándalo. Cuesta trabajo pensar hoy en una sociedad que no demande la seguridad como restricción de las libertades: vigilancia y monitoreo en todo espacio público, custodia de policías y militares patrullando las calles, entrando sin órdenes a las casas, deteniendo a quien se oponga a la fuerza, cárceles preventivas sin orden ni sentencia, la vida miserable de todas las víctimas. De acuerdo con las cifras, nos hemos endurecido en nuestras relaciones sociales: permitimos que gente inocente vaya a prisión –un aumento de 400% en las poblaciones carcelarias mexicanas desde que Islas Marías se inauguró– y no nos oponemos a que más de 60% de quienes no pueden salir, no tengan ni proceso ni sentencia. Más aún, permitimos que exista una selección económica y racial sobre quienes son encarcelados: los que no pueden pagar sus fianzas frente a los grandes evasores fiscales, por ejemplo. Fassin reconstruye, a partir de la etnología, sociedades en las que una transgresión tan extrema como el incesto –en Nueva Guinea– no deviene en una sanción institucional, sino en mecanismos de la comunidad como no hablarle al infractor, mantenerlo alejado de las ceremonias colectivas, condenarlo al ostracismo, pero no ejecutarlo. Esto contrasta fuertemente con lo que hacen, por ejemplo, en el Bronx de Nueva York: pedirles a los inocentes que se declaren culpables para que sus procesos judiciales se agilicen. Así, tienes a jóvenes afroamericanos o hispanos que, sin haber cometido falta alguna, purgan condenas en la cárcel de Rikers porque, al no tener para la fianza, el defensor de oficio recomendó que se declararan culpables. Al “cooperar” con la institución, la condena será moderada. En efecto, como lo está usted pensando, la vida de un joven incestuoso en Nueva Guinea es más libre que la de un transeúnte en Nueva York. Pensemos en toda la existencia de castigos con trabajo gratuito: los propietarios en Grecia y Roma se alimentaron de ese tipo de castigo a expensas de quienes no habían pagado un préstamo de dinero o, más ampliamente, de trigo. ¿Por qué, entonces, ahora la insistencia social es en que los más vayan a la cárcel? Parece que nos ha dominado una idea del castigo como algo a priori –“disuasivo”, dirían los expertos– y no después del delito. Dirigida al futuro, la pena se justifica para “reducir la criminalidad”. Hacia el pasado, sopesaría el delito en específico. Es Jeremy Bentham, el filósofo utilitarista de los siglos XVIII y XIX, quien nos convenció: hay que neutralizar la capacidad de delinquir de las personas y, con ello, poner un ejemplo a los demás. Ejecutar, alejar o encarcelar al criminal serían las tres opciones, donde “alejar” es deportar, como en la fantasía anticriminal de Trump. En esta idea, los economistas tuvieron mucho que ver: el criminal calculará si comete o no su crimen igual a cómo evalúa el costo-beneficio un comprador. Esto no resultó cierto. Los estudios demuestran que la baja en la criminalidad no obedece a penas más fuertes o a hacer para todos probable el acabar, sin razón, un día en prisión. Un estudio que siguió a más de 7 mil exconvictos en Francia arrojó que quienes a la hora de la sentencia eran tratados con más clemencia no reincidían tan fácil como los que habían sufrido la pena máxima que el juez tenía sobre su mesa. Entonces, no se trata de pensar sólo en una mejor forma de castigos, sino en qué es lo que hacemos cuando castigamos. Creo que hay que aceptar que hoy estamos más cerca del Crimen y castigo de Dostoievs-ki que del ideal de Bentham para reducir los delitos. Hay algo sórdido en la idea de castigar que no guarda ya relación con la justicia. El calderonato supuso un ánimo de venganza irracional que dejó cientos de miles de muertos, un crimen de lesa humanidad. Era como si la sociedad mexicana hubiera aceptado que, para que una parte de ella sobreviviera en libertad, la otra tenía que morir. Ahora se dice que la justicia criminal involucrará a la justicia social. ¡Quién lo sabe! Hay una satisfacción en saber que el culpable sufre como le sucede a la policía al perseguir a Raskolnikov. Pero si el capitán Zametov hubiera sabido de las angustias que al asesino le provocó su doble asesinato, quizás habría sido más compasivo y menos banquero renacentista. Como recordarán, es el sentimiento de culpabilidad el que lleva a Raskolnikov a entregarse y soportar sus ocho años en Siberia: al ser castigado es liberado. Creo que lo esencial en todo el debate de por qué y a quién castigamos está en el discurso improvisado que Barack Obama dio en su visita a una penitenciaría en julio del 2015, cuando aún era presidente: “Cuando los escucho hablar de su infancia y juventud –dijo–, veo que son los mismos errores que yo mismo cometí. La diferencia es que ellos no tuvieron el sostén de la segunda oportunidad, los recursos para superar los errores. Lo que más me asombra es pensar que yo pude haber sido uno de ellos”. Esta columna se publicó el 24 de febrero de 2019 en la edición 2008 de la revista Proceso

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