La fractura de México

jueves, 25 de abril de 2019 · 06:58
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Cada vez es más común distinguir entre el “círculo rojo” –las élites– y el “círculo verde” –las masas– en el análisis político. Esta geometría cromática no equivale al binomio burguesía-proletariado, pues tiene una connotación cultural más que económica: sirve para diferenciar las expectativas de la parte minoritaria y supuestamente más influyente del electorado de las de la mayoría de los votantes. Pero la distinción debería trascender las estrategias electorales. La distancia que había entre el vértice y la base de la pirámide social se ha convertido en un abismo que propicia ingobernabilidad y que, en el caso mexicano y en muchos más, agudiza la crisis de la democracia, por lo que amerita una reflexión más amplia y profunda. No es sólo el divorcio que hay ahora entre sociedad política y sociedad civil; es la total desvinculación –y a menudo la contradicción– entre las ideas elitistas y las creencias masivas. Evitemos equívocos. No compro las recreaciones de la vieja tesis de Carlyle; sí vendo la noción de que la historia se teje en una interacción multifactorial de héroes individuales y colectividades anónimas. Y también pienso que tanto “los grandes hombres” como “las multitudes” son capaces de parir monstruosidades. Es más, tengo para mí que los mejores inventos políticos son contraintuitivos: las normas del orden democrático y de los derechos humanos emanan de la racionalización, mientras que el racismo y la xenofobia brotan espontáneamente de los bajos instintos del ser humano. Por eso la longevidad de la armonía comunitaria depende en gran medida de dirigentes sensatos, prestos a neutralizar –no a instigar– miedos y odios. Aún no hemos descifrado el fantasma anti establishment que recorre el mundo, pero ya sabemos que el enojo social no está siendo capitalizado por la izquierda, sino por la derecha. Aunque México es una excepción, Andrés Manuel López Obrador enfrenta la tentación de auspiciar una polarización racista inversa en sus causas pero similar en sus efectos a la que abanderan los presidentes derechistas de Estados Unidos y de Brasil. El detonador es el acto de contrición exigido a España por las atrocidades de la Conquista. Más allá del hecho de que yo no creo en herencias culposas y de que me parece aberrante e injusto responsabilizar a alguien de los crímenes de sus antepasados, en términos identitarios es cuestionable demandar una disculpa. ¿Cuál es el hilo conductor de lo que Benedict Anderson llama comunidad imaginada? ¿Representa Felipe VI a los conquistadores? ¿Y quién va a pedir perdón por el sojuzgamiento de los demás pueblos de Mesoamérica a manos de los mexicas? Y si la disculpa la ofreciera el rey al 15% de nuestra población, ¿quién se la daría a los mestizos, víctimas también de los atropellos de la Colonia? ¿Y no sería mejor desfacer los entuertos de españoles más recientes, como los de OHL, y de paso enjuiciar a Peña Nieto y su gavilla? Pero dejémonos de abstracciones. ¿Cómo van a cerrar las heridas que según AMLO siguen abiertas? Demandar perdón abre un debate en el que como académico me gustaría participar pero que, guiado por los intereses de su partido –cuyo acrónimo, no por casualidad, tiene ecos étnicos–, podría causarnos una nueva hemorragia. ¿Buscamos la cohesión social o la agudización de contradicciones? Quiero suponer que el video que provocó la controversia de marras no fue una cortina de humo, porque la humareda que se arrojó es tóxica. Y es que sólo los necios niegan el racismo mexicano –que por cierto es más parecido al sudafricano que al europeo, dado que aquí es una minoría la que discrimina a la mayoría– e ignoran que alentar rencores contra extraños enemigos podría hacer que los discriminados trocaran en discriminadores pero no acabaría con la discriminación. Una sociedad saludable es daltónica; no distingue colores de piel ni admite la sandez de superioridades o inferioridades raciales. Un líder responsable lo entiende y no juega con fuego al hacer política. México haría bien en recordar que no fue el deseo de ajuste de cuentas de Winnie, sino la voluntad de reconciliación de Nelson Mandela la que cristalizó la transición de Sudáfrica. El problema está adentro, no afuera, y no se resuelve con retórica oficial. Permítaseme citar un libro de mi autoría: “A contrapelo de una educación pública formalmente indigenista e hispanófoba, y con mucha mayor efectividad, se difunden en nuestra sociedad paradigmas culturales y arquetipos estético eróticos que denigran a la gran mayoría de nuestra población. Los vehículos son los medios electrónicos, particularmente la televisión… [S]e sigue vendiendo la misma fórmula: blancura es igual a belleza, inteligencia, riqueza y poder” (Mexicanidad y esquizofrenia, Océano, México, 2012, pp. 148-149). Prevalece en nuestro país la correlación etno-clasista que sistematizó en 1909 Andrés Molina Enríquez –quien sostenía que el motor de la historia no es la lucha de clases, sino la lucha de razas– y para romperla hay que contrarrestar la desigualdad con un nuevo modelo socioeconómico y combatir los prejuicios con buenas artes mediáticas. Si se recurre a la polarización electorera en torno a una revancha pigmentocrática y se confronta a la esfera rojiblanca con la verdiMorena, perderá México. Los estadistas tienen la responsabilidad histórica de mantener la paz y la integridad de su Estado. Y en el nuestro, donde el círculo rojo está muy verde y el círculo verde se pone cada día más rojo, la de AMLO empieza por evitar la fractura de una nación apenas centenaria. Este análisis se publicó el 21 de abril de 2019 en la edición 2216 de la revista Proceso

Comentarios