La verdad nómada y el justo medio democrático

jueves, 23 de mayo de 2019 · 09:50
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Si la verdad fuera sedentaria viviría en el centro. Pero resulta que, para bien o para mal, es nómada: se va a la periferia, se mueve en los alrededores y en las lejanías, y a veces se detiene en los extremos viciosos. Eso sí, más temprano que tarde llega al justo medio, donde acampa y venturosamente permanece por periodos prolongados. Hablo de “la verdad”, aunque quizá debería decir conocimiento establecido, o ideas generalmente aceptadas, o sabiduría popular, o creencias convencionales. Se trata de aquellas nociones que llegan a arraigarse en una sociedad al grado de volverse incuestionables. Eso ocurre casi siempre y en casi todos lados. Por supuesto, hay tiempos y espacios excepcionales. Una excepción temporal fue el principio y el final del siglo XX, cuando el mundo entero desterró la posibilidad de los equilibrios por obra y desgracia del extremismo ideológico. Y una excepción espacial es México, cuya historia suele rehuir los parajes intermedios. A los mexicanos nos gusta volar sin escalas de punta a punta. Del federalismo de imitación extralógica al centralismo de facto, por no escuchar a Fray Servando; de los fueros y castas al igualitarismo de los desiguales, cortesía del determinismo constitucional; del clericalismo al jacobinismo, sin erradicar la violación de derechos humanos en una u otra manifestación; de la paz de los sepulcros a “la bola”, para regresar poco después al autoritarismo. Y así… Hoy, en términos de gobernanza, México está dando un bandazo más. Pasamos del unitarismo priista a la polarización de la 4T. El PRI hegemónico, en efecto, gobernó en torno al mimetismo del partido-entero que buscaba confundirse con el Estado e incluso con la nación. La unidad nacional fue el mantra y el consenso la obsesión, asequible mediante la zanahoria o el garrote. Desde luego, esconder corrupción o represión tras de la mampara que identificaba al régimen con la patria no fue una estratagema privativa de nuestro país; sobran casos similares en otras partes. Uno más grave y doloroso se dio en nuestra América, cuando la dictadura de Galtieri tomó por asalto las Malvinas a fin de que la pasión nacionalista llevara a Argentina a olvidar momentáneamente la guerra sucia y apoyar al genocida. Los mexicanos recién vimos un intento a menor escala en la segunda alternancia. El gobierno de Peña Nieto y Videgaray, que se caracterizó por su servilismo ante Donald Trump, trató de contrarrestar su impopularidad con un video tardío en que Peña le reclamaba con firmeza a Trump sus ofensas a México. Hay que cerrar filas ante el enemigo, se pregonó entonces, y seguir el liderazgo presidencial. La pantomima fue inútil. La gente, ya muy enojada, no se tragó la súbita transfiguración del pusilánime en valiente y no lo siguió al abismo. Andrés Manuel López Obrador tiene otro estilo. Si la pulsión priista era ¬cooptar para aparentar un respaldo ¬unánime, la de AMLO es polarizar en aras de la ¬consolidación de un apoyo mayoritario de contraste. Al PRI le molestaba el rechazo, así fuera minoritario, y procuraba comprar o callar la voz de los opositores; Morena necesita a la oposición para definir su proyecto como polo opuesto: ser exactamente lo contrario a los conservadores, a la mafia del poder, a la minoría rapaz. AMLO da la impresión de aspirar a que todos le aplaudan, pero en realidad no lo desea. El heroísmo no existe sin antihéroes. Nadie puede cortarle a la epopeya un gajo sin un enemigo a vencer, sobre todo en épocas de indignación generalizada. De ninguna de las dos facetas predominantes de AMLO brota una motivación para reconciliar: al luchador social lo mueven los reflejos de boxeador y el político pragmático desdeña la armonía cuando el sentimiento prevaleciente en la sociedad sea el encono. Ahora bien, sería injusto echar toda la culpa de la polarización a AMLO. Las invectivas de sus detractores, que han llegado al absurdo de exigir su renuncia, contribuyen a frenar sus arranques de prédica cristiana de amor y perdón. Y es que la animadversión que ambos bandos se profesan es virulenta, como se aprecia en las redes sociales. Los ataques de unos y otros –no me refiero a quienes critican o apoyan con razones y argumentos, sino a los que se agreden injuriosamente– condensan una atmósfera de odio. Eso, aunado a la inercia temperamental, me hace considerar poco probable que sea AMLO quien tome la iniciativa de la reconciliación. El problema es que es a él como presidente a quien corresponde poner el ejemplo de sensatez. Por cierto, daña más la falta de magnanimidad en la victoria que la de orgullo en la derrota. Entre el gobierno unitario y el polarizador hay un justo medio. Es la mejor expresión de la democracia, la que no aspira a una sociedad monolítica ni fracturada, en la que se gana con mayorías pero se gobierna con respeto a las minorías y con visión incluyente. Es la que abraza la pluralidad y el debate respetuoso, la que no confunde concordia con unanimidad ni discrepancia con polarización. Si bien el enojo antisistema que permea al mundo no propicia esa sublimación democrática, sí es posible aproximarse a ella. No sé si sean los mejores ejemplos, pero lo hizo Obama más o menos exitosamente en Estados Unidos, lo está haciendo a tumbos Macron en Francia, y hasta donde alcanzo a apreciar lo pretende hacer Sánchez en España. Creo que hoy por hoy demasiados mexicanos asumen que la llegada de los suyos al poder es génesis y la de los contrarios, apocalipsis, y eso, a no dudarlo, maniata a los demócratas. En fin. Yo me aferro a mi convicción: la verdad es nómada. Este análisis se publicó el 19 de mayo de 2019 en la edición 2220 de la revista Proceso

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