Giorgio Agamben ve 'Juego de tronos”

domingo, 5 de mayo de 2019 · 09:48
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- 1.1 Lo primero que noto es que las casas reales en combate por el trono de los Siete Reinos viven en un mundo que, a pesar de la magia, los dragones y los gigantes con mamuts, está desencantado. Por más que quieren encontrarle un centro a sus disputas, éstas le dan vueltas a un vacío: la soberanía. Nadie es más legítimo que el otro, todos reivindican sentarse en el deseado trono, aunque sean bastardos, hijos de magnicidas, usurpadores. La soberanía no es inherente a quien la representa, es un misterio, donde ninguno puede decirse “representante” ni de Dios ni del pueblo, dos palabras que exceden siempre a todo soberano. Por ello, las fuentes de la legalidad son múltiples y dependen del azar; nada funda la autoridad sino la fortuna. 1.2 En el origen del vacío en torno al que viven y mueren las casas reales –Stark, Lannister, los hermanos Targaryen, lord Bolton, los Tyrell y los Baratheon– no hay más que un mito: los Primeros Hombres y los Hijos del Bosque se aliaron para derrotar a los muertos vivientes y construyeron un muro para separarse de ellos. Es el origen mítico de cualquier comunidad: delimitar el “nosotros” del “ellos”. Pero, una vez adentro de sus fronteras, siguieron matando a los bárbaros que quedaron afuera, y entre ellos mismos por el trono hecho de espadas fundidas por el fuego de un dragón. Una comunidad sólo se puede constituir pagando el precio de escindirse.  1.3 No hay una legitimidad que provenga ni de la genealogía –la sangre es casi toda bastarda, cuando no incestuosa– ni en la Historia. El origen histórico del sangriento Juego de tronos es un soberano que había perdido la razón y una rebelión para derrocarlo. Como en las tragedias shakespearianas, el dilema es terminar con una tiranía usando los mismos métodos de los tiranos: la violencia. De hecho, la pregunta sobre el gobernar que se plantea la reina Daenerys Targaryen es esa: “¿Liberar a alguien de la esclavitud por la fuerza, no es ser, en el fondo, también un tirano?”. Es la pregunta de Napoleón. Es el propio padre enloquecido de Daenerys quien fue derrocado por tirano. Ella misma, al liberar ciudades de esclavos, se enfrenta a la distinción entre soberanía y gobierno; entre lo trascendente –los fines de la política y la moral– y la práctica de gobernar la realidad. Acabará sucumbiendo a las razones del tirano.  2.1 La sustancia de la tragedia barroca es asumir que lo trascendente, el amor y la justicia, no son lo mismo que el honor y la ley. La conciencia moral y el deber cívico están siempre en tensión: el consejero Varys, La Araña, toma decisiones inmorales –traicionar a cuatro reyes al hilo– por la “necesidad de mantener el reino”. Pero no hay más que vacío: el otro consejero, lord Baelish, se lo dice así: “Detrás de ese trono no hay un reino, ni un pueblo, ni una familia. No hay nada y esa nada sólo deja muerte”. Cuando Varys le pregunta a Baelish por qué, entonces, sigue metido en la red de rumores, traiciones, alianzas, éste le responde: “Por el juego”. 2.2 No es gratuito que lord Baelish haya sido consejero de la Moneda: sin valor intrínseco, la moneda representa bienes, pero es sólo un símbolo. Es como el trono. Es un vacío que constituye al reino. Hamlet lo dice: “El rey es una cosa que no vale nada”. En efecto, no en sí misma, sino en como símbolo de una soberanía que no es más que las ganas de obedecerle. “No valer nada” no le impide fundar la soberanía, el conflicto, y el juego. Ninguna de ellas puede ser representada salvo por su imposibilidad. Las casas reales, sus ejércitos, tienen al león, al dragón, al cuervo, a los lobos como emblemas, pero es justo esa posibilidad plural la que funda la imposibilidad de la unidad. Todo soberano está permanentemente excedido por lo que dice representar.  2.3 Hablemos ahora del juego. George R.R. Martin no cree que haya forma de distinguir entre un acto de justicia y un crimen. Cuando la rebelión derroca al rey enloquecido, sus líderes Robert Baratheon y Ned Stark creen que están cometiendo el crimen que le pondrá fin a la orgía de criminalidad del tirano depuesto. Ellos morirán a manos de otros. Ese es el nombre del juego: para llegar a ser rey, habrá que mentir, matar y traicionar. Para seguir siendo rey habrá que asesinar a todos los posibles sustitutos. La tarea es infinita y, a la vez, inevitable. Así, el mal no es una cuestión de decisión personal, sino que está en el mundo. El enano, Tyrion Lannister, el tercer hijo de los usurpadores, recuerda con su hermano Jaime a un chico con el que jugaban en la infancia. El muchacho sólo quería jugar a aplastar escarabajos. De niño, Tyrion solía observarlo, seguro que, tarde o temprano, podría leer en sus gestos la razón para matar. Nunca logra darle sentido a ese juego. “Creo que, con los cadáveres de esos insectos, se formó una isla. Pero esa no era la razón”.  3.1 Cuando surge “lo político”, lo hace del seno del vacío dejado por Dios y el pueblo: el rey, que es persona y rol, trascendencia y praxis, no los representa. Lo exceden. Por eso hay dos géneros literarios que hablan de “lo político”: los libros de filosofía política abocados a elaborar teorías de la soberanía y, por otro lado, los libros del “arte de gobernar”, concentrados en los problemas prácticos del ejercicio del poder. Son dos cosas distintas: la soberanía aspira a la trascendencia, viene de una instancia distinta a la del conflicto –la Historia, las elecciones, la sangre genealógica– y se refiere al “pueblo”, la “nación”, el “reino”; el arte de gobernar requiere de técnicas específicas, burocráticas, y no le importa “el pueblo” sino la población. La soberanía engendra ficciones como “el pacto social”. El gobierno, ficciones como “la opinión pública” (que, en Juego de tronos, es el orador de la plaza pública que denuncia el incesto y la bastardía; es decir, la falsedad del “derecho de sangre”, pero también, fanatizada, convoca al asesinato de homosexuales, prostitutas e infieles). La soberanía no puede cuestionarse sin demoler a la comunidad de la que se dice representante o voluntad general. El gobierno sí, porque puede cambiarse de manera convencional. 3.2 Esto nos lleva a qué quiere decir súbdito y qué cortesano en Juego de tronos. Los súbditos que se convierten en reyes por vía del tiranicidio no están mejor preparados que el tirano anterior. Pero son probos o eso dicen y lo cree alguien más que ellos. Los cortesanos no requieren ser morales, sino eficientes. La inteligencia innata de los principios morales, la “synderesis” la tenemos casi todos. La formación específica para administrar impuestos y ejércitos, no. Pero eso no resuelve el problema que plantea R.R. Martin: ¿De qué arcano proviene el derecho a mandar de unos y la obligación de obedecer de otros? 4.1 Los únicos ciudadanos que se esbozan apenas en Juego de tronos no pertenecen a los Siete Reinos. Están afuera, convertidos en una multitud del Pueblo Libre que se resisten a todo: al rey, a los ejércitos, a los esqueletos sobrenaturales, al frío. Ellos son el límite, mientras que la corte y los súbditos son los pliegues alrededor del vacío. Encabezados por Mance Rayder, un exsoldado, que toca el laúd y “tiene arrugas marcadas por la risa”, no existen más que como lo de afuera de la monarquía. Si se unieran a los reinos, dejarían de ser libres. Son los ciudadanos que son “representados” sólo en el instante de ser irrepresentables: en el momento en que ceden su poder ante la autoridad. Rayder es quemado vivo por negarse a poner la rodilla en el suelo frente a uno de los que aspira al trono. Es irrepresentable y, por lo tanto, no tiene existencia social. 4.2 El Pueblo Libre de Mance Rayder nos dice mucho de lo que son los ciudadanos y sus derechos: no tienen un rostro –son sólo humanos genéricos– y sus derechos son intrínsecos; es decir, no se los da una religión, un mito, un monarca o el pueblo. No es que realmente existan como un “más allá” del muro o de la sociedad de los Siete Reinos. Es sólo el imaginario de cómo se perdió el fuego: había una vez una sociedad que concordaba espontáneamente consigo misma. 4.3 Juego de tronos es, por ello, un segundo desencantamiento de la supuesta “unidad” que nos ofreció la política, desde su inicio en la disputa por la soberanía entre el rey Jacobo I de Inglaterra y el Papa, hasta eso que llamamos “liberalismo”; es decir, la invisibilización de lo político. Es una segunda desilusión porque la primera le correspondió a Shakespeare, a Calderón de la Barca y Lope de Vega. Ahora sabemos que si disolvemos al Estado a una mera práctica mundana, cruda, que no se apropia siquiera del vacío del que emana la soberanía, sólo nos quedan los intereses privados y los corporativos. La democracia, después de todo, no es una forma de gobierno, sino el recuerdo de que, en el origen, hay un residuo de igualdad en medio de todas nuestras desigualdades. Esta columna se publicó el 28 de abril de 2019 en la edición 2217 de la revista Proceso

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