El comisario no tiene quien le escriba
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Al inicio de La ciudad letrada, su libro póstumo publicado en 1998, el escritor uruguayo-venezolano Ángel Rama –creador de la Biblioteca Ayacucho, director de la revista Marcha hasta que los militares uruguayos la cerraron–, escribe esto sobre la censura que padecía en las universidades norteamericanas y que lo obligaron a luchar públicamente por una visa que le permitiera trabajar:
“La campaña fue dura para mí, por lo disparejo de las fuerzas. Aun descontando un resultado negativo, decidí enfrentarlo, aunque tuviera que explicar cosas tan insólitas como que la Biblioteca Ayacucho que dirijo desde 1974, no es una editorial que “publica frecuentemente a autores comunistas” (como asegura The New York Times, 14 de noviembre de 1982), por la simple razón de que es una colección de clásicos latinoamericanos de los siglos XVI al XX; que el semanario Marcha, destruido en 1974 por los militares uruguayos después de 35 años de gloriosa prédica intelectual, nunca fue confundido con un órgano del Partido Comunista por ninguna cabeza inteligente; que presentar la obra del poeta nicaragüense Rubén Darío, no es precisamente un acto subversivo. Estaba en juego la libertad académica, clave de cualquier sociedad democrática, pero aún más, para mí, la dignidad de los escritores latinoamericanos y nuestra tesonera defensa de nuestras nacionalidades contra todas las intervenciones y atropellos.”
Ángel Rama, como muchos de los escritores en torno al boom novelístico de los sesenta y setenta, quedó atrapado en la Guerra Fría. La historia, diversa y compleja de esos 14 años, entre el triunfo de la Revolución cubana y el golpe de Estado contra Salvador Allende en Chile, creó un tipo de escritor que tuvo que decidir si apoyar las luchas de los pueblos latinoamericanos significaba, también, adscribir su estilo literario al realismo. Contamos, por ejemplo, con Julio Cortázar, quien defendió la revolución sandinista de Nicaragua pero fue calificado por Casa de las Américas como “intelectualizante” por sus modelos para armar; o Mario Vargas Llosa, furibundo defensor –en un inicio– y luego, denunciante de la Revolución cubana que siempre ha escrito novelas realistas, históricas, a la usanza de Stendhal. Creo que ese tipo de escritor de la Guerra Fría tiene como común denominador una idea de definirse ante la política bipolar –socialismo o capitalismo–, como si se tratara de decidir entre verdad y mentira.
Es, por tanto, una decisión crucial para el arte y, sobre todo, para la vida. En ese momento, lo que se dice públicamente tiene una dimensión hacia la Historia y sólo la izquierda cuenta con un discurso sobre los pobres, la política, el sexo y la igualdad. La legitimidad del nuevo discurso público es de izquierdas, sea la de la Revolución cubana y su giro hacia la Unión Soviética; sea el tercermundismo de las guerras de liberación nacional y de resistencia en Vietnam, o la vía electoral de la Unidad Popular de Allende. El debate sólo está dentro de la izquierda e incluye a la misma Iglesia católica y la Teología de la Liberación. Los escritores que viven esa era de la Guerra Fría son los primeros que se ven a sí mismos como “continentales”, como referencia del latinoamericanismo ante Europa y Estados Unidos. Ninguno milita en el comunismo partidario. Son los “letrados” que Ángel Rama define como ese paso entre el escritor que vive del periodismo, de ser “negro” de los discursos de funcionarios públicos, al “intelectual”, el que brinda su palabra a las causas moralmente justas –la de los marginados y el cambio inminente– y que vive de publicar y declarar. El caso mexicano, para Rama, es singular por el control que, desde la dictadura de Porfirio Díaz, se ejerce. Escribe: “Pocos países como México revelaron en América Latina la codicia de la participación intelectual en el poder… Ya en 1888, El hijo del ahuizote denunciaba que el gobierno subvencionaba 30 periódicos sólo en la capital y gastaba 40 mil pesos mensuales”.
Pero este escritor que debe definirse frente al nudo de la política tiene una limitante que hoy es muy evidente: están condicionados para un mundo en el que existe esto “o” aquello, no para el planeta donde conviven el esto “y” el aquello y hasta lo de más allá. Hay muchos que quisieran que regresara el esquema bipolar, el de Rusia y los Estados Unidos, dictadura o democracia, estatismo o mercado libre, pero todo eso no suena ahora siquiera como un reduccionismo sino como incomprensible. Decía Walter Benjamin que la “cobardía intelectual” estriba en tomar un acontecimiento y, sin pensarlo, decir que es otra cosa para, entonces, hablar de lo que uno sabe y domina. Ese es el caso, sospecho, cuando se dice ahora que un gobierno emanado de una elección libre es, en realidad, una dictadura o, cuando, se sigue asociando el libre mercado con la democracia cuando ha resultado que, en el mundo neoliberal, cuando la mayoría elige limitar el poder de los monopolios, la coincidencia se rompe y los primeros en pensar en el golpe de Estado son los empresarios, los líderes de la iniciativa privada. Decir que una cosa es otra es una táctica de la mentalidad de la Guerra Fría que, en vez de debatir, caricaturizaba primero para, luego, ridiculizar lo de antemano simplificado a sus rasgos más grotescos. Eso lo siguen haciendo los intelectuales de la Guerra Fría, aunque ahora el método resulta en su propia irrelevancia.
En el fragor de las divisiones ideológicas, los escritores de la mentalidad de la Guerra Fría intentaron mediar, pero fracasaron. Sabemos por las cartas que Rafael Rojas rescató para hacer La polis literaria (2018) que, cuando Casa de las Américas –comisario literario y artístico de la Revolución cubana– entró en conflicto con la revista que financió la Fundación Ford, Mundo Nuevo, Mario Vargas Llosa trató de acercar a ambos bandos. En ese momento, 1965, y hasta 1971, Vargas Llosa y Rama, junto con Cortázar, fueron miembros del Consejo de Colaboración de la Casa de las Américas en La Habana que había premiado La ciudad y los perros, pero ignorado La casa verde, por considerarla “esteticista y erótica”. Lo cierto es que Vargas Llosa creía en su poder para acercar a los revolucionarios cubanos con los escritores que desde la Europa de Sartre editaban Mundo Nuevo. Un discurso en 1966 en un encuentro sobre “el papel del intelectual en los movimientos de liberación nacional”, rescatado por Rojas, Vargas Llosa señala el desgarramiento que siente:
“Yo distingo entre el creador y el intelectual. En cierta forma, el creador se plantea una verdadera duplicidad o por lo menos, una terrible tensión: quiere ser fiel a una determinada concepción política y, al mismo tiempo, necesita ser fiel a su vocación. Si ambas coinciden, perfecto; pero si divergen, se plantea la tensión, se produce el desgarramiento.”
Una década antes, Carlos Fuentes había planteado la cómica situación de vivir en un mundo bipolar. En su cuento, “En defensa de Trigolibia”, el escritor debutante había creado una ficción entre dos países, Nusitania y Tundriusa –Rusia y Estados Unidos– cuyas expansiones nacionales los han conducido a una Guerra Fría –la “Frigotrigolibia”– bajo dos lemas que se oponen y complementan: “Defender la Trigolibia hoy o ser trigolíbicos mañana” y “Por una Trigolibia sin trigolibia”. Fuentes parodia la lucha entre el bloque “libre” y el “socialista” en sus versiones extremas, el macartismo y el estalinismo, de las que él, como Ángel Rama, sería víctima. Si lo leemos con los ojos que nos da este siglo, el cuento de Carlos Fuentes hermana ambos sistemas en una sola y risible casta de tecnócratas, en una burocracia experta que habla un lenguaje similar en su alejamiento de cualquier significado. Recuerda, de muchas formas, el no-lenguaje de la burocracia de George Orwell en 1984. Pero con una sonrisa.
En 1963, un juguetón Julio Cortázar llevó lo bipolar del mundo a la esfera más íntima, al crear a los cronopios y los famas, dos formas de estar en el mundo, no importa si capitalista o socialista. Escribe, por ejemplo:
“Los famas para conservar sus recuerdos proceden a embalsamarlos en la siguiente forma: Luego de fijado el recuerdo con pelos y señales, lo envuelven de pies a cabeza en una sábana negra y lo colocan parado contra la pared de la sala, con un cartelito que dice: `Excursión a Quilmes´, o: `Frank Sinatra´. Los cronopios, en cambio, esos seres desordenados y tibios, dejan los recuerdos sueltos por la casa, entre alegres gritos, y ellos andan por el medio y cuando pasa corriendo uno, lo acarician con suavidad y le dicen: `No vayas a lastimarte´, y también: `Cuidado con los escalones´. Es por eso que las casas de los famas son ordenadas y silenciosas, mientras en las de los cronopios hay gran bulla y puertas que golpean. Los vecinos se quejan siempre de los cronopios, y los famas mueven la cabeza comprensivamente y van a ver si las etiquetas están todas en su sitio.”
La idea del escritor que está obligado al desgarramiento y, por ser hombre público, a “representar” a una nación o a todo un continente, ha quedado en los recuerdos etiquetados de la Guerra Fría. En un planeta diverso, habitado por una mitad que reclama igualdad, y decenas de fracciones que exigen autonarrarse, autodefenderse, autorrepresentarse, de nada nos sirve la dicotomía que hizo a dos generaciones optar entre esto o aquello. La realidad del discurso público ha ampliado la escucha social a tal grado que, si acaso, un intelectual es uno más en el vocerío.
En octubre de 2003 cuando Proceso descubrió en los archivos recién abiertos del 68 la carta que Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares habían enviado a Díaz Ordaz y a Echeverría “adhiriéndose” a la decisión de asesinar a los estudiantes en la Plaza de Tlatelolco, Carlos Fuentes fue presionado para dar una respuesta, un botepronto. Con soltura dijo: “Se puede ser un genio de la literatura y, al mismo tiempo, un imbécil en política”.
Esta columna se publicó el 9 de junio de 2019 en la edición 2223 de la revista Proceso