La imposible justicia

domingo, 9 de junio de 2019 · 09:50
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En el Evangelio de Lucas, en lo que se conoce como la parábola de la viuda y el juez injusto (18, 1-8), Jesús habla de le fe como la sustancia que permite la justicia. Sin embargo, hacia el final de la parábola, cuando Jesús alude a lo que la tradición llama la Parusía –su regreso después de la resurrección– introduce una duda tan razonable como terrible: “Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra?”. No sabemos si Cristo volvió (si hubiese vuelto no lo habríamos reconocido porque –dice el poema de Paul Celan “Tubinga, enero”– su palabra se habría vuelto la glosolalia a la que Hölderlin, un poeta que contempló el abismo de nuestro tiempo, redujo su lenguaje: “Pallacksh, Pallacksh”). Pero lo que sí sabemos –de allí la hipótesis del poema– es que la fe dejó de existir, que Dios –el sentido– murió, como lo afirma Nietzsche y que, a partir de su muerte, que es la muerte de la fe, todo, como lo mostró Dostoievski en Los hermanos Karamazov, está permitido. La fe (confianza, crédito; un asunto que se ha vuelto bancario) contra lo que suele pensarse no es una creencia (pensar que algo es posible), es una seguridad y como toda seguridad necesita estar asentada en una idea de eternidad, de que nuestra finitud individual debe, en lo posible, mantener en las obras humanas, la eternidad, esa significación, esa durabilidad para los que vienen. O en otras palabras, la breve vida de los individuos debe ser, en el mundo, una sombra de la eternidad de Dios, una sombra de la justicia. En la medida en la que ese estado de cosas –el trabajo, las instituciones que lo protegen y nos protegen, las leyes– se mantiene, la eternidad está asegurada. Esa seguridad, sin embargo –de allí la glosolalia de Hölderlin y las afirmaciones de Nietzsche y Dostoievski, hombres del siglo XIX– se desvaneció cuando la industrialización y la idea de progreso desplazaron la eternidad a la vida individual, al yo cartesiano como única medida del mundo y de todo. “Si la vida premoderna –escribe Bauman– era una escenificación cotidiana de la infinita duración de todo excepto de la vida mortal, la líquida vida moderna es una escenificación cotidiana de la transitoriedad universal”. En ella ya nada está destinado a perdurar, sino –como los objetos del mercado– a ser constantemente desechado por lo nuevo. Todo nace con el sello del desplazamiento inminente; todo sale de la cadena de montaje con la etiqueta de su fecha de caducidad; incluso los nuevos contratos laborales –siempre y cuando se tenga la posibilidad de acceder a uno– llevan una fecha semejante o una cláusula que puede concluirlos en función de riesgos. “Ningún compromiso dura lo suficiente como para alcanzar un punto sin retorno”. Todo es superfluo, y porque es así, porque la vida, reducida a la pura individualidad de su finitud, no tiene ninguna relación con lo eterno y lo durable del mundo, hay que vivirla intensamente, nutrirla “con una sed insaciable de posesiones siempre nuevas y de culto al ‘progreso’, una idea en sí misma carente de sentido, desprovista de propósito” y finalidad. De allí la angustia existencial, “el no alcanza” de la existencia reducida a su puro uso; de allí la corrupción, el crimen, la prisa de poseer y el “todo está permitido” para lograrlo. “El que no transa –dice la idea de progreso reducida a su más pura vulgaridad– no avanza”; de allí la reducción de la naturaleza y el ser humano a la instrumentalidad de un recurso desechable cuyo rostro más espeluznante es el vertedero de basura y la fosa clandestina. Muerta la idea de Dios y de la eternidad, asesinada la fe, la justicia es imposible. Vicio y virtud se vuelven equivalentes en un mundo fluido y licuante. Lo que durante mucho tiempo –quizá desde que el ser humano surgió en la faz de la tierra y tuvo fe en lo eterno– fue la búsqueda de hacer que la justicia de la eternidad se reflejara en las cosas del mundo y las creaciones humanas, quedó destruida en menos de tres siglos. Muerto Dios, reducida la fe al yo de nuestra finitud y al mundo como mercancía de consumo, “los caminos de la eternidad –dice Bauman– y de la humanidad se separaron o están a punto de hacerlo; hombres y mujeres necesitan ahora recorrer la senda de la vida sin el menor indicio del sentido de su viaje y sin confianza (sin fe) en su significado”. Podemos todavía creer en lo eterno, pronunciar el nombre de Dios, pero no encontrar una sombra de su confianza y de su justicia en un mundo en el que nos movemos y en el que todo, en nombre del progreso, se vuelve día con día superfluo, desechable, inestable, agobiante. Atrapados en él, la eternidad ya no puede sentirse, tocarse, olerse, saborearse. Es una creencia sin fe, porque no hay nada a nuestro alrededor que pueda ampararla o, mejor, una creencia cuya fe sólo puede encontrarse en un orden de cosas que está más allá de lo sensible, en su pura, oscura y dolorosa desnudez, como la de Cristo en la cruz que mantiene su confianza en Dios y en lo eterno pese a no tener el mínimo dato de ello, una fe, valga la herejía, infernal. Es evidente que la respuesta a la duda razonable de Jesús en el Evangelio de Lucas está respondida: ya no hay fe y su rostro es la injusticia. Ahora habría que reformularla. ¿Es posible recuperarla más allá del infernal precio al que la hemos reducido? Quizá. Pero por ahora parece imposible. Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a las autodefensas de Mireles y a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales y refundar el INE. Este análisis se publicó el 2 de junio de 2019 en la edición 2222 de la revista Proceso

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