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domingo, 7 de julio de 2019 · 10:52
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- 1. Las elecciones de hace un año contienen una certeza: la irrupción de lo imposible. Durante muchas décadas, el triunfo electoral de la izquierda en México fue visto como algo improbable; una parte de ella incluso se hundió en la melancolía –después de tanta derrota, el deseo es hacia la pérdida misma– y hasta convirtió su mínimo porcentaje en una forma de negociación de curules y presidencias municipales. Del lado de la derecha neoliberal, el triunfo era todavía peor visto: los izquierdismos eran lo menos probable porque no ajustaban sus expectativas a “lo que hay”; es decir, a la iniquidad “natural” del sistema donde sólo los ricos serán salvados y el resto morirán intentando salvarse a sí mismo combatiendo en la economía informal, lo ilegal, o entre las aguas del río Bravo. No había mayor improbabilidad que llegara a la Presidencia de la República quien encarnaba a un muy poco “realista” crítico del rescate de los bancos, del financiamiento ilegal de las campañas electorales, de la corrupción en Petróleos Mexicanos, y que proponía el rescate de un extraño Estado de Bienestar basado en los ahorros que permitiría el combate a la corrupción. El lema de Andrés Manuel López Obrador, “Por el bien de todos, primero los pobres”, entrañaba, para la élite financiera y ligada a la más degradante red de sobornos con los economistas de la élite burocrática, un simple lema publicitario. El régimen de “lo posible” permitió la irrupción de lo imposible desde los estrechos marcos de esa organización de la indiferencia a lo que llamamos “democracia mexicana”. Casi el doble de los que habían votado antes por López Obrador –32 millones de ciudadanos– irrumpen con una idea que la derecha intelectual, binaria, no ha podido asimilar: el deseo de equidad no era para la mayoría una opción en la boleta, sino una condición misma de la vida política propia, del deseo colectivo de un nuevo “nosotros”. 2. ¿Qué es lo que irrumpió con su cauda de sorpresa el 1 de julio de hace un año? La multitud de votos individuales encuentra en su propio movimiento de aparición, la cifra: 30 millones. Será el discurso del lopezobradorismo el que la constituya en algo que debe atemperar el propio marco del que proviene y que anunció su imposibilidad: una nueva vida donde la competitividad ilimitada y amoral –incluyendo la del crimen organizado dentro y fuera de las instituciones– ya no califique a las personas con base en su poder y precio y, por lo tanto, ya no elimine a los que carecen de todo. El nuevo “nosotros” engloba, por ello, a los sujetos que quieren autoemanciparse del presente de la opresión repetitiva del neoliberalismo. Es una multitud de votos y, al mismo tiempo, una narrativa sobre un lugar en común del que no se sienten parte porque la categoría de “lo posible” les resulta opresiva. El “nosotros” pasa a ser el de los excluidos de las bacanales del neoliberalismo en las que se adquieren riquezas y reconocimientos, no por el mérito, sino por la complicidad criminal, el juego de favores mutuos, el desfile de las lealtades. Pero, sobre todo, el “nosotros” que emerge el 1 de julio de 2018 es una mayoría inestable –como todas– que rompe con el “ser contado”. El derecho a autorrepresentarse y autonombrarse se ejerce en la disputa por una narrativa común: somos los que no somos parte. La diversidad de las exclusiones explota en tres frentes principales, nodos de autoficción: las mujeres, las comunidades indígenas y los jóvenes que no estudian ni trabajan. Esta irrupción de nuevas narrativas descansa en el derecho de autodeterminación sobre el cuerpo, las creaciones, el lenguaje, que eran contadas desde el poder de la cúspide como quejas y no como demandas. Ahora, mediante la narrativa desde la Presidencia de la República, se abre la posibilidad de incorporar las autodefiniciones, las representaciones propias de lo que es uno y en colectivo, como parte de lo imposible, a lo que se llama “hacer Historia”. Al mismo tiempo, ese espacio abierto por la irrupción contiene el germen de lo que puede y no volver a hacerse. El abuso, la discriminación, el racismo, el clasismo se tornan en ese nuevo espacio como grotescos, fársicos, parodiables. De forma simbólica, la idea de lo que implica ser “mexicano” se amplía para incluir a los que no son privilegiados. Ello implica un ejercicio de decir verdad, de asimilar las diversas narrativas de la opresión, de verse a la cara en las atrocidades que los que dominan les han infligido a sus siervos voluntarios. El mandato del 1 de julio tiene que ver mucho con esto: desde el reclamo, la memoria de los agravios, podría haber reconciliación, pero sólo así, condicionada al reconocimiento de los poderosos de que cometieron abusos, injusticias, masacres, despojos. El reclamo de justicia, uno de los rostros de lo imposible, entraña castigo, reparaciones y el compromiso de que no se repitan. Pero, sobre todo, ejercicios de verdad. 3. El filósofo Alain Badiou ha definido el ethos de las irrupciones como la mexicana en estos términos casi atmosféricos: “la pasión igualitaria, la idea de justicia, la voluntad de terminar con las componendas en el servicio de los bienes, la erradicación del egoísmo, la intolerancia ante la represión, el deseo de que el Estado desaparezca”. Este último deseo común parece desconcertar a los columnistas binarios: su insulto favorito, “populista”, no coincide con los recortes, a veces despiadados, en los gastos gubernamentales. La “austeridad republicana” no embona con un Estado dispendioso, creador de legiones de derechos adquiridos al cobijo de la burocracia dorada. El Estado no se evanesce por lo cuantitativo –la grandeza no es lo grandote–, sino porque regrese a sus tareas abandonadas: igualar a los desiguales, impedir que se les convierta en víctimas desamparadas, y comunicar como estilo de gobierno. El estatismo resultó que era sólo para salvar a los más ricos, que resultaron ser “liberales de la calle y soviéticos de sus casas”. Eso incluye a los intelectuales que se vendieron por lo que creyeron valer como voceros de lo posible. Ese es el Estado que mandatamos que desapareciera, el Soviet Supremo de los poderosos. Fueron –como escribió Walter Benjamin– “los imbéciles tristes y melancólicos que pisotearon a todos cuantos se cruzaron en su camino”. Resalto la idea de su tristeza porque, en efecto, si uno sólo dijera que fueron “imbéciles” correríamos el riesgo de convertirlos en nuestra obsesión, en pensar que su desaparición como casta criminal nos haría milagrosamente mejores. Estaríamos desperdiciando el espacio abierto por la irrupción del nuevo “nosotros”: cambiar el cambio, desordenar las coordenadas que nos imposibilitaron, de desorganizar las organizaciones de lo posible, crear el lugar para los que no pertenecen a ninguna parte. O, para decirlo menos radicalmente, lograr una intervención en lo real cuyo exceso haga la diferencia entre una simple “corrección” al sistema y una nueva forma de lo posible. Democratizar la democracia, creo que le dicen. 4. A un año de la victoria de la izquierda en las elecciones para la Presidencia de la República y el Congreso de la Unión, lo imposible sigue recibiendo las mismas respuestas de sus ofendidos: la tachan de todo lo que no es –“una dictadura que usa métodos democráticos”, es la más creativa– y dependen de los errores del gobierno –que pueden ir desde una decisión mal tomada hasta la simple mentira. Pero al propio gobierno de López Obrador le falta entender su propia imposibilidad, esa ruptura, esa interrupción de lo “normal” que hicimos el 1 de julio. El ejemplo está en la lucha contra el robo de hidrocarburos, el llamado “huachicol”. Ese delito fue como jalar una cuerda en la playa de arena: una vez levantada la punta, se tensaba hasta el mar: de los cárteles de robo de combustible se llegó al entramado podrido de directores de Petróleos Mexicanos, miembros del Ejército, campañas electorales. Lo que me importa es que la gente, el “pueblo”, el nuevo “nosotros”, se sintió implicado sin haber sido convocado: las filas para cargar gasolina se entendieron como actos patrióticos, de respaldo a la lucha contra los corruptos, de padecimientos necesarios para limpiar al país de la casta dorada del despojo. Ese espíritu del “nosotros” que irrumpió con toda su imposibilidad no ha vuelto a sentirse convocado. Está el respaldo de los altos niveles de aprobación, pero no existe una apelación a ella, una exhortación a la acción común que amplíe el límite de lo posible, ahora que todavía se puede. Porque, en efecto, lo “real” llegará con su cauda de tratar de emular los resultados de los enemigos, al mirar la política como enmarcada de nuevo en sus límites impuestos desde el exterior. Un reconocimiento en los adversarios sería tan terrible como cuando los animales de La Granja de George Orwell se miran en los espejos y están disfrazados con los uniformes, los trajes, las corbatas de sus antes amos. Lo imposible debe servir, no como carnaval, sino como la creación de su propia posibilidad. Ojalá. Esta columna se publicó el 30 de junio de 2019 en la edición 2226 de la revista Proceso

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