Racismo mexicano: venganza o redención

sábado, 31 de agosto de 2019 · 11:38

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La idea es muy vieja. Y no la originó Lipschutz, más allá del término “pigmentocracia”; Andrés Molina Enríquez, medio siglo antes que el fisiólogo chileno, sistematizó en Los grandes problemas nacionales (1909) la correlación entre raza y clase de México. En esta obra culminó la tesis que venía pergeñando desde finales del XIX, apoyado en Pimentel, Riva Palacio y Sierra, quienes desde muy disímbolos miradores doctrinarios no vieron otra salida: nuestro país solo podría convertirse en una nación cuando el mestizaje absorbiera a toda la población. En su ruta a esa conclusión Molina Enríquez develó el estrecho vínculo entre el color de la piel y la estratificación económica y política de los mexicanos. Evidenció una pirámide social en la que los criollos ocupan el vértice, los mestizos la parte media y los indios la base, y expuso así el binomio racismo y clasismo que nos desgarra.

Molina, como sus preceptores, pensaba que el problema era la heterogeneidad étnica. Para abordarlo tuvo que torcer el instrumental evolucionista que recibió en el porfirismo postrero y exaltar la única uniformidad posible del México pluriétnico: la del híbrido que Spencer despreciaba. Su error estaba en las premisas: ni la pluralidad era indeseable ni el modelo de nacionalidad etnográfica de Mancini era ineluctable. En esto desbarraron todos. Pero fue él, don Andrés, quien creó la teoría pigmentocrática, que sostenía que los criollos concentraban el poder y marginaban a las castas “inferiores”. La injusticia terminaría por obra y gracia del mestizaje y el consecuente surgimiento de una sociedad sin razas.

Eso que yo bauticé como “mestizofilia” (México mestizo, FCE, 1992) se arraigó en la posrevolución. Los sucesores de Molina Enríquez en esa corriente de pensamiento, Gamio y Vasconcelos, contribuyeron a que el mito del mestizo permeara en el inconsciente colectivo e hiciera las veces de argamasa nacionalista. Mas he aquí que, en las décadas posteriores a su publicación, la obra seminal de Warman, Bonfil et al (De eso que llaman antropología mexicana, Nuestro Tiempo, 1970), conquistó a nuestra intelligentsia y se sentenció que el mestizaje fue un etnocidio. Pasamos entonces de un extremo a otro. Si el multiculturalismo tuvo el mérito de reivindicar las culturas de los pueblos originarios, víctimas del exceso occidentalizante, a mi juicio se excedió al satanizar la mezcla y resaltar la pureza, así haya sido la indígena. De este modo se entronizaron en buena hora el derecho a la diferencia y en mala hora la separación y el aislamiento. Y es que el primer paso hacia la discriminación es pintar una raya ante la otredad, el segundo es decretar su inferioridad y el tercero condenarla a la marginación. Por eso las acciones afirmativas mezclan, confunden, borran líneas divisorias.

Pues bien, resulta que en las últimas semanas se ha puesto en boga en redes y medios un debate en torno a nuestro racismo que me recuerda, guardando las enormes distancias, el que detonaron los multiculturalistas radicales. Lo primero que hay que recordar es que el tema, que para algunos es una revelación, tampoco es nuevo. Se pueden leer artículos sobre la discriminación del mestizo urbano –no solo del indígena– que datan de hace más de una década, entre ellos tres míos en Excélsior, en 2008 y 2009, que luego amplié e incluí en un libro (Mexicanidad y esquizofrenia, Océano, 2010). Por esas fechas también José Agustín Ortiz Pinchetti publicaba textos al respecto en La Jornada y con otros autores discutíamos en foros públicos, y dos jóvenes lúcidos y creativos, a quienes por desgracia perdí la pista, preparaban un documental cinematográfico con el mismísimo nombre de Pigmentocracia.

Percibo, sin embargo, una diferencia sustancial. Mientras que nuestro análisis de la subcultura racista evitaba polarizar, buscaba crear conciencia y sobre todo combatir prejuicios y fomentar la aceptación y el respeto a la diversidad, ahora se oyen muchas voces revanchistas. Si bien es absolutamente cierto que en México la minoría criolla discrimina a la mayoría indomestiza y que los fenotipos impulsan o frenan el ascenso socioeconómico, esa verdad se puede esgrimir con ánimo de venganza o con el propósito de visibilizar la estulticia del racismo e invisibilizar el color de la piel. Lo preocupante es que la actual polémica está politizada. Si queremos acabar con la enfermedad más que antagonizar debemos exigir todos medidas para contrarrestar la desigualdad, fortalecer a Conapred y redoblar el combate a la discriminación, detener la difusión en la televisión y en el cine de los inefables arquetipos de belleza e inteligencia que denigran a la gran mayoría de l@s mexican@s y echar mano a un recurso que la 4T maneja con maestría, la estigmatización. Que se señale a los racistas de cualquier tipo, empezando por los que hacen escarnio de los marginados. Porque, dicho sea de paso, no hay discriminación inversa pero sí hay racismo inverso, que tampoco es saludable. Negarlo es desenmascarar el revanchismo.

Aunque Molina Enríquez y los mestizófilos erraron al estacionarse en la homogeneidad, acertaron al apuntar al desvanecimiento de lo racial. Hoy la disyuntiva ante nuestro apartheid fáctico es clara: pugnar por que los discriminados se vuelvan discriminadores (y viceversa), o bien redimirnos mediante la redistribución del ingreso, la movilidad y la inclusión cultural. Yo no tengo duda. La primera opción me parece inadmisible, porque exacerba el mal y socava la precaria cohesión de México. Prefiero la redención.  

Este análisis de publicó el 25 de agosto de 2019 en la edición 2234 de la revista Proceso

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