Elogio a la ira y la diamantina

domingo, 1 de septiembre de 2019 · 10:09

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En la biografía de la humanidad la ira ha sido motor principal de las transformaciones. Los celos volvieron iracundo a Menelao y por ello ocurrió la Ilíada. La ira de Dios es personaje central del Antiguo Testamento y también lo es del Nuevo cuando Jesús corrió a los mercaderes que habían corrompido el templo.

La ira impulsó a Julio César en las Galias y conquistó castillos en la Europa medieval, la ira de los revolucionarios derrocó el absolutismo, la ira de Lenin terminó con los zares, y en México la ira de Francisco Villa y Emiliano Zapata son patrimonio venerado.

Sin embargo, el derecho a la ira digna, en términos de Peter Sloterdijk, es prerrogativa que se conjuga en masculino. Si la mujer se atreve a ejercerlo es porque se trata de una hechicera, como Circe, o de las Harpías que acosaron a Ulises.

Zeus arroja el rayo iracundo, pero jamás podría permitírselo la diosa Hera. Morgana es iracunda porque es perversa, Juana de Arco está loca e Isabel I de Inglaterra, una dama muy sola.

A la mujer se le prohíbe gestionar de manera digna la ira; muy por el contrario, está obligada a erradicarla de su espíritu y su cuerpo porque tiene como misión principal contener la ira destructora del varón.

Cuenta la anécdota que Catalina I de Rusia, Marta Skavronska, era la única persona capaz de apaciguar los ánimos impetuosos de Pedro el Grande; solía dar masaje sobre las sienes del zar cuando éste se hallaba furioso.

Ese es el rol social permitido a la mujer. Es lo más cerca que ella puede estar de la ira, como límite y contención de la ira viril; la mujer como catalizador, como barricada opuesta a la naturaleza desbordada del macho.

Detrás de un gran hombre hay una mujer que jala las riendas del corcel rebelde, pero está prohibido que los roles se inviertan, porque entonces sobrevendría el caos.

Con estos valores y mapas mentales hemos sido educados millones de mujeres y varones durante demasiados años.

Acaso esta gestión permisiva de unos, y prohibida para otras, sea parte de la explicación sobre la violencia que hoy destruye las relaciones entre los sexos. Nosotros, los Menelaos del siglo XXI, podemos matar por celos, hacer la guerra si la furia nos consume, reventarlo todo, porque arbitrariamente está escrito en nuestra biología.

En cambio ellas, las Circes contemporáneas, nada pueden contra la ira masculina. Están obligadas a soportar, a callar, a retirarse del conflicto, aunque en ello se jueguen la vida y la dignidad.

Es frente a esta doble impostura que ellas están hoy protestando: contra el derecho de los varones a ejercer su ira incontenible contra las mujeres, y también a favor del derecho de las mujeres para que su propia ira, tan humana, justa y digna como la del mejor revolucionario, sirva para pacificar lo que hoy es un territorio en guerra.

La ira es justa cuando México ocupa el primer lugar de feminicidios en todo el continente americano. La ira es justa cuando México está en el primer lugar mundial respecto al delito de abuso sexual. La ira es justa cuando se vive en la Ciudad de México o en los estados de México, Jalisco, Aguascalientes o Querétaro, donde suceden con mayor recurrencia actos violentos contra las mujeres.

Y sin embargo, las mujeres habían estado obligadas a contenerse. Un número grande prefiere no denunciar porque han sido entrenadas para soportar; para no escalar la violencia señalando la responsabilidad del iracundo.

Las perores violencias se viven en la pareja y en el ámbito público, también en la esfera laboral y en la escuela. Mientras en el ámbito de la pareja la violencia más recia es la emocional, en la esfera de lo público se multiplica la frecuencia de las agresiones sexuales (Endireh, 2016).

El origen de estas expresiones de violencia se halla en la ira institucionalizada, en la furia normalizada de los varones; institucionalizada por las prácticas y las costumbres y también por las leyes, las normas y los procedimientos.

Las autoridades no son ajenas a esta realidad. Su comportamiento es similar al del resto de la sociedad y tiende a exacerbarse cuando pueden actuar sin límite ni castigo. Entre las mujeres recluidas en las cárceles mexicanas, 4.5% reportan haber sufrido violación sexual por parte de funcionarios públicos.

La oficina del Ministerio Público –el recinto del Estado donde se denuncian las agresiones contra las mujeres– es un sitio donde ocurre violación sexual: tres de cada 100 reclusas aseguran haber sido ultrajadas en ese preciso lugar. Peor son las prisiones: cinco de cada 100 mujeres internas denuncian haber sufrido violación sexual dentro de las cárceles (Enpol, 2016).

La misma fuente reporta que el cuerpo de seguridad más iracundo en contra de las mujeres es la Marina. De todas las violaciones sexuales denunciadas en contra de la autoridad, cuatro de cada 10 tienen como perpetrador a un marino, dos de cada 10 a un militar y una de cada 10 a policías municipales, estatales o federales.

Los hechos recientes ocurridos en la Ciudad de México, donde una menor de la alcaldía de Azcapotzalco habría sido ultrajada por policías capitalinos, recibieron credibilidad porque no es excepcional la violencia institucionalizada contra las mujeres ni la participación de autoridades en hechos como el denunciado.

La impunidad reinante cobija a policías, ministerios públicos, soldados, marinos y prácticamente cualquier otro integrante de los cuerpos de seguridad, pero ahí el escudo protector del varón es mayor porque en esas instancias la ira se considera doblemente legítima.

Hoy son las mujeres más jóvenes quienes están dispuestas a conseguir que su propio derecho a la ira se iguale al de los varones. Por eso son acusadas de histéricas, de arpías, de brujas y peligrosas. Bienvenida, sin embargo, su diamantina rosa y que nos caiga encima a todos los hombres que por siglos nos hemos sentido infinitos para la iracundia. Este análisis se publicó el 25 de agosto de 2019 en la edición 2234 de la revista Proceso

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