La apuesta de los apóstoles

jueves, 26 de septiembre de 2019 · 11:14
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El nexo es muy antiguo. Delincuencia y altruismo, en ese orden: primero el beneficio del truhan y luego el de los demás. No me refiero, pues, al guerrillero que subvierte el orden establecido en un afán justiciero, sino al maleante que busca enriquecerse y, para obtener ayudantía, para proteger sus menesteres ilícitos y acaso para demostrar una tangencial conciencia de clase, ayuda a colectividades marginadas. No es Robin Hood: no es el héroe acusado de villano, es la villanía que se esconde tras el disfraz del falso heroísmo. Los capos del crimen organizado requieren del respaldo de muchas personas. Por eso, porque la criminalidad a gran escala opera con una extensa base social, es sumamente difícil combatirla. Su poderío reside en su apoyo popular tanto o más que en su poder de fuego. Los cárteles mexicanos lo saben y lo aprovechan con destreza: un país con miseria y corrupción, con un Estado débil y una subcultura de desprecio a la autoridad es campo fértil para sus actividades delincuenciales. Lo que hacían en su época de traficantes de drogas lo realizan ahora, en plena diversificación, con mayor refinamiento. Dan empleo a comunidades enteras, mejoran su situación económica y reciben a cambio esfuerzo laboral e incondicionalidad sociopolítica. A veces llegan a construir lealtades familiares o incluso fidelidades de corte religioso. Eso ocurre en el México del huachicol y demás giros negros. Gente “humilde” sale a cuidar estos “negocios” cuando efectivos de la Secretaría de la Defensa llegan a aplicar la ley. Se enfrenta con ellos a golpes o a tiros, dispuesta a hacer lo que sea para defender a la “población”. Recientemente, debido a las órdenes presidenciales de no usar la violencia –aunque sea la del monopolio legítimo–, se han suscitado hechos vergonzosos en que soldados y oficiales han sido vejados y humillados por quienes ostensiblemente representan intereses delictivos. Es decir, con el argumento de que nunca usará a las fuerzas armadas para reprimir al pueblo, AMLO cae en el juego de capos que se disfrazan de Chucho el Roto y permite otra represión, la de una facción del pueblo sin uniforme contra el pueblo uniformado. Estoy convencido de que la razón por la que AMLO quiso militarizar la seguridad fue por la lealtad –no la letalidad– de los militares. Son el orden y la disciplina castrenses lo que a sus ojos los hace confiables, y por eso les encarga tantas tareas. El problema es que aun el orden y la disciplina marciales están limitados por otro valor igualmente caro para la milicia, que es la dignidad. Entiendo que los altos mandos ya se lo dijeron al presidente y que él ha cambiado sus instrucciones. Si es así, enhorabuena. Y es que es plausible que AMLO declare que los delincuentes son seres humanos y tienen derechos, pero también lo sería que aceptara que los abrazos no se pueden dar cuando se están recibiendo balazos –o palazos– y que el uso de la fuerza pública es en ocasiones indeclinable y válido siempre que se ejerza bajo los principios de necesidad, legalidad y proporcionalidad. El Ejército es la última línea de defensa del Estado; si se tolera que los pillos lo desarmen todo estará perdido. AMLO acierta en ir a una de las raíces de la violencia que padecemos los mexicanos. Si bien las transferencias de efectivo y en particular las becas ayudan a que los jóvenes no sean reclutados por los malhechores, eso no basta para revertir una descomposición tan avanzada del tejido social como la que hay en México. Si no se encarece la participación en esas redes delictuosas, si no se castiga a los participantes, la estrategia será disfuncional. Para competir con los jugosos sueldos que los cárteles pueden pagar se requiere que quien tiene la alternativa de volverse becario o sicario sepa que en el segundo caso correrá un alto riesgo de ser detenido, y que es mejor para él estudiar o trabajar honradamente aunque gane menos porque de hacerlo tendrá, además, tranquilidad para él y su familia. Mientras se sepa que no solo hay más dinero sino también más seguridad en las organizaciones criminales, porque ahí se obtiene más protección de las autoridades corruptas –o permisivas–, serán pocos los que opten por seguir el camino de la ley. La moral se arraiga como guía para alcanzar la paz y justicia. No se da mediante exhortos paternales –o maternales– a portarse bien que, de no atenderse, no generan consecuencias negativas a los mal portados. Por cierto, lejos de indignarme, a mí me dio gusto que AMLO dijera que los malandros también son pueblo, porque reconocerlo contribuye a desmontar la falacia del “pueblo bueno”. Toda sociedad está conformada por mujeres y hombres de carne y hueso, quienes suelen corromperse cuando existen condiciones para que el que no transe no avance. El bandidaje se va a desprestigiar cuando veamos a sus jefes tras las rejas y no al frente de sus comunidades. Lo reitero: en la medida en que se premie la corrupción y se castigue la rectitud, solo una minoría se portará bien y la criminalidad nos seguirá carcomiendo. Al apelar a la bondad de un pueblo que subsiste entre incentivos perversos, AMLO se proyecta y apuesta por un apostolado mexicano. El apóstol es venturosamente irracional en el sentido convencional de la palabra –vive la honestidad cuéstele lo que le cueste–, pero la mayoría de los seres humanos actúa racionalmente la mayor parte del tiempo. Y en un país de impunidad sistemática como México, donde la ética es cotidianamente abofeteada por la realidad, solo un puñado de apóstoles rechazará las enormes ventajas racionales de la ilegalidad. Este análisis se publicó el 22 de septiembre de 2019 en la edición 2238 de la revista Proceso.

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