Poder y resistencia

domingo, 29 de septiembre de 2019 · 10:42

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- No todo resistente (el que se mantiene firme) aspira al poder. Pero todo resistente que lo busca y llega a él termina por corromperse y traicionarse. Componendas, acuerdos, encubrimientos, minan su autoridad y rápidamente se va pareciendo a quienes combatió cuando estaban en él Es una vieja enseñanza de la historia que puede rastrearse desde Iturbide y Guerrero hasta AMLO, pasando por Juárez, Díaz, Madero, Obregón y Calles. También lo es de la desmemoria que tiende a repetirla y que obliga a mirarlo hoy en el representante de la 4T.

  Nadie puede dudar del resistente que fue AMLO: extensos y constantes recorridos a lo largo y ancho del país, mítines, organización de bases, resistencias civiles, austeridad de vida, discursos donde la ética y la política volvían a reencontrarse.

Sin el resistente AMLO, el poder habría hecho más daños del que siempre hace. Ahora cuando llegó a él, nadie –con excepción de los fanáticos, los creyentes o quienes se benefician de su influencia–, puede negar sus traiciones.

 

La lista es enorme. Enumero dos: como resistente, AMLO combatió los megaproyectos, hijos, según él, del neoliberalismo. Como hombre en el poder, los avala, crea otros y acusa a sus opositores de “conservadores radicales de izquierda”. Como resistente, prometió atender el tema de las víctimas de la violencia mediante el diseño de una política de justicia transicional y sin usar al Ejército. Como hombre en el poder, traicionó la justicia, ha mantenido al Ejército en las calles disfrazado de Guardia Nacional y las víctimas se han multiplicado sin encontrar un gramo de justicia.

 

La resistencia termina donde se vuelve poder y sólo se continúa en sus periferias, en aquellos que, sabiendo que el poder es una ilusión de cambio, resisten. No es, como en aquellos que buscan el poder, un hecho circunstancial, sino una manera de ser, una fuerza, dice el filósofo Josep Maria Esquirol, que se sostiene “ante los procesos de desintegración y corrosión que provienen del entorno, incluso de nosotros mismos”, una fidelidad a los principio que el poder niega en su arrogancia, un mantenerse en la línea del horizonte, un saber que la justicia es imposible y sólo se preserva, de manera provisoria, donde alguien resiste.

 

Gandhi –que acuñó un nombre más preciso para definir la resistencia: satyagrha (insistencia en la verdad)– lo sabía. Por ello nunca quiso el poder y mantuvo siempre, incluso contra Nehru, su condición de resistente y de autoridad moral. Los subcomandantes Galeano y Moisés, así como la crítica periodística, también lo son. La insistencia del resistente en la verdad, sus constantes confrontaciones, la fuerza de su moral, permiten limitar la desmesuras, inherentes a cualquier poder, y evitar que el sentido de lo humano se disgregue y se extravíe.

 

La resistencia es así, semejante a la granja gandhiana, a los Caracoles del zapatismo, a la página lúcidamente escrita, a cualquier espacio en las márgenes del poder, una especie, dice Esquirol, de refugio metodológico (la ciencia de un viaje, de un camino) que permite “‘ver’ mejor, afinar los sentidos […], estar en vigilia” y preservar en la verdad –que nunca es plena y cuyo viaje jamás concluye, al menos en el tiempo. Por ello, el resistente, a diferencia del hombre del poder, no impone un orden de cosas, crea, por el contrario, una manera de vivir en la justicia y la libertad. Tampoco, a diferencia suya, improvisa ni hace componendas ni traiciona el sentido. Por el contrario, tiene una fina conciencia de la realidad y una lúcida creatividad para autoorganizarse y perseverar a pesar de las constricciones del poder.

 

Posee algo más: la modestia que no busca la gloria ni el exhibicionismo redentor. Cualesquiera que sean sus flaquezas personales, su tarea no es su persona y sus sueños de perfeccionar el mundo, sino la comunidad a la que pertenece y de la cual forma parte. Se asemeja en este sentido –dice Esquirol– a las resistencias eléctricas “que, paradójicamente, al resistir el paso de la corriente, dan luz y calor a los que están cerca; una luz que ilumina el propio camino y sirve de candil para los demás. No una la luz (como pretende el poder) que revela los valores supremos en el cielo de la verdad, ni el sentido oculto del mundo, sino una luz de camino que, protegiéndonos de la dura noche, nos alumbra, nos hace asequibles las cosas cercanas y nos conforta”.

 

El resistente no intenta, por lo mismo, cambiar el mundo, sino evitar que se desmorone, que se pierda devorado por la demencia del poder que, en su entusiasmo por el progreso y la perfección de la justicia, ahonda la catástrofe.  

En el misterioso capítulo de la segunda carta a los tesalonicenses, conocido como el mysterium iniquitatis (“el misterio del mal”), San Pablo define al que hoy llamamos resistente, como katéjon (literalmente, “el que retiene”), el que impide que el poder se desborde y destruya todo.  

En su momento AMLO fue un resistente: iluminó el camino y preservó el sentido contra las desmesuras del poder. Hoy, que se ha vuelto poder, debemos también resistirlo, limitarlo, evitar que las traiciones a lo que un día defendió continúen la destrucción. Al poder, venga de donde venga, hay que resistirlo siempre y denunciar sus traiciones. Son las lecciones de la dignidad, de la libertad y de sus límites.  

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores y detener los megaproyectos.  Este análisis se publicó el 22 de septiembre de 2019 en la edición 2238 de la revista Proceso  

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