El indiscreto desencanto de la feligresía

jueves, 30 de enero de 2020 · 02:59
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Hay dos tipos de obstáculos en el camino de Andrés Manuel López Obrador hacia la Cuarta Transformación: los inevitables y los autoimpuestos. Los primeros, a su vez, se dividen en dos: los que derivan de sus decisiones ideológicas –como la cancelación del aeropuerto de Texcoco y, especialmente, las medidas implicadas en su política energética–, más los que resultan del combate a la corrupción. Unos difícilmente se pueden eludir porque son parte de una ideología “heterodoxa” y es inevitable que provoquen desconfianza entre los inversionistas, disgusten a las calificadoras y hayan llevado al presidente a compensar su estatismo con la decisión de concretar el T-MEC a toda costa y las concomitantes concesiones a Donald Trump; los otros afectan intereses creados y suscitan resistencias e incluso sabotajes. Pero los escollos que AMLO se pone a sí mismo son absolutamente eludibles e innecesarios. Me explico. AMLO confunde tecnocracia con técnica y desprecia a los especialistas, particularmente a quienes estudiaron posgrados en el extranjero. Muchos funcionarios que sí conocen su materia –no sólo los economistas sino los de diversas profesiones– han sido despedidos u orillados a abandonar la administración pública federal por provenir del antiguo régimen y/o haber egresado de universidades estadunidenses y han sido sustituidos por personas leales a la 4T pero inexpertas. Ni todos los desplazados son corruptos, por cierto, ni todos los contratados son honestos. La noción de que la pillería en México se desató en el periodo neoliberal es insostenible: la corrupción se desbocó entre políticos y tecnócratas durante todo el siglo XX. El hecho es que sacrificar la experiencia en aras de la afinidad y de una presunta honradez ha causado un caos en no pocas áreas del gobierno mexicano. La especialización y el conocimiento son insustituibles, y en un país como el nuestro deberíamos valorarlas más. En Europa, por ejemplo, donde hay un servicio civil de excelencia, nadie critica el nombramiento de ministros que desconocen sus carteras porque en su ministerio hay expertos que tienen ahí muchos años –los políticos no pueden correrlos– y que hacen el trabajo técnico o especializado. En México no; salvo en la Cancillería y en el Banco central –el caso de las Fuerzas Armadas se cuece aparte–, nuestro servicio de carrera es precario. Así pues, son relativamente pocos los empleados del sector público que tienen el know how, y echarlos en razón de prejuicios es una pésima idea cuya consecuencia es el desorden y la parálisis. AMLO se complica la vida inne­cesariamente: es más difícil hacer que un elefante reumático camine cuando se le cortan las patas. El problema es su concepción de la economía y del manejo de la cosa pública en general como cuestión de sentido común. Los grandes trazos del rumbo de una nación pueden emanar de la visión del estadista, pero planear e instrumentar los detalles de la ruta de navegación demanda mucho más que instinto. Tal vez en el fondo de este desastre administrativo esté la pulsión autoritaria de AMLO, y tras de esta su desconfianza. El líder que no delega tiene un problema de exceso de autoestima y falta de confianza en los demás. Nadie es capaz de hacerlo tan bien como él, y sólo los asuntos insustanciales pueden encomendarse a otros. El resultado es el desbordamiento de tareas y la improvisación. Quien concentra tantas decisiones tiene que relegar algo, y en el caso mexicano ese algo es la planeación. La intuición de AMLO es extraordinaria, a no dudarlo, pero no es suficiente para conducir por sí sólo una maquinaria tan sofisticada. Da para utilizar con maestría los símbolos y afianzar su poder en el mediano plazo, no para transitar eficazmente, v. gr., del Seguro Popular al Instituto de Salud para el Bienestar. No se le puede pedir a AMLO que renuncie a su propósito de hacer de Pemex palanca del desarrollo ni que refuerce el predominio de la CFE, porque todo eso está en el corazón de la plataforma con la cual ganó la Presidencia. Sí se le puede exigir que planee más e improvise menos y que se apoye en técnicos experimentados y honestos, que también los hay. Se trata de alcanzar la eficacia, sin la cual habrá desencanto entre los feligreses de la 4T y no sólo Morena sino México entero pagará las consecuencias. Lo pongo en otras palabras: al idealista maquiavélico hay que pedirle que redistribuya sus dosis de neoliberalismo: que reduzca su pragmatismo en temas fiscales y en su relación con Trump y lo aumente en la implementación de su agenda social. Entre otras cosas, nos urge un sistema de salud gratuita y universal, y no podrá crearse si a los obstáculos de quienes lucran inmoralmente con medicamentos se agregan los de la improvisación y la impericia gubernamentales. No vislumbro en el futuro previsible un desplome de la popularidad de AMLO. Aunque la economía está estancada por falta de inversión, el riesgo es un deterioro gradual y no un súbito cataclismo porque su manejo de las variables macroeconómicas es prudentemente neoliberal. Sin embargo, la continuidad de la violencia, el desorden en la administración pública y la ineficacia en la concreción de proyectos puede erosionar su base de apoyo antes del 2024, y quizá antes del 2021 si se exacerba la represión a los migrantes centroamericanos o se nos viene encima una pandemia de coronavirus. El nuestro es un país grande y complejo que no se puede gobernar sólo con el talento intuitivo de una persona, por formidable que sea. Este análisis se publicó el 26 de enero de 2020 en la edición 2256 de la revista Proceso

Comentarios