La silla del águila sigue embrujada

lunes, 5 de octubre de 2020 · 12:50
Retomo un tema que empecé a desarrollar hace un mes en este espacio. Si bien Andrés Manuel López Obrador es un idealista maquiavélico –en su personalidad cohabitan los ideales de un luchador social por una sociedad justa y un gobierno honesto junto con el pragmatismo de un político taimado–, la correlación de fuerzas internas de esa dualidad ha cambiado en el segundo año de su sexenio. Pareciera que la silla presidencial ha inoculado en AMLO la maldición que le atribuyó Emiliano Zapata y por la cual se negó a sentarse en ella: el maquiavelismo de AMLO crece conforme avanza su Presidencia, en tanto que su idealismo se estanca o de plano se repliega. Permítaseme reordenar mis ideas en torno a esa tesis. La causa del cambio es obvia: el poder excesivo corrompe. Corromper, según la Real Academia, es echar a perder, y a AMLO lo está echando a perder el enorme poder que ha concentrado y, sí, la ausencia de los famosos contrapesos cuya mera mención le resulta irritante. No hablo de un enriquecimiento personal como el de la gran mayoría de los expresidentes, sino de otra forma de corrupción, que es el abuso del aparato del Estado para combatir a sus enemigos (aunque él prefiere el eufemismo de adversarios, el trato que les da exuda enemistad).
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Los campos de batalla son la opinión pública y las elecciones. En el primer caso se juega la libertad de expresión; AMLO ya no se conforma con el linchamiento en redes sociales como táctica para inhibir la crítica y empieza a recurrir al uso patrimonialista de los instrumentos de coerción de la Presidencia para disuadir a medios o analistas hostiles. La réplica de AMLO a este tipo de señalamientos es la comparación con el pasado. Alega que los tecnócratas saqueaban al país y amordazaban a la prensa (su visión de la corrupción no trasciende el neoliberalismo, como si los viejos políticos priistas no hubieran robado y censurado), y acusa a sus críticos de haber callado “como momias”. El error de los antilopezobradoristas es correrse al otro extremo y esgrimir que AMLO es peor que sus antecesores, con lo cual le permiten evadir el verdadero debate y descalificarlos como defensores del antiguo régimen y de sus privilegios perdidos (y la acusación es eficaz, pues mucha gente la compra). Para mí, en términos de juego sucio frente a la crítica, AMLO no es peor que los presidentes neoliberales: se ha vuelto igual a ellos. De hecho, la respuesta del obradorismo a la advertencia de que existen amenazas a la libertad de expresión (aquello de que el hecho de que se le critique públicamente refuta ese dicho) es idéntica a la que en su momento daba el priñanietismo para defenderse de esa imputación.
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Por otra parte, en la arena política, se da una creciente competencia desleal. Los integrantes del gabinete de AMLO ya encontraron el tablero de mando donde al presionar uno o dos botones se puede aplastar a la mala a la oposición, y convencieron a su jefe de que en la lucha épica por implantar la gran transformación es válido apachurrarlos (los botones y los opositores, que por definición son malvados y merecen eso y más). Al caso Lozoya, que AMLO usa para socavar al PAN, se suma el congelamiento de cuentas y la descoordinación en seguridad a quienes no se allanen a sus decisiones (el ejemplo más reciente está en el conflicto del agua en Chihuahua), el regateo presupuestal a gobernadores, el embate contra ambientalistas, feministas y sociedad civil en general, contra todos aquellos que no se empadronen en la 4T. Y por ahí ronda el espionaje. Luego están las palancas para reforzar a Morena, empezando por los programas sociales. Ojo: donde empiezan los padrones clientelares termina el combate institucional a la pobreza. No se requiere frijol con gorgojo. Del AMLO idealista queda el sermón de las mañaneras y un poco más. El AMLO maquiavélico se expande día a día en la medida en que sucumbe a la tentación de ejercer un poder sin acotamientos. La justificación sotto voce es –oh sorpresa– que el fin justifica los medios, que se vale emular las marrullerías del viejo presidencialismo para golpear a la crítica y a la oposición porque el presidente que tenemos ahora es diferente –oh paradoja– y, sobre todo, porque tiene un proyecto portentoso para sublimar a México y necesita toda la fuerza que pueda acopiar para derrotar a los poderosos intereses afectados y hacerlo realidad. Lo mismo, exactamente lo mismo decía Salinas.
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Es curioso: mientras más exclama AMLO “no somos iguales” más se parece a sus predecesores. Él lo mira de otra manera, desde luego: tiene encima a una mafia monstruosa y todavía quieren que renuncie a las armas que tiene a la mano para destruirla. Si se lleva entre las patas de los caballos atrabiliarios a algunos justos, que le reclamen a los pecadores. ¿Qué son unos cuantos daños colaterales frente al tamaño del desafío? Por lo demás, no puede ser auténticamente justo quien no lo apoya. Es moralmente imposible. Zapata tenía razón: la silla del águila está embrujada. Es capaz de hacer que Madero se transforme en Calles. Cuando los rencores llegan a pesar más que sus principios, la causa justifica la autocracia, y la autocontención en el autócrata es fugaz. AMLO ya ha cruzado varias fronteras que juró no cruzar jamás, y aún le quedan cuatro años. Y es que la ética y la estética se quedan en la tierra prometida. El camino que conduce a ella no es bonito: es agreste, lodoso. Hay que ensuciarse los zapatos para recorrerlo. Porque ya no se puede volar, como las aves que cruzaban el pantano sin manchar su plumaje. Este análisis forma parte del número 2292 de la edición impresa de Proceso, publicado el 4 de octubre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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