Opinión

Camelot restaurada

El voto de la negligencia por ignorancia y de la culpabilidad por iniquidad supremacista, fue superado por el voto del decoro, de la honorabilidad. Camelot restaurada.
lunes, 16 de noviembre de 2020 · 01:02

CIUDAD DE MÉXICO (proceso.com.mx).– Por fortuna, en medio de encono y polarización atizados por la demagogia, la irracionalidad populista ha sido derrotada por el voto mayoritario, responsable de los estadunidenses. Esa es la clave de todo: tal irracionalidad es hoy derrotable. El problema no está en la polarización, sino en que razón, bien común y tolerancia imperen en cada elección. Imperen sobre la desmesura política y sus fanáticos. La demagogia odia personalidad e inteligencia. Es una victoria la de Biden, que revitaliza la fe en los grandes valores del espíritu democrático, en un tiempo de tibio nihilismo, en un horizonte poblado de nubarrones apocalípticos, pandémicos. Horizonte desde el cual se sacrifican miles de vidas y destinos en aras del dios mercado, el de unos pocos billonarios que dominan a gobiernos y países; mercado como fin, mezquino e insensible al regatear apoyos solidarios, reales y suficientes a los desventurados.

La demagogia populista mundial está de luto y huérfana. Sufre el vértigo del derrumbe, trasluce despecho. El populismo es un neofascismo de izquierda, derecha o mixto. Lo es, en mayor o menor grado, por el ambiente envenenado de sospecha y delación que ahoga libertad e iniciativa, desprecio al derecho y garantías constitucionales, intolerancia a la crítica, uniformidad de rebaño, concentración inaudita de poder, racismo expreso o soterrado contra migrantes pobres y personas de color, indígenas, mestizos. Parecía invencible el populismo, pero fue derrotado en Estados Unidos para comenzar. Sus garras aparecen en cualquier momento y lugar, aprovechando el sistema democrático o el tiránico. La clave está en reconocerlas –las garras– desde inicio, para resistir, cuestionar, alertar y en su momento, arrancarlas del cuello por las vías legítimas. El voto de la negligencia por ignorancia y de la culpabilidad por iniquidad supremacista, fue superado por el voto del decoro, de la honorabilidad. Camelot restaurada.

No hay duda que el resultado de la pasada elección es un duro golpe al urfascismo como lo llama Eco. Su adalid –el trumpismo– yace vencido, exudando hiel, furia, desenfreno perturbador de instituciones. Intenta reincorporarse al creerse eterno, pero está minado en su vital cúspide: la soberbia precede a la ruina. La lección de lo acontecido en Estados Unidos para el mundo civilizado, es que al populismo se le puede derrotar con esfuerzo, determinación, inteligencia, conciencia.

La democracia –sistema frágil– para sobrevivir y no degenerar en demagogia, exige un continuo examen de conciencia para corregir sus fallas; demanda un cotidiano batallar por libertades, justicia, humanismo integral. Nunca se puede bajar la guardia porque en cualquier momento, resurgen los populismos. En ese contexto, las cadenas televisivas de Estados Unidos hicieron bien en poner un límite a la libertad de expresión del trumpismo herido: demagogia incendiaria, destructora del orden social.

No existe un derecho a emponzoñar, a incendiar el alma nacional de pueblo alguno con palabras de odio y mentira sistemática por parte de quien tiene influencia descomunal por el poder supremo que ostenta. A diferencia de algunos derechos como el de no ser torturado, la libertad de expresión no es un derecho absoluto, demanda límites racionales, proporcionados para preservar la paz, el bien de las instituciones y evitar la dislocación del orden social. La pretensión de que es absoluto se funda en una doctrina falsa y desprestigiada: el individualismo racionalista de los siglos XVII y XVIII que endiosa la voluntad y desprecia solidaridad y trascendencia.

El pensamiento neofascista expresado por los adalides del populismo, sí que delinque, disloca la paz social y pisotea la dignidad a taconazos de retórica intolerante. La historia lo demuestra con creces: primero fueron las ideas difundidas con desparpajo por los totalitarismos ante la pasividad suicida, y después, ellas, las ideas expresadas, se convirtieron y se convierten hoy por sus herederos de toda índole, en campos de concentración, en niños enjaulados, en muros aberrantes, en gulags, en muchedumbres hambrientas, en migrantes pobres reprimidos inmisericordemente, en militarismos antidemocráticos y remedo de justicia por selectiva, división de poderes y pluralismo anulados, polizontes asesinando, asfixiando con una rodilla a gente de color por una mera denuncia de robo de un paquete de galletas.

Pero por fin el alivio inundó el orbe entero con la victoria de Biden y Harris. Resurge la esperanza, la razón elemental, la fe en valores fundamentales.

Los tiranuelos, creyéndose eternos, no saben perder, y siempre recurren a artimañas cuando el éxito los abandona como a simples mortales. La democracia es un sistema imperfecto, pero el menos malo de todos, dijo Churchill una vez. Eso es ciertísimo. La democracia como forma de vida, significa tolerancia en alto grado porque el ser humano es un “horizonte no claro entre dos mundos”.  Ello exige un mínimo de generosidad. De la tolerancia, hecha realidad, se puede transitar, con esfuerzo, a un mundo mejor, a la amistad cívica en comunidad práctica de convicciones básicas. La política tiene siempre algo de demoníaco, dijo Max Weber. También la vida misma en que trigo y cizaña crecen juntos. Pero la política más, porque maneja el poder que enloquece a casi todos. No hay monedita de oro en política como regla. Básicamente, salvo excepciones, el elector se decide por el mal menor, y más en un ambiente planetario convulso, farisaico, donde las “virtudes vueltas locas, fanáticas, son peores que los vicios”.

De un lado, un político narcisista, insolente, sin escrúpulos, enemigo de la defensa del medio ambiente, que levanta muros, que fabrica –envenenando las instituciones– la idea absurda de fraude porque sabe que perdió la elección, que pone al mundo al borde de catástrofes.

Que hace de la mentira un hábito, que desprecia la ciencia, que desmantela el sistema de salud, que irresponsablemente elude enfrentar la pandemia con el resultado de decenas de miles de muertos, que favorece a los más ricos en materia tributaria, que lleva el racismo en el tuétano, que detesta e insulta a los mexicanos, a migrantes pobres que huyen de miseria y violencia, imponiendo a México la ruin tarea de expulsarlos o impedirles el tránsito hacia los Estados Unidos, vulnerando compasión mínima y derecho internacional.

Del otro, un hombre de origen sencillo, católico, de ascendencia irlandesa por parte materna, de edad avanzada, que irradia sensatez, que llama a la unidad de su pueblo, que gobernará para todos, que se muestra humilde y magnánimo en la victoria, y que, como presidente con todas las facultades en sus manos, reunirá a los niños migrantes con sus padres, que regularizará la situación migratoria de 11 millones de indocumentados, la mayoría mexicanos. En ese contexto, el pueblo norteamericano en mayoría, votó por el mesurado Biden, y la brillante Harris. En la balanza se sopesaron luces y sombras. El resultado es prácticamente unánime en el mundo: Biden es un alivio. De hecho, un júbilo espontáneo, incontenible estalló en un sinnúmero de lugares del orbe. La mesura es buen inicio para la reconstrucción institucional.

Puede el triunfador no ser la panacea, pero significa: tolerancia, sensatez, racionalidad y unidad básicas, civilidad en un mundo enloquecido, con populismos demagógicos que ponen en peligro: paz, libertades, medio ambiente. Demagogia que aspira a eternizarse, pero hoy puesta en su lugar en Estados Unidos para comenzar. La demagogia mundial enlutada, ha quedado sin padrinazgo, sin asidero imperial supremacista; por eso está errática, resentida; se resiste a quedar huérfana.

Es un largo camino por recorrer para que el mundo vuelva al camino recto. La victoria de Biden es un nuevo comienzo, esperanzador. Tarea inaplazable: que la democracia retome el rumbo solidario, se purifique para que reaparezca su esplendor y no decepcione, sino entusiasme de nuevo a los pueblos. La pandemia en general, a pesar de su devastadora acción, no nos ha hecho reflexionar a fondo sobre el genuino significado de la vida. El eclipse de Dios sigue en el horizonte de la historia presente.

La despersonalización, estulticia e inhumanidad deben, en todos lados, ceder el lugar al estilo, a la personalidad, a la grandeza de espíritu, a la tradición gentil, generosa y compasiva, al cuidado ambiental, a valores perennes y racionalidad como garantes del porvenir humano. El porvenir del siglo, del nuestro, será espiritual o no será como predijo André Malraux. Hago votos porque el Espíritu nos muestre de nuevo su rostro; hago votos por la tolerancia, el perdonar, la rectificación, la paz personal y colectiva que demandan un esfuerzo sobrehumano de buena voluntad.  Dedico este artículo con admiración, a Candelaria Lázaro, gobernadora de los pueblos indígenas de Tabasco -inundado de agua, de ineptitud, de imprevisión gubernamental, abandonado a su suerte- cuyos pedidos apremiantes de auxilio a la sociedad, escuché por radio hace tres días. Nos dice ella que, a pesar de la emergencia, no llega la vital ayuda federal, regateada de forma insólita: solo promesas. Los pies y las piernas de muchos ciudadanos continúan, después de varios días, bajo el líquido, con hongos y entre aguas negras, pues no hay lugar seco donde refugiarse, ni baños portátiles, ni cubrebocas, ni nada. Un drama que pone en evidencia la hipertrofia del municipio libre a causa de un centralismo federal sin precedentes que trastoca la eficacia de la administración pública y el bien común de los más vulnerables, los indígenas; ojalá pronto llegue el apoyo solidario de la sociedad.

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