Salvador Cienfuegos

El Padrino II: Cienfuegos y la realpolitik

"No existe precedente de una situación similar de una operación de Estado donde el fondo de la cuestión fuera salvar la cara de una institución manchada y un gobierno humillado".
domingo, 29 de noviembre de 2020 · 16:45

Entre el pasmo con sabor a traición, por la fe ciega en la “amistad” del gobierno estadunidense, y de ahí a la desesperación que encontró su cauce con los amagos chantajistas de los militares tanto al presidente como a las agencias de seguridad del vecino del norte, el gobierno de la 4T celebra la Revolución mexicana con la liberación de un exsecretario de la Defensa Nacional acusado de narcotráfico, sin que se le haya juzgado ni se vaya a someterlo a tribunal alguno. 

Con una solución extraída forzadamente del cajón de los “instrumentos internacionales” de la cooperación bilateral relacionada con el narcotráfico, que fueron confeccionados en los años noventa para evitar los vericuetos formalistas de la extradición (que implican importantes recursos económicos y jurídicos, además de un desgaste político), la Secretaría de Relaciones Exteriores (SRE) y la “autónoma” Fiscalía General de la República (FGR) articularon una débil justificación legal para asegurar la impunidad del militar. No existe precedente de una situación similar de una operación de Estado donde el fondo de la cuestión fuera salvar la cara de una institución manchada y un gobierno humillado.

De hecho, el agravio permanece al no pronunciarse sobre las acusaciones contra Cienfuegos en el mismo comunicado conjunto del Departamento de Estado y de la FGR. De lo que se trata, se dijo sin tapujos, es de restablecer o mantener la cooperación en materia de seguridad, sin importar que en el camino la justicia de ambos países (más la del lado estadunidense) fuera sacrificada al ser objeto de negociación política pura y dura.

Soberanía de papel y verdad sospechosa

La euforia exacerbada por el presidente y que se manifiesta en los medios y en los círculos oficiales desde que se hizo público el anuncio del retiro de acusaciones contra Cienfuegos y su consecuente liberación (17 de noviembre), contrasta con el desconcierto y comportamiento errático que se mostraban inicialmente con el arresto de hace un mes.

Hoy, ese entusiasmo desbordado sirve para montar los más imaginativos disparates de desagravio, disfrazado del cumplimiento legal que implica la devolución del militar (hoy revestido de héroe institucionalizado): “acusaciones absurdas y difíciles de probar”; “fuimos (sic) víctimas de conflicto interagencial de los Estados Unidos”; ahora “el caso se debe pasar al fuero militar mexicano”, “Estados Unidos deben pedir perdón a AMLO y al ejército”, etcétera.

El telón de fondo de este entramado se teje con expresiones de nacionalismo rancio en que la primera víctima, como en las guerras, es la verdad. Al contrario que las agencias de seguridad de Estados Unidos, los ciudadanos de ambos países no sabremos a ciencia cierta el grado y alcance de la corrupción militar mexicana por su exposición al narcotráfico y el crimen organizado. Simplemente lo sospechamos, en particular de sus altos mandos. Asimismo, esa información acumulada en poder del vecino del norte sobre el involucramiento criminal castrense mexicano será objeto de negociación para una mayor injerencia.

Vista así, sin ambages retóricos, la devolución de Cienfuegos no fue en reconocimiento a la soberanía de México, sino la corrección (a contrapelo) de un trato estratégico que compromete su sometimiento a la agenda estadunidense que, hay que decirlo, de acuerdo con los precedentes históricos, variará muy poco en el fondo con el cambio del gobierno bajo la próxima administración demócrata.

Las formas, se ha comprobado con Trump, pueden ser harto diferentes pero el objetivo estratégico prevalece y el imperativo categórico de los Estados Unidos sigue ganando terreno a grandes trancos, afectando así el siempre escaso margen de maniobra de México para determinar una verdadera agenda de seguridad binacional que no lo avasalle ni someta.

Justicia singular

El arribo de Cienfuegos a territorio mexicano (18 de noviembre) no podía ser más elocuente en cuanto a los símbolos de poder se refiere y en la confirmación del pacto del presidente López Obrador con las fuerzas armadas.

No fue casual que en la rectificación de la narrativa oficial, ya volcada a la defensa de Cienfuegos-institución militar, se caracterizara tanto a la Sedena como a la Secretaría de Marina (Semar) como “pilares” de la estabilidad del país, además de incorruptibles (16 de octubre).

Tampoco es fortuito que, antes que la propia FGR se pronunciase sobre el arresto de Cienfuegos, la Semar se abocara a realizar, bajo oscuros fundamentos legales, una investigación sobre el origen y extensión del patrimonio del otrora titular de la Sedena y de su “probable” vinculación con el narcotráfico de segunda división. 

Este ensayo institucional prefigura en toda forma el desarrollo y el resultado legal que dará cumplimiento al Tratado de Asistencia Jurídica Mutua y las bases de cooperación por las que se repatrió al exsecretario inculpado en los Estados Unidos: si en ese país se retiraron los cargos que sustentaban las acusaciones, en México no habrá delito que perseguir. Ni qué decir del desempeño de la Fiscalía mexicana, que no se atrevió a recibir al general con una orden de presentación o citatorio y que sólo le advirtió que había una carpeta de investigación que, precisamente motivaba su retorno al país… y a su casa. 

Ese es, sin duda, el espíritu garantista que elogian el canciller y el presidente y que no se observa en el caso de las víctimas, ni familiares de víctimas de feminicidios o desapariciones forzadas en este país. La cercanía al poder y el dinero son los baluartes de la justicia nacional donde se identifican, hoy por hoy, tanto los grandes criminales y los políticos relevantes junto con los militares de alto rango.

El saldo presidencialista

Existen cuando menos dos elementos determinantes en este tour de force binacional en el cual Cienfuegos es el premio visible. Por un lado, el temperamento del actual presidente estadunidense y candidato perdedor jugó su papel en el entorpecimiento futuro al gobierno de su sucesor y no le dejaría gratis una ficha para presionar a México.

Por otro, y no menos importante por lo que representa en lo interno, con Sedena a la cabeza y una Semar arrastrada por la culpa debido a su cercanía operativa con la DEA (dicho en palabras del propio general), destaca la presión del factótum militar. Hoy por hoy es innegable, pese al fracaso en tener una política pública propiamente dicha, que todo lo relacionado con la seguridad y defensa del país pasa por las estructuras, mandos y operaciones castrenses, con un peso preponderante del Ejército.

El factor y mando civil de la seguridad pública y de la actividad policial ya se extinguió de facto en esta administración. El avasallamiento militar en estos ámbitos es un hecho insoslayable: de ahí que el mero planteamiento de “revisar” los términos de la cooperación y actividad de la DEA en México (y del resto de las agencias de seguridad de Estados Unidos) podía hacer difícil la operación futura de la agencia (ver Proceso 2295, 25 de octubre, y Eje Central, 19 de noviembre).

La primera y preocupante pregunta en medio de la euforia político-militar del momento, y destacando las expresiones públicas recientes, es la eventual capitalización del momentum para consolidar el juego de lealtades militares en torno de la persona de Andrés Manuel López Obrador como presidente, y no necesariamente respecto de la investidura presidencial como tal. 

Hay que recordar que en la alternancia política del año 2000 se mantenía como incógnita la lealtad institucional de las fuerzas armadas a la investidura presidencial de un partido político diferente, a la que habían servido por casi ocho décadas. Bajo el actual gobierno personalizado de Andrés Manuel López Obrador, donde toda acción política y control de poder pasa por su criterio y entendimiento particulares, los militares están ante una prueba aún más difícil que hace 20 años por su debilidad estructural (por el desgaste estructural y la exposición a las nuevas costumbres de impunidad y corrupción actuales) y la pretensión de ser usados como instrumento de mantenimiento del proyecto de un solo hombre y no de un país de instituciones. El caso Cienfuegos es sólo una ventana que nos asoma a este riesgo.

Este ensayo forma parte del número 2299 de la edición impresa de Proceso, publicado el 22 de noviembre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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