Cultura

Violencia política y salvaguardia cultural

El legado cultural en la historia se ha empleado con frecuencia como moneda de cambio en la trama diplomática.
domingo, 27 de diciembre de 2020 · 16:54

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- En diciembre de 1940, ante la inminencia de la invasión alemana a Grecia, que acaeció en abril de 1941, el editorialista del rotativo británico The Times, Henry Hamilton Fifye, sostuvo que el Reino Unido debería asumir el compromiso de restituir los Mármoles Elgin a aquel país después de la guerra, con el argumento de que eso sería un gesto de admiración y gratitud hacia un aliado importante. La trama castrense difería empero de ese magnánimo propósito: consistía en el control de la parte este del Mediterráneo durante la guerra, y para ello se requería insuflar el sentimiento patriótico griego. En esos momentos los Mármoles se encontraban resguardados en la estación Aldwych del metro londinense.

La parlamentaria conservadora Thelma Cazalet-Keir, integrante del partido de Winston Churchill, hizo propia esta sugerencia y la planteó al pleno camaral antes del receso de 1940; después la dirigió al Tesoro inglés para que éste mediara entre el Parlamento y el Museo Británico. Al argumento de Fifye, Cazalet-Keir agregó inusualmente que las obras de arte deben estar vinculadas a su lugar de origen. Sin embargo, la originalidad de este argumento le corresponde a Arthur Wellesley (1769-1852), duque de Wellington y comandante de las tropas británicas, quien después de las guerras napoleónicas exigió que el botín bonapartista fuera restituido a sus lugares de origen. Con ello dio inicio a los llamados Principios Wellington.

La propuesta de Cazalet-Keir le fue turnada a W.L.C. Knight, oficial encargado de Grecia en el Ministerio de Relaciones Exteriores; ésta dio origen a una intensa porfía, que llegó hasta el ministro Anthony Eden pero acompañada de una opinión adversa. Al término del debate, la respuesta –lacónica– correspondió a Clement Attlee, lord Guardián del Privy Seal (Lord Privy Seal), el quinto en el rango de la jerarquía burocrática británica: “El gobierno no está preparado para elaborar una legislación con ese propósito”. Los anales de esta polémica se encuentran resguardados celosamente, por razones más que obvias, en los archivos ingleses.

La propuesta fue nuevamente formulada en octubre de 1942 por el parlamentario laborista Ivor Bulmer-Thomas, quien requirió al gobierno de Churchill que el Reino Unido mostrara su gratitud por la resistencia de la guerrilla griega ante la ocupación nazi; el mutismo de Churchill, a quien le asistía un notable pasado colonialista, fue más que elocuente.

Estos hechos son relevantes para el presente análisis, porque evidencian la forma en la que el legado cultural en la historia se ha empleado con frecuencia como moneda de cambio en la trama diplomática. Más aún, dejan ver que las iniciativas de reintegración de bienes culturales varían y se imbrican con circunstancias políticas, al margen de toda consideración técnica y cultural.

A esos mismos entretelones responde la nueva arquitectura del mercado internacional del arte, especialmente por lo que respecta a los bienes arqueológicos, con singular énfasis en los provenientes de las zonas de conflicto armado. La depredación de los sitios culturales, sobre todo los arqueológicos en el cercano y Medio Oriente, han estado asociados a una intensa violencia política y cultural. Estos actos, perpetrados por grupos terroristas, se han escenificado por igual en los países de origen y en los de destino, lo que ha suscitado una gran inquietud en éstos últimos.

Lo anterior ha obligado a los países de destino a adoptar medidas legislativas que impidan el ingreso a su mercado de artefactos culturales provenientes de este pillaje, y con ello obstaculiza el financiamiento de los grupos delictivos a través de este vehículo, como es el caso de los Estados Unidos y recientemente de la Unión Europea, lo que permite clarificar la urdimbre actual entre la seguridad internacional y la cultural.

La volatilidad y la consecuente inestabilidad política en zonas claramente identificadas han sido especialmente propicias para el florecimiento del vandalismo cultural. La destrucción ha sido sistemática con efectos múltiples, como la instilación del terror a través del desvalijamiento y profanación de sitios religiosos y étnicos, la propagación de ideologías, el reclutamiento de milicias o la destrucción selectiva.

Resulta por demás evidente que los monumentos religiosos, étnicos o arqueológicos carecen de toda relevancia castrense o de interés atribuible a daños colaterales. Su destrucción obedece a motivos esencialmente políticos; el propósito es erradicar toda expresión cultural que contraríe determinadas ideologías. El desvanecimiento de la memoria colectiva resulta por lo tanto uno de los objetivos primarios, junto con la creación concomitante de una identidad cultural para estos grupos como elemento de cohesión.

El vandalismo cultural ha generado una simbiosis entre esos grupos terroristas y las organizaciones criminales, lo que es motivo de zozobra e inquietud en la comunidad internacional.

La insuficiencia jurídica

En 1948, durante la aprobación de la Convención para la Prevención y la Sanción del Genocidio en el seno de las Naciones Unidas, se intentó introducir, sin éxito, la figura de genocidio cultural. En efecto, la Sexta Comisión de la Asamblea General eliminó deliberadamente el término.

No fue sino hasta 1954 cuando, en términos más modestos, se aprobó la Convención para la Protección de los Bienes Culturales en Caso de Conflicto Armado (Convención de 1954) y el Protocolo I; el Protocolo II sería aprobado hasta 1999. A esta Convención le sucedería la relativa a las medidas que deben adoptarse para prohibir e impedir la importación, la exportación y la transferencia de propiedad ilícitas de bienes culturales (Convención de 1970) y posteriormente la Convención de Unidroit sobre los bienes culturales robados o exportados ilícitamente (Convención de Unidroit); éstas dos últimas, diseñadas para regular estos fenómenos en tiempos de paz.

Al margen de las buenas intenciones en lo que atañe a su aprobación y consecuente ratificación, estas convenciones han demostrado una clara insuficiencia en lo que respecta a la salvaguardia de la herencia cultural ante la emergencia de grupos terroristas y organizaciones criminales, el vandalismo cultural sistemático y las nuevas tecnologías para la comercialización de bienes culturales.

Los fenómenos referidos los protagonizan actores que no son agentes gubernamentales, como son esas organizaciones criminales y grupos independentistas residentes en los países de origen. La devastación cultural que unos y otros han provocado en el crepúsculo del siglo XX y el umbral del XXI revela la ambivalencia de los textos internacionales, lo que ha dejado en el desvalimiento los sitios culturales, religiosos y arqueológicos.

Es mediante la desestabilización de gobiernos como estos agentes no gubernamentales propician la distracción de las fuerzas del orden hacia tareas más ingentes, con lo que se deja a los sitios religiosos y arqueológicos a merced de excavaciones ilícitas y del tráfico ilegal de bienes culturales. Sin duda la destrucción representa un desafío para la observancia de este nuevo orden cultural internacional.

La agenda política

La expoliación del legado cultural asociada al terrorismo y la violencia política conlleva serias consecuencias para la seguridad internacional. Los grupos extremistas han empleado el vandalismo cultural para obtener beneficios políticos y financieros significativos, cuya importancia en el mercado negro rivaliza con los recursos provenientes del narcotráfico, la trata de blancas y el tráfico de armamento.

Camuflados bajo el argumento de la destrucción de imágenes idólatras, los criminales han lucrado comercializándolas sin rubor alguno. La incorporación en la agenda política de la destrucción del legado cultural religioso, étnico y arqueológico por los grupos extremistas forma parte del terrorismo cultural. Peor aún, estas organizaciones han institucionalizado el pillaje y la devastación, como es el caso del llamado Estado Islámico, que creó el Departamento de Recursos Naturales (Diwan al-Rikaz), del que dependía la División Arqueológica encargada de expedir los permisos para la exploración y venta de piezas arqueológicas. Esto quedó evidenciado con la operación encubierta Delta Force en mayo de 2015, a cargo del ejército estadunidense, que concluyó con el abatimiento de Abu Sayyaf, el operador financiero de EI, y a raíz de la cual se incautaron más de 50 USB y un sinnúmero de antigüedades.

Una de las múltiples lecturas de esta destrucción consiste en el valor político de los monumentos religiosos y de los bienes culturales; la conversión de este tipo de comercio ilícito en instrumento de violencia política es muy evidente.

La avaricia del mercado internacional del arte por los bienes culturales sustraídos por los grupos criminales ha incrementado seriamente los costos de la salvaguardia del patrimonio cultural; un hecho grave es que mediante la comercialización de piezas se acrecienta el poder financiero de esas mafias, lo que representa un serio desafío a la seguridad internacional. Peor aún, ello hace viable la violencia política en diferentes escenarios, incluso en los países de destino.

Lo anterior explica la reacción del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas (Resoluciones 2199, 2249 y 2347) ante la posibilidad de que la destrucción del valor cultural sea empleada como estrategia en diferentes agendas políticas, por lo que esa instancia conminó a la comunidad internacional a prevenir y contrarrestar el tráfico ilícito de la propiedad cultural.

La sintomatología del tiempo reciente ha demostrado que prolifera en forma perturbadora esta patología como parte del breviario de grupos extremistas para legitimar expurgaciones étnicas y persecuciones religiosas.

El mercado internacional del arte ha evidenciado una constante interacción entre las organizaciones criminales y los coleccionistas de diversa índole, y esto a su vez ha proveído a los grupos extremistas de la infraestructura que hace viable el flujo ilícito de bienes culturales. Lo que se consideraba con eufemismo como un crimen incruento ha desarrollado una simbiosis entre los coleccionistas y los grupos terroristas.

Como consecuencia de ello han aumentado los riesgos políticos de los coleccionistas y se ha desazolvado el brazo de mar que requiere el terrorismo. Ante la atonía de la comunidad internacional en lo que respecta a la provisión de instrumentos internacionales para impedir estos nuevos fenómenos, los países de destino se han visto obligados a obstaculizar severamente la importación de bienes culturales, especialmente de los arqueológicos.

El énfasis es necesario: el propósito de la nueva arquitectura legal del mercado internacional del arte es metacultural; consiste en la mitigación de la recurrencia al vandalismo de grupos extremistas para legitimar la violencia política. Para los países de destino resulta obvio que el incremento del flujo de bienes culturales, sobre todo de los arqueológicos, acrecienta la responsabilidad política de los coleccionistas y favorece en su territorio el aumento de la violencia política, que ha conmocionado a sus sociedades.

Epílogo

La fragmentación de los textos internacionales ha creado un enjambre difícil de descifrar y en el que es fácil aberrarse. No obstante, existen tendencias que son reconocibles en el tratamiento de estos nuevos fenómenos.

El llamado grupo G7 de la Cultura, que agrupa a las naciones con mayor pujanza económica, se reunió por primera ocasión en Italia en marzo de 2017; la llamada Declaración de Florencia constituye un antecedente importante para difuminar el vínculo entre la agenda de grupos terroristas y el tráfico ilícito de bienes culturales, aspecto que considera como una prioridad global.

La jurisdicción ha empezado a considerar en forma paulatina la gravedad de la destrucción sistemática del patrimonio cultural. La Corte Internacional de Justicia de La Haya, si bien rechazó la existencia de la noción de genocidio cultural, dejó traslucir una consideración consistente en sostener que esa devastación era un elemento importante en la expurgación étnica (Bosnia y Herzegovina v. Serbia y Montenegro case). El Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia (ICTY, por sus siglas en inglés) se apegó a ese criterio (Prosecutor v. Krstic case). Sin embargo, los crímenes de esta naturaleza, perpetrados con el vil propósito de destruir la identidad comunitaria, pueden ser considerados como un crimen contra la humanidad (Prosecutor v. Tihomir Blask case).

La Corte Penal Internacional empero sentenció en septiembre de 2016 a Ahmad Al Faqi Al Mahdi, quien se encuentra recluido actualmente en un penal de alta seguridad en Escocia por crímenes de guerra y por la profanación y destrucción de los mausoleos islámicos de Tombuctú en Mali. Se trata de la primera condena a esta simbiosis entre terrorismo internacional y la devastación sistemática del patrimonio cultural. Mahdi pertenecía a la organización Al-Qaeda, activa en el Magreb islámico y con claros visos de expurgación religiosa

El Consejo de Europa no ha hecho menos. Aprobó la Convención sobre los delitos relacionados con bienes culturales (Convención de Nicosia, ratificada por México). La Unión Europea, en su Directiva de 2019, determinó la imposición de severos controles a la importación de bienes culturales, en especial de los arqueológicos.

La gran paradoja estriba en que esta asociación entre el terrorismo y el tráfico ilícito de bienes culturales haya sido la que logró una mejor salvaguardia del patrimonio cultural, y más para México, que jamás imaginó llegar a estos estándares de protección de su patrimonio cultural arqueológico en el ámbito internacional. 

*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

 

Este texto forma parte del número 2303 de la edición impresa de Proceso, publicado el 20 de diciembre de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí.

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