Apocalipsis y pandemia

jueves, 23 de abril de 2020 · 14:04
Con el Libro del Apocalipsis (etimológicamente “Revelación”) concluye la Biblia cristiana, un poema terrible que relata el fin de los tiempos y la instauración definitiva del Reino anunciado en el Evangelio. Esta idea ha marcado la vida de Occidente desde los primeros discípulos de Cristo hasta Marx que, reelaborándola bajo el materialismo histórico, habló del fin de la historia y la instauración del comunismo. Cada vez que, a partir de entonces, Occidente se ha enfrentado a una crisis de grandes dimensiones, el Apocalipisis aparece como posibilidad en nuestro imaginario. En el fondo, sin embargo, ese final, que algún día sucederá –ni la humanidad ni el mundo son eternos–, nos es desconocido. El propio Cristo, que desde la tradición judía sentó las bases de esa concepción para Occidente en el relato de “La gran tribulación” (Mt. 24), advierte que las grandes turbulencias no necesariamente serán el fin, del que “nadie sabe ni el día ni la hora”. Ciertamente forman parte de él (el de las cosas últimas), pero pertenecen a un momento anterior, el del tiempo del fin (el de las cosas penúltimas) que debe guiar nuestras acciones. Si recuerdo esto es porque nuestra época, bajo la emergencia del coronavirus, es un tiempo apocalíptico, un tiempo de incertidumbre, un tiempo del fin, una profunda crisis civilizatoria que, en su posibilidad –nunca como hoy un colapso de estas dimensiones había amenazado a la humanidad en su conjunto–, puede ser también el preludio del tiempo final. A la parálisis de la vida humana, traído por el covid-19, se suman otras catástrofes que se agudizarán: colapsos económicos, políticos, ecológicos, hacinamiento, miseria, multiplicación de la violencia, miedo. Lo que, sin embargo, como humanidad debe interesarnos no es el último día, no es el fin de los tiempos –pensar en lo que ignoramos sólo lleva a espantosas histerias colectivas–, sino el tiempo del fin, la transformación que necesitamos realizar como humanidad para evitar el fin. En este sentido, la emergencia que hoy enfrentamos no hay que entenderla como un designio divino cuyo sentido es terminar con la historia. Es, por el contrario, un drama histórico en el que, como sucede con toda catástrofe, nos jugamos como humanidad nuestra pervivencia o nuestra ruina, y que por lo mismo debe guiar nuestras acciones. Pero no sabemos qué hacer. Si algo tienen las catástrofes es que el desmoronamiento del mundo en el que habitábamos ya no puede ser rehecho como fue y, a la vez, no tenemos nada con que sustituirlo. Intentar rehacerlo, como lo intentan los países que comienzan a salir de la pandemia, es continuar la catástrofe. Los modos de vida basados en el desarrollo, con sus producciones y consumos ilimitados, o como pretende hacerlo la 4T cuando logre superar una pandemia que ha ignorado y cuyos estragos estamos ya resintiendo, basados en dádivas y proyectos contraproductivos, lo único que harán es hacer más profundas las catástrofes que ya habían creado y que la pandemia simplemente adelantó. No es posible escapar a ello –las catástrofes, escribió Bertolt Brech, “se producen cuando lo viejo no acaba de morir y lo nuevo no acaba de nacer”–, pero ¿será posible, a partir de esos modos de vida que conocemos, de lo que la pandemia ha sacado de lo mejor de lo humano –la solidaridad por encima de la utilidad; el cuidado de los otros por encima de los interese económicos; la alteridad por encima del prejuicio– y de los dos pilares fundamentales de la vida de Occidente –la justicia y el derecho–, será posible transitar a otro modo de vida basado en límites a la producción y al consumo, y en relaciones proporcionales y humanas que nos permitan tanto vivir con modestia como preservar el mundo y sus diversos rostros? Sería lo deseable. Por desgracia nada augura que será así. Quizás el virus, como lo señaló el filósofo Byung Chul Han, sea sólo la gota que derrame el vaso, “el preludio de un crash mucho mayor”, de un ahondamiento del tiempo del fin, la instauración, en medio de la anomia, de “un régimen digital policial” al estilo chino o, en casos como el de México, militarizados a la vieja usanza, un nuevo “estado de excepción”, contra el que Giorgio Agamben no ha dejado de alertar, una imagen del infierno. El covid-19, a diferencia de los virus cibernéticos, no destruye el sistema. En el fondo su manipulación política busca aislarnos, individualizarnos más, distanciarnos, confinarnos a relaciones virtuales. Fuera de casos individuales, de actos personales o comunitarios de responsabilidad humana, la mayoría se preocupa de su propia sobrevivencia que el estado de las cosas agravará. El cambio que se esperaría no vendrá del sistema. El sistema ahondará la catástrofe, porque no conoce otra forma de vida que la monstruosidad. Lo que vendrá será, por desgracia, más terrible. Los tiempos del fin son largos. Si algo diferente habrá, estará, como siempre sucede en los tiempos del fin, en las periferias o entre los intersticios de las ruinas: en aquellas personas y grupos que resisten y crean un nosotros proporcional, humano, basado en el respeto, la libertad y la ayuda mutua. Semejantes al primer tiempo del fin –el de los primeros cristianos que se experimentaban como hombres de los últimos tiempos en espera de la inminente gran catástrofe que instauraría el Reino–, serán tiempos de catacumbas, de comunidades que, al margen de lo que hoy llamamos sistema, resisten –en la amistad, la austeridad y el cuidado de los otros– no con el fin de prepararse para el final, sino para que no suceda y el mundo que tenemos en custodia no se desmorone. Este análisis forma parte del número 2268 de la edición impresa de Proceso, publicado el 19 de abril de 2020

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