Muerte a la intemperie

miércoles, 6 de mayo de 2020 · 10:58
La humanidad ha progresado mucho pero su endeblez no se ha dado por enterada. Los avances médicos permiten curar enfermedades que hace unas décadas diezmaban poblaciones, la gente vive ahora más y mejor que antes y, sin embargo, cada cierto tiempo aparece un nuevo virus que nos sojuzga y nos recuerda nuestra vulnerabilidad y nuestra finitud. La soberbia de quienes se jactan de haber “dominado” a la naturaleza se agazapa en espera de que pase el peligro. La cima de la pirámide social es envuelta por nubarrones de desamparo; también las élites se descubren frágiles, indefensas ante la muerte. Con todo, en cuanto pasa la emergencia retorna el hubris y, como ha ocurrido desde los años ochenta, el egoísmo depredador e instigador de desigualdades crecientes reaparece prácticamente intacto. Quiero creer que el coronavirus dejará tras de sí huellas con rumbo distinto. Si no destinamos recursos para mejorar sustancialmente los sistemas de salud pública en un nuevo Estado de bienestar, la conclusión será terrible: no tenemos remedio. Escribo desde un país que todavía no sufre lo peor de la pandemia, pero observo los estragos en otras partes. Miles han muerto y la inminente devastación económica prolongará la desolación y el sufrimiento. Increíblemente, algunos están decididos a mantener la globalización salvaje, la de la mano invisible que amasa fortunas especulativas y abofetea a quienes pierden sin apostar, y prestos a desechar la globalidad humanista, la de la cooperación internacional. La autarquía socava a la Organización Mundial de la Salud mientras la autocracia pregona su presunta eficiencia sanitaria. El dilema entre salud y economía, por cierto, es parcialmente válido y cabalmente irresoluble. Aunque ningún gobernante responsable puede soslayar el daño económico de la contención pandémica, que a la postre afecta más a los que menos tienen, es imposible hacer un análisis de costo-beneficio sin cuantificación. ¿Cuánto vale una vida? Su valor no es infinito, porque si así fuera nunca saldríamos de una burbuja, pero sí es incalculable. Si bien vivir es en una u otra forma arriesgarse a morir, la muerte es el adiós irrevocable a la maravillosa aventura de la vida. La única manera de defender la cantaleta de que el remedio del confinamiento resulta peor que la enfermedad del covid-19 sería demostrar que el cierre temporal de una economía provocaría a la postre más fallecimientos. Y aun si eso fuera posible sería harto cuestionable: ¿de qué privilegio gozan los desempleados de mañana sobre los infectados de hoy? La inmunización colectiva deliberada es una suerte de darwinismo sanitario y el gobierno, que tiene la obligación de apoyar a las pequeñas empresas y a los trabajadores afectados, no tiene derecho a jugar a la ruleta rusa del rechazo al distanciamiento social. La muerte nos parece etérea y natural hasta que acecha a un ser querido. Entonces nos resulta espantosamente asible, categóricamente antinatura, y nos lanzamos sobre ella y echamos mano de todo lo que tenemos para combatirla. ¿Es acaso irracional ir a la ruina para salvar a un hijo? Paradojas de la cultura occidental: una sociedad puede avalar que su comandante supremo mande a su ejército entero a una guerra casi suicida, pero jamás lo perdonará si se rehúsa a rescatar a un puñado de soldados malheridos y atrapados en su trinchera bajo el argumento de que sería muy caro y que necesitará ese dinero para reconstruir el país. El primer deber del gobernante es proteger la vida del gobernado –así, en singular, para que se entienda que esencialmente somos el mismo–, y ha de cumplirlo cueste lo que cueste. Los familiares de una persona al borde de la muerte le exigirán que la trate como si fuera sangre de su sangre. Ni ellos ni la opinión pública aceptarán menos que eso. Los cálculos presupuestales podrán realizarse una vez agotados los esfuerzos, no antes. Después, en efecto, se pueden decir muchas cosas en torno al ineluctable deceso de los nuestros. “La muerte es una gran impostora”, escribí hace muchos años tras la partida de mi madre. “Nunca es ella misma: es un instante con afán de perpetuidad, un principio disfrazado de fin. Morir es nacer o, más bien, resucitar en el recuerdo. Quien muere no abandona el mundo de los vivos; permanece en él como heredero de sí mismo. Deja en su lugar una imagen propia forjada en la remembranza ajena. Cuando alguien pierde la vida en el ámbito de la realidad otro la recupera en el reino de la imaginación” (Soñar no cuesta nada, Ed. Castillo, Monterrey, 1997, p. 32). Esto se llama resignación, o consuelo, y se hace al final. Antes únicamente hay cabida para la lucha sin tregua y sin condiciones. Cierro el círculo: se ha desmantelado lo público en aras de lo privado. El deterio­ro de los sistemas de salud emanados del Welfare State es la peor expresión de los excesos neoliberales, y la gravedad de esa negligencia nos punza en medio de la pandemia. Ahora nos damos cuenta de que nada puede sustituir al Estado, que en buena tesis es la sociedad políticamente organizada. Y es que ahí, en el hábitat selvático de la crisis, sólo la conciencia social es capaz de detener lo peor e impulsar lo mejor del ser humano, de diluir a quienes medran ante la tragedia en un aluvión de solidaridad y heroísmo. Registrémoslo. No permitamos que la angustia y el dolor pasen en vano. No dejemos que la muerte nos vuelva a encontrar dispersos y a la intemperie, como si tú o yo, solos e inermes, pudiéramos derrotarla. Este análisis forma parte del número 2270 de la edición impresa de Proceso, publicado el 3 de mayo de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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