Presidente piromaníaco
CIUDAD DE MÉXICO (Proceso). - Protestas, automóviles incendiados, periodistas arrestados, la Casa Blanca con las luces apagadas y Donald Trump atrincherado en un búnker oculto. Y la imagen más impactante de todas: miembros del Ejército estadunidense parados frente al Memorial erigido en nombre de Abraham Lincoln, el presidente que acabó con la esclavitud y por ello pagó con su vida.
Uniformados, amenazantes, impidiendo el paso al recinto donde está grabado el discurso más famoso que pronunció –el de Gettysburg– en plena Guerra Civil, luego de cientos de miles de muertos.
“Que esta nación tendrá un nuevo nacimiento de libertad y que el gobierno del pueblo, por el pueblo, para el pueblo no perecerá de la tierra”. Palabras y aspiraciones hoy puestas en duda por un presidente que ha gobernado polarizando y dividiendo y destruyendo. He ahí los resultados: Estados Unidos en llamas y gobernado por un piromaníaco.
No es la primera vez que el descontento social se vuelca a las calles para reclamar, para manifestar su insatisfacción con el statu quo y buscar cómo cambiarlo. Basta recordar la turbulenta década de los sesenta: los asesinatos de John F. Kennedy, de Bobby Kennedy, de Martin Luther King. Los motines en muchas ciudades y múltiples universidades.
La lucha –muchas veces violenta– por los derechos civiles. Las manifestaciones multitudinarias contra la Guerra de Vietnam. Batallas de sangre y fuego, muertos y heridos.
Pero aun en los momentos más turbulentos de esa era, siempre hubo rutas institucionales de salida. El Partido Republicano y el Partido Demócrata lograron ponerse de acuerdo para firmar el Acta por los Derechos Civiles y hubo un acuerdo bipartidista para destituir a Richard Nixon. Había posibilidad de pactos, de negociación, de bomberos bipartidistas para apagar el fuego.
No es que los problemas hubieran sido resueltos desde entonces. Al contrario, la desigualdad, la confrontación racial, la concentración de la riqueza y la brutalidad policial han aumentado con el transcurso de los años y el paso de distintos presidentes.
El racismo histórico, sistémico, estructural siguió ahí, siempre presente, siempre subyacente. Desenterrado por la presidencia de Barack Obama y la resaca reaccionaria que provocó. Donald Trump ganó la elección presidencial apelando a los peores demonios de la cultura estadunidense; triunfó montándose sobre el revanchismo de los racistas y ha buscado representarlos.
Por eso han aumentado los crímenes de odio durante su paso por ese poder. Por eso los linchamientos y los amedrentamientos a latinos, musulmanes, judíos, afroamericanos. Trump entiende las divisiones y las explota políticamente. Polariza para atizar los ánimos de su base, para que se vuelque contra los “otros”, los extranjeros, los enemigos. Ciudadano contra ciudadano, hermano contra hermano, piel contra piel. En un país que libró una sangrienta Guerra Civil porque una parte de su población quería mantener la esclavitud. Esa vieja herida no ha sanado y Trump se ha abocado a reabrirla, tuit tras tuit, decreto tras decreto, mitin tras mitin.
Su manejo de la pandemia también se ha enmarcado en la estrategia de la polarización. Estados Unidos hoy encabeza la lista de países con mayor número de defunciones. Más de 100 mil víctimas y el número sigue creciendo, mientras Trump busca librar una guerra cultural y política sobre la reapertura económica, el uso de cubrebocas, la ayuda federal a los estados que le son afines, mientras estrangula financieramente a los demás.
Peleándose con los gobernadores, descalificando a los medios, desoyendo a la comunidad científica, promoviendo pleitos con China, destruyendo la imagen de su país hacia fuera y desmantelando la democracia hacia adentro. No sorprende la magnitud de las marchas ni el enojo de los enfrentamientos.
Las protestas fueron desatadas por la brutalidad policial, pero trascienden ese tema. Tienen que ver con la exclusión, con la violencia, con el peligro que entraña ser hombre negro en Estados Unidos hoy, como lo describe Ta Nehisi Coates en su magistral libro –y carta a su hijo– Entre el mundo y yo.
Tiene que ver con la mayor probabilidad de ser detenido, arrestado, violentado, asesinado por el color de tu piel, como ocurrió con George Floyd y Breanna Taylor y Ahmaud Arbery y tantos más. Como ocurre a diario en las calles de Estados Unidos: esa brutalidad cotidiana avalada y legitimada por el propio presidente que tuitea “Ley y orden”, y ordena reprimir a manifestantes pacíficos, atizando el fuego en vez de apagarlo.
El mismo que desmanteló las reformas al sistema de justicia penal y policial, iniciadas por su predecesor y motivadas por el movimiento #BlackLivesMatter. El mismo que permitió el aprovisionamiento de equipo militar –como el gas lacrimógeno– por departamentos de policía a lo largo del país, ahora usados contra la población civil. El psicópata que busca dividir en vez de unir; el narcisista que quiere aplausos blancos a costa de muertos negros; el inescrupuloso al que no le importa incendiar al país si eso le permitirá controlarlo.
El caos se extiende en año electoral, en plena pandemia, en la fase final del desgobierno de Trump. Justo cuando Estados Unidos necesitaba alfabetismo científico, confianza, disciplina y liderazgo encontró exactamente lo contrario.
El presidente va en picada, en una espiral descendente, cayendo en un hoyo que insiste en hacer más hondo. Como pregunta Thomas Wright en el artículo “We’ve Now Entered the Final Phase of the Trump Era”, publicado en The Atlantic, la pregunta es: ¿cómo limitar el daño que seguirá haciendo? ¿Cómo sacarlo pacíficamente de la Casa Blanca que se ha vuelto su cuartel de guerra? ¿Como reparar el daño después de que se vaya? ¿Cómo reconstruir a la democracia estadunidense? La tarea urgente es parar al piromaníaco antes de que deje a su país hecho un montón de cenizas.
Este análisis forma parte del número 2275 de la edición impresa de Proceso, publicado el 7 de junio de 2020 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí