Estados Unidos

Tolerancia

¿Decidir que algo es intolerable –como sucedió con la censura a Trump– es un acto de intolerancia? ¿Sería virtuoso tolerar la violencia, la tortura, el asesinato o discursos que inciten a ello? ¿Quién podría ver en eso algo estimable, algo que deba defenderse?
sábado, 30 de enero de 2021 · 10:44

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Más acá de la polémica desatada por la censura que Twitter y Facebook hicieron de las cuentas de Donald Trump a raíz del asalto al Capitolio, el 6 de enero. Más acá, incluso, de la problemática que plantean esas plataformas cibernéticas –que mediante algoritmos nos espían, usan nuestros perfiles, manipulan y controlan nuestros datos– en relación con la supuesta libertad que promueven, el problema suscitado este 6 de enero tiene que ver con una de las pocas virtudes que aún quedan en este cambio civilizatorio: la tolerancia.

La palabra viene del latín tolerare (“soportar”, “aguantar”). “Es la capacidad –dice una etimología moderna– de recibir un estímulo sin presentar una reacción alérgica”. La palabra, sin embargo, nos coloca frente a un dilema que André Comte-Sponville ha tratado en todas sus aristas en Pequeño tratado de las grandes virtudes. Reduzcámosla a lo político: ¿decidir que algo es intolerable –como sucedió con la censura a Trump– es un acto de intolerancia? ¿Sería virtuoso tolerar la violencia, la tortura, el asesinato o discursos que inciten a ello? ¿Quién podría ver en eso algo estimable, algo que deba defenderse?

Hay, sin embargo, quienes en nombre de una tolerancia universal pretenden que se debe tolerar cualquier cosa. Si se tolera que se siga reeditando Mein Kampf, ¿por qué no tolerar el racismo, el asesinato, la tortura, la esclavitud?

“Tolerar –dice Compte-Sponville– es aceptar lo que podríamos condenar, es dejar pasar lo que podría impedirse”. “Así toleramos los caprichos de un niño o las posiciones de un adversario”. Pero ello sólo es bueno en la medida en que al abstenernos de la fuerza no afectamos nuestra dignidad ni la de otros. Tolerar, en cambio, la propia humillación o la de otras personas; tolerar que se insulte, que se incite a la violencia, que se cometa una injusticia, un crimen, una atrocidad que nos elude, deja de ser tolerancia, para convertirse en egoísmo, en indiferencia o, peor aún, en complicidad por omisión o comisión: una forma de colaboración con lo intolerable. Ese hubiese sido, por ejemplo, el caso de haber tolerado las amenazas antidemocráticas de Trump. Podría serlo también si, como sociedad, llegamos a tolerar las difamaciones y acusaciones que desde el poder ejerce diariamente López Obrador contra personas e instituciones o la perversidad de los criminales o la exoneración, sin investigación alguna, de Cienfuegos.

La historia reciente es pródiga en ese género de complicidades que se confunden con la virtud. Sabemos las consecuencias de haber tolerado a Hitler o la de tolerar la corrupción y la penetración del crimen organizado en el Estado mexicano. Llevada a su extremo, la tolerancia termina por negarse a sí misma y volverse contraproductiva, contraria a los fines que persigue. En este caso la paz, que sólo nace del respeto a las diferencias que no atentan, en la controversia y la polémica, contra la naturaleza propia de la paz. “La tolerancia –dice Comte-Sponville– sólo vale dentro de ciertos límites”. Karl Popper llama a ese límite “la paradoja [lo singular] de la tolerancia”: “Si somos absolutamente tolerantes –escribió en La sociedad abierta y sus enemigos–, incluso con los intolerantes y no defendemos la sociedad tolerante contra sus asaltos, los tolerantes serán aniquilados y junto con ellos la tolerancia”. Una tolerancia sin límites termina por destruir la propia tolerancia y dar paso al totalitarismo.

Frente a eso es mejor resistir, incluso con la violencia, cuando la ley, el razonamiento lógico, la resistencia pasiva o la desobediencia civil no alcanzan a limitar lo intolerable. Es lo que han hecho ciertos grupos de mujeres en Michoacán contra los embates del Cártel de Jalisco Nueva Generación y la indiferencia del gobierno. Mejor eso que la pasividad ante el horror, que la aceptación de lo inhu­mano o de su posibilidad inminente. “Una sociedad en la que fuera posible una tolerancia universal ya no sería humana” (Comte-Sponville”), sino criminal y salvaje.

Lo que, en consecuencia, debe limitar la tolerancia en la vida política es la peligrosidad efectiva que ciertos grupos tienen de atentar contra la propia tolerancia y sus espacios de libertad. Una manifestación contra la democracia, contra la tolerancia o contra la libertad, es tolerable cuando la República es fuerte y estable. Prohibirla sería un acto de intolerancia. Sin embargo, cuando la República es débil y sus instituciones han sido cooptadas por intereses ideológicos, fundamentalistas y criminales que amenazan realmente la libertad, hay que combatirla, limitarla. No es fácil discernirlo. Es el territorio de la casuística en la que las democracias, cuando son verdaderas democracias, deben moverse. Popper lo dice mejor:

“[No] siempre [debe] prohibirse la expresión de teorías intolerantes. Mientras sea posible contrarrestarlas con argumentos lógicos [sería] un error prohibirlas. Pero hay que reivindicar el derecho a hacerlo, incluso por la fuerza si ello fuera necesario, porque puede suceder que los defensores de esas teorías rehúsen toda discusión lógica y sólo respondan a los argumentos con la violencia. En este caso hay que considerar que se sitúa fuera de la ley y que incitar a la intolerancia es tan criminal como incitar al asesinato.”

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

Artículo publicado el 24 de enero en la edición 2308 de la revista Proceso.

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