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La investidura

López Obrador cree que la “investidura” es una coraza que lo transfigura y le permite decir o hacer cualquier cosa sin dañar ni dañarse. Como Monsieur Jourdain, de El burgués gentilhombre de Moliere o como Pardavé en El gran Makakikus, la versión mexicana de la obra de Moliere.
martes, 19 de octubre de 2021 · 10:50

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- La investidura es el símbolo de un reconocimiento: la entrega de algo que dota a quien lo recibe de la vestidura interior de un poder. En el Medioevo era el acto por el que un monarca entregaba una dotación de tierras que obligaba a quien la recibía a guardar fidelidad. El gesto se cumplía mediante un doble símbolo: el monarca entregaba al investido un puño de tierra, por ejemplo, y el investido un juramento de lealtad. La modernidad ha preservado su sustancia en muchas ceremonias.

En el caso del poder político en México, quien presidirá a la nación es investido por el voto del pueblo en una ceremonia en la que, primero, jura la fórmula redactada en el artículo 87 de la Constitución: la promesa de “guardarla”, es decir, de cuidarla, y, luego, al recibir la banda presidencial de manos del presidente del Congreso –encarnación del pueblo–, la coloca él mismo en su cuerpo. En ese instante, ese hombre ordinario es “investido”, dotado interiormente y de manera cuasisobrenatural del poder del mando.

Desde las épocas del viejo PRI, en las que la investidura presidencial era incuestionable, nadie como López Obrador la ha usado de manera tan arbitraria. Al mismo tiempo que la usa para denostar y humillar públicamente a quienes no le agradan, la utiliza para evitar cualquier debate público, como sucedió el 26 de enero de 2020, cuando las víctimas llegamos a Palacio Nacional a pedirle una explicación pública de por qué había traicionado la agenda de Justicia Transicional pactada con él y trabajada con su gobierno para crear una política de Estado de Justicia y Paz. “No voy a manchar la investidura”, dijo después de insultarnos y calificarnos de ser un show.

Lo mismo hizo recientemente cuando, ante el llamado de Lilly Téllez a “enfrentar” al “violador serial de la Constitución” durante la entrega de la presea Belisario Domínguez, se negó a asistir porque necesita “cuidar la investidura”.

La usa lo mismo para perseguir discrecionalmente la corrupción de sus antecesores, que para proteger la de sus vasallos (su hermano Pío, su fiscal Gertz Manero o al crimen organizado que se mueve a sus anchas por todo el país). Lo mismo para ignorar a las víctimas, que para saludar y rendir deferencia a la familia del Chapo Guzmán.

López Obrador cree que la “investidura” es una coraza que lo transfigura y le permite decir o hacer cualquier cosa sin dañar ni dañarse. Como Monsieur Jourdain, de El burgués gentilhombre de Moliere o como Pardavé en El gran Makakikus, la versión mexicana de la obra de Moliere, López Obrador se siente investido de una ridícula omnipotencia. Desde el momento en que la banda presidencial cruzó su pecho y su espalda, se sintió, como Cristo, habitado por una doble naturaleza, un argumento teológico que, después de arduas discusiones para entender la Encarnación, se estableció como dogma en el Concilio de Caledonia en 451, y que más tarde se utilizó en sentido inverso para hablar de los dos cuerpos del rey y legitimar su “divinidad”; un argumento que pervive, junto con el de la “investidura”, como tentación y a veces como acto en quien es investido del poder político de gobernar.

Según Jesús Silva-Herzog Márquez, que resume con precisión esa tesis en las primera páginas de su espléndido libro La casa de la contradicción (Tusquets, 2021), el rey, investido por derecho divino, era “un sujeto que, a pesar de tener todas las limitaciones físicas e intelectuales de cualquier ser humano, debía ser tratado como el depositario de la última razón, un ser que ocupaba el espacio de todo el reino y que era incapaz de hacer el mal (…) En el almacén de sus órganos se encontraba el poder. Ahí, la boca de la ley, los brazos de la justicia, la mirada de la moral, el puño del imperio. Toda interrogación política, legal e incluso estética desembocaba en ese cuerpo sobrehumano. Toda pregunta encontraría respuesta en ese lugar (…) los linderos del bien y el mal trazados por una dicción inapelable; el contenido de la justicia manando de una garganta”.

Seguramente López Obrador no conoce esta ficción de los dos cuerpos que señoreó el imaginario político de las monarquías en el Medioevo, pero habita en el suyo como en el inconsciente colectivo, diría Jung, vive la idea de la investidura que se lo concede. No importa que se le critique, él marca la agenda, incluso la de la crítica. Él decide qué es la justicia y qué la injusticia, quién es víctima y quién no, qué está bien y qué mal, qué debe debatirse y qué no, y aún ahí es incuestionable en el cuestionamiento. Por eso no enfrenta cara a cara a sus críticos ni habla con ellos. Por eso se resguarda en el Palacio Nacional y en el templete controlado. Nada hay que lo cuestione. En su cuerpo ordinario, pachorrudo y vehemente a la vez, “la ley, el saber, la justicia, la memoria, el sentido del arte”, que le otorgó la sabiduría divina transformada en Pueblo, están salvaguardados.

En esta época de tufo apocalíptico, López Obrador, lector rascuache del Evangelio y émulo suyo no menos grotesco, pertenece a aquello de los que, al hablar de tiempos como éste, Cristo dijo: “Vendrán en mi nombre diciendo: Yo soy el Cristo, y a muchos engañará”. El caos que esos seres generan y que antecede a la ruina será por mucho tiempo incontrolable.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.  

 

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