Opinión
Presidenta
En el incipiente debate en torno a la contienda electoral de 2024 hay que insistir en que para impulsar un proyecto democrático radical es fundamental abordar el problema del sexismo, cuyas consecuencias éticas, políticas, económicas y culturales son inconmensurables.CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– En la conversación pública ya se empezó a hablar de si nuestro país está “preparado para tener una mujer presidenta”. A la fecha, México ha tenido cuatro candidatas a la Presidencia de la República, ninguna con una verdadera posibilidad de ganar. La candidatura de Rosario Ibarra por el Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT) apareció en 1988 como un símbolo que reivindicaba una lucha. En 1994 hubo dos candidatas: Cecilia Soto, por el PT, y Marcela Lombardo, por el Partido Popular Socialista (PPS), y pese a que tuvieron en su momento una cierta visibilidad, quedaron olvidadas en la memoria colectiva. En 2006, desde un partido ya extinto –Alternativa Socialdemócrata–, Patricia Mercado fue una candidata abiertamente feminista. Obvio que hoy todas las miradas están sobre Claudia Sheinbaum, que a mí me parece una gran candidata no porque es mujer, sino porque es una política de izquierda, con muchas virtudes de las que he hablado ya en este espacio.
A mí me preocupa que la discusión acerca de si estamos o no preparados para tener una presidenta se convierta solamente en un apoyo o una descalificación a la candidatura de Claudia en lugar de una discusión acerca de los límites entre “lo propio” de los hombres y “lo propio” de las mujeres, y las discriminaciones que surgen por creencias tradicionalistas.
En el incipiente debate en torno a la contienda electoral de 2024 hay que insistir en que para impulsar un proyecto democrático radical es fundamental abordar el problema del sexismo (la discriminación en función del sexo), cuyas consecuencias éticas, políticas, económicas y culturales son inconmensurables. Si el destino de las mujeres ha estado ligado a la simbolización de la diferencia sexual –lo que hoy se nombra como el orden simbólico de género–, hay que actualizar por la vía del ejercicio de la política una perspectiva antiesencialista acerca de la condición humana. Con frecuencia se olvida que mujeres, hombres y personas con identidades disidentes somos iguales en tanto seres humanos, y pese a que existe una sexuación diferente en las hembras y los machos de la especie humana, no se puede privilegiar la diferencia sexual por encima de las demás diferencias: de clase social, de condición étnica, de edad, etcétera. Por eso los feminismos hoy subrayan la interseccionalidad, o sea, la forma en que otras diferencias “intersectan” y producen combinaciones de desigualdad, opresión y discriminación.
Los feminismos son expresiones de la conciencia democrática moderna, y sus agendas muestran que lo que hoy se entiende por democratización está ligado no sólo a la racionalización progresiva de las estructuras políticas, sino a una concepción más atinada del sujeto político ciudadano. Lo característico de los reclamos feministas es cuestionar que las relaciones entre las personas estén marcadas por el ejercicio de un poder ilegítimo. Desde la perspectiva que respalda una política democrática radical, opuesta al proyecto conservador, en especial, en ciertos temas, como los vinculados a la procreación, al cuidado de los seres vulnerables y a las nuevas identidades de género, muchas feministas entendemos el contenido libertario de la ciudadanía como el de una autodeterminación que aspira a la emancipación general. Desde ahí impulsamos una práctica política antiesencialista, capaz de avanzar en múltiples espacios sociales.
Más que votar por una “mujer” porque es “mujer”, muchas feministas pensamos que es imprescindible votar por quien “politiza” la sexualidad y reconoce la complejidad del orden simbólico de género. Los discursos mujeristas, que ya hasta las panistas utilizan, no retoman la defensa del conjunto de valores ético-políticos de la democracia radical. Si bien un desafío para la variedad de colectivas feministas es plantear la irrenunciabilidad de cuestiones democráticas básicas, como las libertades en materia de conciencia y de derechos sobre el cuerpo y la identidad, esto no se puede dar sin desarrollar una práctica política con una perspectiva más amplia.
Sin duda una candidata a la Presidencia deberá enfrentar muchos desafíos, entre los que destaca el peso del tradicionalismo en sus varias vertientes. Uno de ellos sería la frívola atención a cuestiones como si el traje de la presidenta es el adecuado, o si el peinado o el maquillaje le queda bien o mal. Otra vertiente, más seria, se centraría en interrogarse sobre cómo le hará la presidenta para cumplir sus tareas de madre o sobre quién cumplirá la función oficial de cónyuge. Me resulta difícil saber qué otras inéditas dificultades enfrentaría una presidenta en el ejercicio de su papel. Pero lo cierto es que podría alentar una necesaria reflexión sobre los límites entre lo masculino y lo femenino, en especial, acerca de la conciliación de las responsabilidades familiares y laborales. Esta reflexión, por sí sola, funcionaría como un dispositivo simbólico para poner en discusión las ideas tradicionales sobre qué es una mujer, lo cual es, indudablemente, una importante necesidad política y cultural en un país machista como el nuestro.