Análisis

A 30 años del restablecimiento de relaciones Estado-iglesias

La historia de México daría giros sorprendentes que importa recordar. La llamada modernización de Salinas contemplaba a la Iglesia Católica como interlocutora y aliada.
viernes, 24 de diciembre de 2021 · 13:15

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El 1 de diciembre de 1988 Carlos Salinas de Gortari, en su toma de posesión, bajo la sombra del fraude electoral, declaró: “El Estado moderno es aquel que mantiene transparencia y moderniza sus relaciones con los partidos políticos, con los grupos empresariales y con la Iglesia”.

La suerte estaba echada. La historia de México daría giros sorprendentes que importa recordar. La llamada modernización de Salinas contemplaba a la Iglesia Católica como interlocutora y aliada. El primer signo de que las tradiciones políticas cambiaban fue la invitación, en ese momento polémica, de altos prelados a la asunción presidencial salinista. En el acto estuvieron como invitados especiales el cardenal Ernesto Corripio Ahumana, arzobispo primado; Girolamo Prigione, delegado apostólico del Papa en México, y Adolfo Suárez Rivera, en su calidad de presidente de la CEM.

El anuncio modernizador del presidente Salinas exhibía acuerdos políticos que había pactado con la cúpula de la jerarquía mexicana. Así lo reconoció en su libro México, un paso difícil a la modernidad. Ahí Salinas confesó que la iniciativa era parte de un amplio proceso de reconciliación nacional. Las reformas se promulgaron el 28 de enero de 1992. Y justo un mes previo, en diciembre de 1991, los cabildeos eran intensos tanto en los equipos eclesiásticos como del propio gobierno.

Y se presentaba una primera paradoja histórica. La construcción del Estado moderno en Juárez supuso el acotamiento y sometimiento del poderío social, económico y político de la Iglesia. La llamada separación Iglesia-Estado. En cambio, con Carlos Salinas, a fines del siglo XX, su proyecto de modernización entrañaba la alianza con la aún poderosa Iglesia Católica. Hace 30 años la jerarquía católica se jactaba de hablar a nombre del pueblo mexicano pues su naturaleza, pregonaba, era creyente y católica. Según el censo de 1990 el porcentaje de católicos en México era 89.7% de la población. La jerarquía jugaba y chantajeaba con el mito de que la Iglesia era un factor de unión nacional. Dicho relato se fue desdibujando cuando la Iglesia irrumpe y politiza en la plaza pública, pretendiendo imponerse en temas como el aborto, la píldora del día siguiente, las parejas igualitarias y la eutanasia.

La legislación constitucional era, en efecto, restrictiva de las libertades de las iglesias. No tenían personalidad jurídica, fruto de la herencia de antagonismos que se remontan al siglo XIX, que desembocaron en tres guerras. A pesar de todo, las tensiones se habían atemperado desde los años cuarenta. En estos términos, tanto la Iglesia Católica como el Estado, en particular en el periodo salinista, podían pensar que la modificación de la legislación respectiva beneficiaría a ambos, pues, según los representantes de esas instituciones, se trataba de un reconocimiento de las realidades existentes.

Se reforman así los artículos 130, 27, 24, 5º y 3º de la Constitución Política para establecer un nuevo estatus de las iglesias y una nueva relación con el Estado. Se reconoce la personalidad jurídica, no de las iglesias, sino de una nueva figura: la asociación religiosa. También se conceden derechos políticos y civiles más amplios a los ministros de culto. El derecho al voto pero no a ser votado. Los ministros no pueden ocupar cargos de elección popular si no se separan de su ministerio. Tampoco pueden asociarse con fines políticos ni ejercer proselitismo o propaganda contra partido o candidato, ni oponerse a las leyes, instituciones y símbolos nacionales.

El salinismo tuvo que limar asperezas internas. El secretario de Gobernación, Fernando Gutiérrez Barrios, no estaba convencido del calado de las reformas. El viejo priismo, nacional revolucionario, no estaba del todo persuadido de liberar las restricciones impuestas por la constitución del 17 y apuntaladas por Plutarco Elías Calles.

Por su parte, en el episcopado mexicano también había fisuras. Convivieron dos grandes posturas políticas en la jerarquía católica mexicana: un sector se mostraba reticente al régimen salinista. Un grupo de obispos, encabezado por Adolfo Suárez, no quería identificar a la Iglesia con la corrupción voraz que se respiraba en el salinismo. Acariciaba la idea de cambios democratizadores del país.

De hecho, el sector opositor de la Iglesia Católica se desdobló a su vez en dos: los obispos de oposición “civilista”, situados en la zona norte y en el Bajío, vivamente ligados al PAN; y los obispos “liberacionistas”, como Samuel Ruiz y Arturo Lona, vinculados a las luchas indígenas y movimientos campesinos situados en la región sur del país, especialmente en Chiapas y Oaxaca. La otra posición de la Iglesia Católica, en contraste, se asumía colaboracionista, encabezada por el representante del Papa en México, Girolamo Prigione, y un pequeño pero poderoso grupo de obispos, el llamado Club de Roma.

Prigione se convirtió en el eclesiástico del salinismo y el salinista dentro de la Iglesia. A la distancia resulta evidente que predominó la postura colaboracionista, con el apoyo del entonces secretario del Estado Vaticano, Angelo Sodano. Incidió la fuerte presencia del Papa Juan Pablo II, quien hizo una apoteótica visita a México en mayo de 1990. El discurso pontifical tejió simbólicamente el concepto solidaridad. El programa social del régimen se llamaba Solidaridad y Solidarnosc fue la federación sindical polaca, factor clave en la caída del muro de Berlín en 1989. Girolamo Prigione se impuso, se incrustó en la clase política, negoció y pactó importantes concesiones. La Iglesia apoyó a Salinas en las elecciones intermedias de 1991. La jerarquía proclamó “pecado” abstenerse por todos los medios.

Las reformas constitucionales de 1992 estaban consumadas. La Iglesia Católica había dado un paso importante en la larga historia de desencuentros con el Estado posrevolucionario mexicano. Prigione se convirtió en un cacique eclesial. Sin embargo, su excesivo protagonismo generó un movimiento entre los obispos, sobre todo en aquellos cercanos al PAN, que vislumbraban una relación diferente con el Estado y que alcanzó frutos en el encumbramiento político de Vicente Fox.

En el propio sexenio de Carlos Salinas se agrietaron la alianza y los pactos políticos convenidos entre el gobierno con los dos grandes bandos eclesiásticos. Con los obispos colaboracionistas, el asesinato del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en mayo de 1993, representó fracturas. El magnicidio colocó a los actores bajo el radar de un peligroso vínculo triangular que permanece confuso: el gobierno de Salinas, la Iglesia Católica y el narco. Su momento culminante y contradictorio fue la presencia, revelada, de Ramón Arellano Félix en la sede de la nunciatura en diciembre de 1993.

El otro hecho histórico fue el levantamiento armado en Chiapas en enero de 1994. Cientos de catequistas fueron parte de la milicia zapatista. Diversos sectores de la Iglesia en el sureste manifestaron abiertamente su simpatía y apoyo al movimiento insurgente. Tanto el gobierno como un sector de la Iglesia linchan mediáticamente a Samuel Ruiz García, obispo de San Cristóbal de las Casas.

El tema del nuevo entramado de las relaciones entre el Estado y las Iglesias, a 30 años de distancia, da para muchas otras reflexiones que haremos en otras entregas.  l

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