Jorge Sánchez Cordero

El eurocentrismo y el patrimonio precolombino (Primera de dos partes)

Los procesos sociales no son nunca uniformes y tampoco alteran simultáneamente las instituciones. En la especie, fue el caso de las épocas medieval y la renacentista.
domingo, 14 de marzo de 2021 · 17:43

Diego Hurtado de Mendoza (1503-1575) fue un poeta que sirvió como diplomático en la corte de Felipe II. Amigo de Teresa de Jesús, humanista y políglota, se le atribuye la autoría del Lazarillo de Tormes, considerada la primera novela moderna española. Fue desterrado de la corte por intrigas palaciegas, y para atemperar las consecuencias de esa decisión, donó su reputada biblioteca a Felipe II. Se tiene registro de que este escritor reunió una vasta colección de ídolos de oro y piezas de las Indias.

Las piezas precolombinas en posesión de Hurtado de Mendoza destacaron junto con las de Gaspar Galcerán de Castro de Aragón y Pinos (1584-1638), primer conde de Guimerá. Sin embargo, salvo estos casos aislados, no hubo en España una colección de bienes culturales prehispánicos en sentido técnico.

Conforme a la legislación española, los nuevos territorios y los monumentos indígenas les pertenecían a la corona, que carecía de una política de colección y de preservación de tesoros sustraídos de aquellas tierras. Fue hasta 1716 cuando la monarquía peninsular implantó una directriz oficial sobre coleccionismo, que incluyó precisamente los bienes culturales referidos.

Resulta claro que, ante la ausencia de catálogos de las colecciones de la época, el perímetro de los análisis en la materia debe ampliarse a la correspondencia que mantuvieron los embajadores franceses, quienes dieron cuenta de algunas colecciones de Felipe II albergadas en el Palacio del Alcázar de Madrid, en donde ahora se asienta el Palacio de Oriente.

Pero fueron Pierre de Villars (1623-1698) y su esposa Marie Gigault de Bellefonds (1623/1626-1706) quienes se expresaron con mayor detalle sobre las antigüedades precolombinas.

El intercambio de misivas entre Gigault de Bellefonds y Marie-Angelique du Gué de Bagnols (1641-1723), señora de Coulange, figura entre los textos relevantes sobre el reino de Carlos II El Hechizado y son unos de los documentos mejor logrados de la literatura francesa. Tanto la primera como la segunda gravitaban en torno a Madame Marie de Rabutin-Chantal, marquesa de Sévigné (1626-1696), una de las literatas francesas que mejor exploró el género epistolar.

La trama

Cualquier análisis que pretenda explicar en forma satisfactoria el comercio de los bienes culturales mexicanos debe abordar en principio las reflexiones especulativas y actitudes registradas precisamente en el medioevo, que tienen una incidencia importante en el coleccionismo europeo de los siglos XVI, XVII y XVIII.

El coleccionismo escolástico medieval vinculaba el arte con la divinidad. Los templos se convirtieron por lo tanto en los repositorios de los objetos artísticos, todos ellos imbuidos de un sentido religioso, como los cálices, candelabros, tapices y monumentos funerarios, entre otros.

De especial importancia eran las reliquias atribuidas a los apóstoles y a los mártires; las creencias se extendían a todos aquellos objetos que pudieran haber estado en contacto con ellos. Por ello eran celosamente guardados en valiosos relicarios y tenían incluso connotaciones políticas notables.

Así, a las reliquias se les asignaban cualidades individuales y autoridad, que resultaban suficientes para sacralizar un entorno, con la consecuente ampliación del dominio eclesiástico. Estas creencias motivaban peregrinaciones de devotos que dejaban cuantiosas derramas económicas; una consideración que bastaba para propagar los milagros y las revelaciones.

En la Edad Media y en el Renacimiento, por lo tanto, las reliquias eran valuadas por sus cualidades maravillosas o milagrosas, que condensaban su reputación taumatúrgica; motivo adicional para circundarlas de metales preciosos y sofisticadas artesanías.

En el medioevo, el arte estaba subordinado a una función didáctica al servicio de la Iglesia católica. Desde el Concilio de Arras en 1025, fortificado por el Concilio de Trento (1545-1563), se decidió que los iletrados, quienes se veían impedidos de leer las escrituras, tuvieran acceso a la divinidad mediante la contemplación de pinturas. Con ello se pretendía que los fieles pudieran transitar de la simple contemplación a la espiritualidad que los pudiera vincular con la divinidad.

En la misma época el ideal de belleza se concentraba en las representaciones y simbolismos católicos. Más aún, se tenía por cierto que la naturaleza le hablaba al profano en forma emblemática. La belleza y la virtud convivían simbióticamente y el arte era un orden decretado por la divinidad. Esta premisa prevaleció en la comprensión de las colecciones de bienes culturales, donde el orden no era relevante.

Para los coleccionistas lo trascendente eran las curiosités, que provenían de una condición o circunstancia excepcional, como era el caso de las reliquias. Otros criterios estéticos del medioevo resultaban, por lo tanto, vacuos en cuanto a la acumulación de las colecciones o la clasificación de los objetos.

Fue hasta la época renacentista cuando los coleccionistas empezaron a definir sus objetivos y a legitimar sus actividades, pero empleando aún los criterios ornamentales de la época anterior.

En efecto, en el inicio en el Renacimiento el significado de las colecciones estuvo supeditado aún al canon medieval; posterirmente el razonamiento teológico fue paulatinamente sustituido por uno secular. El axioma que gobernó el coleccionismo en el Renacimiento consistía en que, al emplear el simbolismo y la alegoría heredada de la Edad Media, esta actividad y la clasificación de los bienes artísticos hacían viables las creaciones religiosas en miniatura, representadas por el ensamble de objetos inestimables, ornados con piedras preciosas con significaciones específicas. Éste y no otro es el fundamento que legitima el arte religioso.

Es precisamente en esta época en la que aparecen nuevas obras en el mercado del arte, como fueron las precolombinas, que suscitaron otras interrogantes en cuanto a los criterios sobre la formación de las colecciones; una de ellas consistía en inquirir si esas piezas eran realmente coleccionables. La introducción de nuevas y sugestivas obras prehispánicas en el mercado del arte europeo fue una consecuencia natural del encuentro de civilizaciones radicalmente distintas: la europea y la del Nuevo Mundo. Debido a su exotismo, estas singularidades atrajeron la atención de los coleccionistas europeos.

La conquista

El material cultural proveniente de las Indias provocó en los artistas europeos estupefacción y curiosidad, como lo indican las expresiones de asombro de Alberto Durero, Bevenuto Cellini y Pietro Martire d’Anghiera.

La comprensión del Nuevo Mundo se hizo a través de categorías medievales, que incluían los mirabilis, el paganismo y los postulados relativos a la revelación divina. En efecto, la élite intelectual europea, al margen de la colonización, buscaba encontrar una explicación comprensiva del universo indígena.

Las categorías estéticas de las que estaban imbuidos los conquistadores están más que evidenciadas en la obra del cronista Bernal Díaz del Castillo; su énfasis se concentraba en las artesanías hechas en oro y plata y en las pinturas. Las alusiones a Michelangelo Buonarroti (1475-1564) o al pintor palentino Pedro Berruguete (1445-1503) son evidencias incontrovertibles de las constantes referencias a los cánones estéticos europeos. La misma recurrencia al Amadís de Gaula, obra de la literatura medieval española, es otro elemento de convicción.

Con estos espejuelos los conquistadores traspusieron los valores simbólicos indígenas, impregnados en todas sus creaciones, a los valores crematísticos occidentales. Lo que más les interesaba a ellos eran los objetos que guardaban cierta similitud con sus equivalentes en su propia cultura.

Las antigüedades que expresaban valores indígenas pero que estaban elaboradas con materiales carentes de valor económico en Europa eran para los conquistadores totalmente irrelevantes.

Esas piezas novedosas arribaron a España como producto de obsequios o de saco y se diseminaron en toda Europa con un futuro incierto; tenían como propósito obtener favores para la causa colonizadora. La corte de Madrid entendió esas entregas también como un acto de sumisión de los indígenas hacia una autoridad extranjera.

En 1520 llegaron las primeras remesas enviadas por Cortés, que fueron exhibidas en Valladolid y posteriormente en Flandes. En la tercera remesa de Cortés a Carlos V ya se incluían imágenes, crucifijos y medallones con motivos religiosos que habían sido transcritos a su requerimiento por los indígenas mexicanos. Estos son los primeros indicios de la aculturación estética en tierras americanas.

Existe certeza en el sentido de que muchos de los ornamentos de oro y de objetos de rituales enviados por Cortés a España fueron fundidos y convertidos en numerario. Respecto a las joyas, algunas fueron vueltas a trabajar por orfebres europeos conforme al gusto de la época; las piedras preciosas eran desprendidas de la joyería original y abocetadas conforme a la usanza española.

Los textos de Díaz del Castillo no son los únicos en los que abundan las referencias a categorías medievales. Fray Bartolomé de Las Casas, en su Apologética historia sumaria donde expone sus alegatos en favor de los indígenas, recurrió al mismo esquema y es otra certeza, una más, de la mentalidad española de la época. Esta obra evidencia el análisis de las culturas precolombinas mediante cánones europeos. El propósito era por demás obvio: hacer comprensibles esas culturas y sus expresiones a la mentalidad occidental.

Los conquistadores trataron recurrentemente de extirpar el paganismo que, sostenían, acusaban los pueblos sometidos. En 1577 se llegó al extremo: una ordenanza real española dictada por Felipe II prohibió al clero realizar cualquier compilación de las costumbres indígenas y denegó la exportación de bienes prehispánicos de los territorios conquistados. La cédula real hacía una referencia inicial a la obra de Fray Bernardino de Sahagún, pero por su tenor tenía una vigencia general.

Los usufructuarios

Uno de los grandes beneficiarios de la diáspora de bienes precolombinos fue sin duda el Museo Británico, que adquirió importantes objetos, especialmente los esculpidos a base de mosaicos de turquesa, a través de subastas y legados en el siglo XIX, con lo que se convirtió en uno de los más importantes receptáculos de este género de antigüedades. Así, un número importante de piezas fue adquirido en 1866 por William Adams en París. Adams, quien fungía como agente del Museo Británico, aseguró que gran parte de esas piezas provenía de Turín.

Adams adquirió piezas prehispánicas de alto valor que entregó a sir Augustus Wollaston Franks (1826-1897). Si bien su procedencia no es muy clara, muchas de ellas, según las revelaciones de Adams, provenían de coleccionistas italianos del norte de Italia. Estos objetos fueron exhibidos en el Museo Británico a partir de 1868. Franks fue el curador del Departamento de Antigüedades Británicas, Medievales y de Etnografía, y a él se debe la formación de la célebre colección Ralph Bernal. Se le ha considerado el mejor coleccionista de ese museo.

Fue bajo la curaduría de Franks cuando esa institución obtuvo la célebre máscara de turquesa, la testa mixteca y la serpiente bicéfala de turquesa. Otras piezas de singular valor adquiridas por el Museo Británico habían permanecido en Florencia hasta 1830 y formaban parte de la colección Medici consignada en el inventario de mediados del siglo XVII.

Una máscara aderezada con mosaicos que representaba el dios Tláloc también quedó en posesión del Museo Británico en una subasta pública en la galería Demidoff de París en 1870.

Por lo tanto, se tiene la certeza de que las piezas precolombinas, catalogadas inicialmente como egipcias, fueron adquiridas en pública subasta por el Museo Británico en París en los años 1866, 1868 y 1894 por el intermediario británico William Adams.

La museografía británica de la época revela una certidumbre: los bienes prehispánicos adquiridos no quedaron insertos en una narrativa etnográfica sino teológica, ya que arraigaban la noción de paganismo.

Epílogo

Los procesos sociales no son nunca uniformes y tampoco alteran simultáneamente las instituciones. En la especie, fue el caso de las épocas medieval y la renacentista. De esta premisa se puede inferir que la tendencia europea de coleccionar o interpretar el significado del Nuevo Mundo tampoco fue uniforme. Diferentes aproximaciones prevalecieron, especialmente entre los europeos, ante el encuentro de estos dos mundos y sobre el significado de los habitantes, la flora, la fauna y las curiosités de los pueblos conquistados.

La incertidumbre cosmológica prevaleciente en la época oscureció las diferentes motivaciones en cuanto a la organización de las colecciones renacentistas, mientras que la incorporación de las expresiones culturales del tiempo precolombino quedó por lo tanto sujeta a los cánones narrados.

*El autor de este texto es doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas

Este ensayo forma parte del número 2314 de la edición impresa de Proceso, publicado el 7 de marzo de 2021 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

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