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Dos presidentes y un juez: la defensa de la independencia judicial

La defensa de la independencia judicial también nos corresponde a toda la sociedad. En el momento en el que lo necesitemos, cuando exista un acto de autoridad que viole nuestros derechos humanos, todos queremos que el caso se decida en tribunales, con todas las reglas del debido proceso.

Las suspensiones otorgadas en sede judicial en contra de la reforma eléctrica promovida por el presidente López Obrador han puesto a prueba la división de poderes y la función de contrapeso que debe cumplir el Poder Judicial. En días pasados, el titular del Ejecutivo se manifestó abiertamente en contra de la decisión del Juez Segundo de Distrito en Materia Administrativa Especializado en Competencia Económica, Radiodifusión y Telecomunicaciones, por haber otorgado efectos generales a la suspensión, anunciando en la conferencia matutina del 15 de marzo, que había solicitado al Consejo de la Judicatura Federal, por conducto de su presidente, Arturo Zaldivar, que se investigara disciplinariamente al funcionario judicial, presumiendo de alguna manera, que existían razones más allá de las jurídicas en la determinación cuestionada, pero sin dar elementos objetivos para sustentar la presunción de corrupción por parte del juez.

No es nuestra intención analizar la legalidad de la suspensión con efectos generales o la conveniencia de la reforma eléctrica. Nuestro propósito es reflexionar sobre el importante papel del Poder Judicial en una democracia constitucional: proteger a los individuos frente a las arbitrariedades y violaciones cometidas por las autoridades, para lo cual es necesario contar con juezas y jueces dotados de independencia, es decir, con la posibilidad para decidir sin interferencias internas o externas, atendiendo al ordenamiento jurídico.

Es cierto que en el Poder Judicial hay corrupción; el propio Presidente de la Suprema Corte lo ha aceptado, mientras que su combate fue asumido como uno de los pilares de la reciente reforma. Sin embargo, es delicado que el Presidente ocupe el micrófono más privilegiado en el país —el de las mañaneras— para descalificar al Poder Judicial cuando exista una resolución que no le gusta o que no va de acuerdo con sus intereses.

Una cosa debe quedar clara: las decisiones del Poder Judicial deben estar sujetas a discusión y debate público. El oscurantismo y la falta de rendición de cuentas en  que ha vivido el Poder Judicial han contribuido a que éste no tenga un papel predominante en la lucha contra la impunidad en México, por ejemplo. De acuerdo a estándares internacionales, hay un principio general de rendición de cuentas de todos los poderes, propio de un Estado democrático. Esa es una garantía para la ciudadanía.  Sin embargo lo manifestado por el Presidente en las mañaneras, consideramos que son una interferencia indebida.

El presidente está en todo su derecho de activar los recursos previstos en la Ley de Amparo a fin de combatir la decisión del juez; ello está fuera de toda discusión. No obstante, realizar este tipo de señalamientos en contra de un funcionario judicial supone, más allá de un movimiento legítimo dentro del juego político, un acto autoritario en contra de la independencia judicial, poniendo incluso en riesgo la seguridad del juez acusado de favorecer intereses mercantilistas.

Cuando el presidente descalifica a un juez y lo convierte en “enemigo público”, desacredita a toda la judicatura. Se trata de una estrategia de los gobiernos autoritarios: crear un problema para luego proponer una solución que en los hechos los dota de mayor poder. Atendiendo a estándares internacionales, un presidente no debe interferir en casos que están en curso en sede judicial al opinar sobre si la decisión es adecuada o no, ni puede pedir una sanción disciplinaria al poder judicial porque interfiere con sus propias facultades. Estas son injerencias indebidas.

Si bien el Presidente está confundiendo el tiempo en que debe otorgarse una suspensión provisional y aquél en que se tarda en obtener una resolución de fondo, estamos de acuerdo con él en que no es poco frecuente que una resolución tarde años en llegar. También es cierto que algunos de los efectos garantistas del control constitucional se aplican de forma selectiva. Los integrantes del Poder Judicial, como cualquier servidor público, deben rendir cuentas y estar sujetos al escrutinio público como forma de prevenir, investigar y sancionar la corrupción. Lo que no es válido es una descalificación vacía, sin argumentos, sólo porque la determinación no es del gusto del presidente.

Las declaraciones presidenciales son un acto de presión externa (y por tanto, indebida) sobre un juez en un intento de ganar el juicio a través de la política, usando el espacio mediático, en vez de permitir que las instituciones cumplan su tarea. Esto conlleva muchos riesgos para la democracia y los derechos de las personas.

Se abre la posibilidad de que cualquiera pueda ser juzgado en un circo montado en una mañanera, y no en las instancias judiciales donde deben operar garantías del debido proceso que tantos años nos ha llevado consolidar en este país, y que las y los jueces estén impedidos de cumplir con su función ante el riesgo de ser linchados cada que fallen en contra de los intereses del Ejecutivo.

Ante este panorama, el Poder Judicial, incluyendo el Consejo de la Judicatura, debe estar a la altura. La respuesta del presidente de la Suprema Corte se antoja débil y excesivamente burocrática frente a un ataque reiterado en contra de las y los jueces. Hubo una defensa más férrea por parte de académicos, activistas, gremios de abogados y otros actores, que la que hubiéramos esperado desde el propio Poder Judicial, cuya voz debió haberse hecho notar por conducto del presidente de la Suprema Corte.

Es innegable que en el Poder Judicial hay malos elementos, nadie lo niega, pero también existen jueces y juezas valientes. Estos últimos son los que más necesita el país. Por ejemplo, en el año 2009, frente al golpe de estado en Honduras, tres jueces y la Magistrada Tirza Flores Lanza, de forma muy valiente y congruente, llevaron a cabo una serie de acciones cívicas y jurídicas a favor de la democracia y el Estado de Derecho en Honduras y en contra del golpe de Estado.

Esto les llevó a ser injustamente destituidos de su cargo a través de procesos disciplinarios irregulares. Su caso llegó a la Corte Interamericana, que declaró que la defensa de la democracia es un derecho, que también les corresponde a los jueces. En otro caso relevante, Urrutia Labreaux vs. Chile, la Corte estableció que las presiones jerárquicas también pueden calificar como presiones externas, y ser violatorias de la independencia judicial. 

La defensa de la independencia judicial también nos corresponde a toda la sociedad. En el momento en el que lo necesitemos, cuando exista un acto de autoridad que viole nuestros derechos humanos, todos queremos que el caso se decida en tribunales, con todas las reglas del debido proceso, pero sobre todo, sin ninguna intimidación a las y los jueces, sin ninguna mañanera que nos condene antes de ser juzgados.

Las amenazas a la independencia judicial de parte del Ejecutivo motivaron incluso al Relator Especial de las Naciones Unidas sobre la Independencia de Magistrados y Abogados, Diego García-Sayán, a pronunciarse al respecto: “El Ejecutivo no debe efectuar intromisiones indebidas o injustificadas en los procesos judiciales, ni debe confrontar las decisiones judiciales de los tribunales”, señaló.

Frente al largo trecho que nos falta por andar, es importante fortalecer al Poder Judicial, no debilitarlo. La gran reforma al sistema de justicia, la que debe llegar a todas y todos los ciudadanos de a pie, pero sobre todo a las y los más vulnerables en este país, está todavía pendiente. La independencia de los jueces no es un tema menor. De la posibilidad de que el Poder Judicial resuelva sin interferencias políticas depende, nada más y nada menos, que la defensa de nuestros derechos.

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