Javier Sicilia

AMLO: simultaneidad y caos

El presidente mira el mundo no como es, sino como un usuario ve la pantalla de su “ordenador”. Lejos de fijar su atención sobre la realidad, la percibe como un menú lleno de posibilidades sobre las que la libertad de su capricho puede operar.
lunes, 5 de abril de 2021 · 13:09

Los objetos (en el sentido literal de “poner por delante algo”): concepciones de la realidad que, a veces, se materializan en cosas, han servido a los seres humanos tanto para definir su complejidad como para construir sus percepciones. En el mundo de lo sagrado, los dioses y sus jerarquías, lo angélico y lo demoniaco, determinaban las relaciones humanas y su ­vínculo con el mundo. En el del industrialismo, la máquina y sus poderes. En el de los sistemas, la computadora y su capacidad ubicua e interactiva.

La computadora -“el ordenador” como lo define más precisamente el término hispano– no sólo nos fascina en sus posibilidades (el cerebro, suele decirse, es como una computadora), también nos somete, al grado de generarnos lo que Günther Anders llamó la “envidia prometeica”: las ganas de parecernos cada vez más a nuestras máquinas, de imitarlas hasta ser colonizados por sus percepciones.

Una forma de esa colonización es la que Alan Finkielkraut llama “libertad fatal”: la manera en la que por el embrujo del zapping y el click los seres humanos experimentamos el inmenso poder de la ubicuidad. Mediante esos actos banales, casi todo lo que podemos imaginar aparece en segundos a nuestro alcance, convirtiéndonos en esclavos de nuestra voluntad, en rehenes de nuestro “poder discrecional”.

Seducidos por la energía que emana de los comandos del “ordenador”, abandonados “a la satisfacción inmediata” de nuestros “deseos e impaciencias”, presos de la velocidad “de lo instantáneo”, nos volvemos no prisioneros de nuestra libertad, como pensaba Sartre, sino esclavos de nuestros caprichos.

En segundos, pasamos de un diálogo de Platón a un sitio porno. De éste a un chat o a varios. Del chat al mail. Del mail a una conferencia, al menú de un restaurante, al de un supermercado o a un videojuego. Todo instantánea y simultáneamente. No hay finalidad en ello. Sólo un juego de interacciones donde simulamos habitar y controlar todo.

No se necesita tener una interacción constante con “el ordenador” para experimentar la misma conducta en nuestras relaciones cotidianas. El sistema colonizó nuestras percepciones. Habitados por ellas, nos transformamos en niños que, incapaces de fijar su ego en algo, saltamos de un deseo a otro. Violentamos las reglas, pataleamos cuando nos frustran. Lo mismo lanzamos consignas de ética que las transgredimos en nombre de nuestra libertad. Llevados por los inmensos flujos de información que potencian nuestros aparatos y la falsa sensación de libertad que nos producen, nos movemos de un lado a otro en busca de una satisfacción imposible.

Donde –gracias a su casi absoluta omnipresencia mediática– podemos ver mejor este comportamiento es en Andrés Manuel López Obrador. El presidente mira el mundo no como es, sino como un usuario ve la pantalla de su “ordenador”. Lejos de fijar su atención sobre la realidad, la percibe como un menú lleno de posibilidades sobre las que la libertad de su capricho puede operar.

De esa forma, embriagado del mismo poder que le confiere “el ordenador” a su usuario, cada día se abandona a la satisfacción inmediata de sus deseos. No hay lugar en el menú de la vida política y social que no recorra. Va así en un mismo día y según su humor, del pasado al presente, de la austeridad a los megaproyectos, de los “fifís” a las inversiones, de los liberales y progresistas a las épocas donde las mujeres cuidaban sus casas, de la denuncia a un corrupto a la protección de otro, de las víctimas al Ejército y a los victimarios, de las vacunas a un avión que no se vende.

Cada fin de semana recorre estados como un turista visita museos. Semejante al usuario ante su “ordenador”, zapea o cliquea sobre esto y aquello. Va, regresa, mezcla, manipula, genera hipertextos…  y como si a veces operara un videojuego, mira todo plagado de enemigos que buscan frustrarlo.

No hay sitio, materia, mundo que no manosee su ocurrencia del momento y su placer por lo instantáneo. Incapaz de concentrarse, sus recorridos, como los del cibernauta o el operador de un videojuego, no tienen otra finalidad que el gozo de estar en todo y dominarlo. Es Eivan, en clave mexicana, que en Assassin’ Creed Valhalla va con sus fieles en busca de la gloria y la fortuna. Es el jugador que opera el juego creyendo transformar el mundo en el que está atrapado. Es el cibernauta investido del poder ubicuo del “ordenador”.

Cuando el caos de los hechos y de los acontecimientos lo alcanza, mira entonces la mano de un destino malvado que se empeña en frustrarlo, en destruir el juego en el que es feliz y en el que no ha hecho otra cosa que avanzar sobre el vacío. Cuanto más libre se pretende; cuanto más trata de extraer de sí mismo su razón de ser y sus valores, más invocará el fatum de un desorden premeditado que quiere destruirlo y más se empeñará en ganar el juego y controlar los universos que simultáneamente visita.

Todos, en un mundo sistémico, somos como AMLO, todos, en pequeña o en gran escala reproducimos al homo sistémico. De allí, junto con la degradación de la lengua, el caos que habitamos, la ausencia de fronteras entre el bien y el mal y la falta de autocrítica; de allí la espantosa repetición de la violencia que se ha vuelto una triste costumbre en nuestra vida.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a Morelos.

Este análisis forma parte del número 2318 de la edición impresa de Proceso, publicado el 4 de abril de 2021 y cuya versión digitalizada puedes adquirir aquí

Comentarios