Análisis

Escuchar a Venezuela

Es difícil no sentir, después de visitar Venezuela, la necesidad de reflexionar más sobre lo que implica fortalecer una democracia y detener cualquier medida que la erosione.

CIUDAD DE MÉXICO (apro).- En días recientes tuve la oportunidad de visitar Venezuela por segunda vez. Mi primer viaje lo hice en diciembre de 2018, cuando recuerdo haber sido testigo de gran escasez y desabasto de alimentos y medicinas. Esta vez me encontré con una Venezuela diferente, pero no en mejor situación.

Venezuela rompe el corazón, pero impregna con su humanidad y cariño. Es imposible no pensar, mientras uno platica con las y los venezolanos, cómo se fue destruyendo su democracia y sus instituciones. La Misión Internacional Independiente de Determinación de Hechos de la República Bolivariana de Venezuela, creada por el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas, señaló en su informe de 2020, que desde 2014 se han cometido  graves violaciones de derechos humanos y se identificaron, de igual forma, patrones y “crímenes altamente coordinados de conformidad con las políticas del Estado y parte de un curso de conducta tanto generalizado como sistemático, constituyendo así crímenes de lesa humanidad”.

Un informe reciente de la Comisión Internacional de Juristas señala que “[e]l Tribunal Supremo de Justicia, controlado desde hace mucho tiempo por el Poder Ejecutivo, ha gestionado el colapso del Estado de derecho en el país, ya que más de 85% de los jueces ocupan cargos provisionales, están sometidos a presiones políticas, y reciben presiones directas para que emitan decisiones judiciales en favor del gobierno y en contra de personas defensoras de derechos humanos y disidentes políticos”.

Violaciones a derechos fundamentales, un poder judicial y una fiscalía cooptados, inexistencia de equilibrios entre poderes, militares dominando la gestión pública, corrupción, pandemia, control gubernamental de la distribución de alimentos y del combustible, hiperinflación, destrucción de instituciones, ataques a medios, periodistas, defensores e incluso a personas que hacen tareas humanitarias, eran las frases más comunes escuchadas en las diversas conversaciones que sostuve durante mi viaje. 

Hay cosas que se viven y se confirman sólo visitando el país; cualquier idea preconcebida se pone a prueba cuando se mira la realidad que vive la gente y, sobre todo, la más afectada económica y socialmente. Cuando uno transita por Venezuela, es imposible no notar cómo los militares y otras fuerzas de seguridad se han apoderado de la vida cotidiana, operando generalmente en contra de la ciudadanía. Una detención en una “alcabala” (retén) de la Guardia Nacional o cualquier otra fuerza pública, puede terminar en detención arbitraria, dependiendo del “criterio” del oficial que intervenga.

En un viaje de cerca de 350 kilómetros, donde una persona pasa por muchas alcabalas –como el que hice de Caracas a Acarigua (al occidente del país), donde contamos 16 alcabalas en el trayecto y fuimos detenidos en una para revisión de documentos– uno puede imaginar todo lo que pasa. Muchos transportistas de alimentos o de otros productos llevan ya preparado lo que irán “regalando” en cada alcabala para lograr llegar a su destino.

La militarización del país no se manifiesta exclusivamente en temas de seguridad o en la vigilancia y control de las carreteras. La red popular de alimentación, la administración del combustible y otros bienes y servicios básicos, así como la gerencia de puertos estratégicos, la industria minera y hasta el liderazgo del propio Ministerio (Secretaría) del Interior, Justicia y Paz (sí, la justicia y la paz) están manejados por militares. La mayoría de las personas refieren que el gobierno ha destruido la institucionalidad –entre otras cosas– mediante la corrupción y la desprofesionalización de sectores fundamentales para el funcionamiento del Estado, colocando en puestos claves a quien es “incondicional a la revolución bolivariana”, y no a quien tiene capacidades técnicas y profesionales.

Es imposible que no surja en las pláticas el tema de las sanciones económicas. Esto y la caída del precio del petróleo –en un país cuya economía depende principalmente de los ingresos generados por su exportación– aunado a decisiones terribles, como el despido masivo de muchos técnicos que trabajaban en dicha industria hace ya varios años y la falta de inversión en la infraestructura industrial, evidentemente han hecho mella en la economía venezolana.

Sobre las sanciones impuestas por Estados Unidos, se considera que el gobierno ha utilizado esto como el principal pretexto para explicar la crisis humanitaria que vive Venezuela; hay coincidencia, que este factor ha profundizado una crisis ya existente, pero no es necesariamente “el factor causante” de la emergencia humanitaria sufrida por una buena parte de la población. Casi 6 millones de venezolanos y venezolanas han huido del país en los últimos años, no sólo por hambre, desempleo y falta de acceso a servicios básicos, también por falta de  seguridad.

En la Venezuela que pude vivir a finales de 2018 reinaba el desabasto y era impresionante ver tiendas y supermercados vacíos, a la gente recogiendo comida en basureros y luchando por tener lo básico para sobrevivir. La Venezuela de 2021 está llena de “bodegones”, tiendas que están por doquier, con productos importados a precios exorbitantes, inalcanzables para la mayoría. Por ejemplo, si muchas de las personas vivieran sólo de su pensión –de aproximadamente 3 dólares al mes– sólo alcanzarían a comprar un cartón de huevo. La hiperinflación es inmanejable en la vida diaria y se observa una marcada diferencia entre quienes pueden comprar en bodegones y quienes acuden a mercados populares o ventas en las calles con productos de muy baja calidad.

Gran parte de la población, especialmente en el interior del país, vive angustiada y agotada por la dificultad de acceso a gasolina, agua, electricidad, y gas. Varias veces, estando en Acarigua, había que pararse muy temprano o muy tarde –literalmente a la medianoche– “a agarrar el agua”, porque sólo hay servicio a determinadas horas y de no levantarse, se corre el riesgo de quedarse sin el preciado líquido, algo indeseable en medio de una pandemia. 

En mi visita de 2018 me sorprendía que costaba más comprar una botella de agua que llenar un tanque de gasolina. Tres años después, la gasolina se ha dolarizado, con precios que van desde medio dólar el litro (en Caracas) hasta 3 dólares en lugares alejados de la capital. Las familias y amigos simplemente se han dejado de visitar y de ver. Viajar en auto es ahora un lujo.

La pandemia se suma como otra de las tragedias que la gente sufre y el acceso a la vacuna es incierto; en muchas regiones, prácticamente imposible. Ante la desesperación, gente se ha arriesgado a buscar vacunas en el “mercado negro”, con los peligros que eso implica. En un país con información oficial opaca o inexistente, la relativa al número de muertes por la pandemia es poco confiable. Esto hace que muchas personas crean que el virus no es un problema letal. Muchas otras simplemente no pueden “quedarse en casa”, pues necesitan salir a la calle para poder producir. Con un sistema de salud colapsado, quienes se contagian y necesitan hospitalización pocas veces  consiguen “cupo” en el sistema público y tampoco pueden ir a un hospital privado que cobra miles de dólares, inaccesible para quien al mes gana 3 dólares.

Muchas cosas se pueden escribir sobre una Venezuela colapsada, pero comparto también lo más valioso que me traje de ese viaje: las y los venezolanos. Defensores y defensoras de derechos humanos haciendo un trabajo ejemplar todos los días en medio de los riesgos; periodistas perseguidos pero informando; sacerdotes trabajando en el centro de zonas violentas pero construyendo convivencia ciudadana y trabajando con las y los jóvenes; trabajadores humanitarios atacados pero prestando asistencia; maestras, profesores y académicos comprometidos con impartir educación; familiares que viven de las remesas o con dificultades y siempre ofrecen lo mejor que tienen en la mesa; abogados que litigan cuando pueden pero manejan taxis para sostener a sus familias;  médicos con salarios indignos que andan en bicicleta atendiendo gratis o por muy poco dinero a pacientes; todos dando una batalla ejemplar no sólo para sobrevivir, sino para seguir luchando por su país.

“No somos sólo esto que ves”, me repetía mucho la gente, como para que no me trajera como recuerdo un país roto, sino un país que lucha por salir de la tragedia en la que ahora está inmerso. No hay forma de no sentirse hermanado y unido con las y los venezolanos. Mi admiración profunda a defensores de derechos humanos, periodistas y trabajadores humanitarios, quienes en un contexto tan adverso y criminalizado ponen su vida y energía  día a día en todo lo que hacen y mantienen una esperanza y una entrega digna de ser admirada.

Todo paralelismo entre lo que sucede en Venezuela y México corre el riesgo de ser simplista y reduccionista, porque nuestra historia se ha construido de forma diferente y tiene sus propias complejidades, pero es difícil no sentir, después de visitar Venezuela, la necesidad de reflexionar más sobre lo que implica fortalecer una democracia y detener cualquier medida que la erosione. No se debe medir a un gobierno por la ideología que promueva, sino por la manera en la que respete, garantice y proteja los derechos humanos. Nada está dado ni todo está ganado en nuestros países: la lucha por los derechos y por la democracia debe ser una tarea de todos los días a la que no podemos renunciar si queremos una vida de bienestar, en paz y con justicia.

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