Violencia

El monstruo bicéfalo

En las últimas tres décadas, al menos en México y en Colombia, el monstruo comenzó otra vez a mutar. A su decrepitud –la legalidad y la legitimidad se volvieron imprecisas– le ha salido otra cabeza más monstruosa y helada: el crimen organizado.
lunes, 23 de agosto de 2021 · 10:46

Para Azucena Uresti, con mi cariño y mi solidaridad.

A mis compañeros periodistas y defensores de derechos humanos amenazados o asesinados

A las víctimas de este país miserabilizado

Ciudad de México (apro).- En Así hablaba Zaratustra, Nietzsche definió al Estado como “un monstruo frío; el más frío de los monstruos fríos”. No sólo porque es el más despiadado, sino porque es helado hasta “cuando miente” y dice: “Yo, el Estado, soy el pueblo”. Al definirlo, Nietzsche pensaba en el Leviatán de Hobbes, quien, a su vez, al componer su obra sobre el Estado, pensaba en la criatura bíblica que forma parte de los monstruos marinos creados, según el Génesis, por Yahvé el quinto día y que el libro de Job (41) describe en forma de dragón como el más poderoso de los seres creados.

Ese monstruo marino, parece decirnos Hobbes, mutó en el ser que aparece en el frontispicio de su primera edición del Leviatán: un gigantesco rey, de rostro frío y hierático, cuyo cuerpo está formado de cientos de seres que lo miran como a un dios. En su mano derecha lleva la espada del poder mundano (la legalidad); en la otra, el báculo del poder espiritual (la legitimidad).

Desde que mutó, ese monstruo ha manifestado su frialdad de muchas formas, desde las menos frías (las democráticas) hasta las más heladas (las dictaduras). En las últimas tres décadas, al menos en México y en Colombia, el monstruo comenzó otra vez a mutar. A su decrepitud –la legalidad y la legitimidad se volvieron imprecisas– le ha salido otra cabeza más monstruosa y helada: el crimen organizado.

Ese monstruo bicéfalo ha adquirido su presencia más clara con el gobierno de la 4T: un régimen híbrido en el que –lo analicé en un artículo anterior (Proceso 2330)– la dictablanda del presidente se acompasa bien con la dictadura del crimen organizado. Una de sus manifestaciones más claras es la relación inversamente proporcional que hay entre la violencia verbal que López Obrador suele desplegar en las “mañaneras” contra ciertos periodistas e intelectuales, sectores de la prensa y organizaciones civiles que no le son gratos, y las amenazas, ­desapariciones y asesinatos de organizaciones criminales a periodistas y defensores de derechos humanos (43 periodistas y 63 activistas en lo que va de su gobierno y una casi absoluta impunidad).

Hace unas semanas esa relación se hizo más evidente. A las amenazas que un grupo de la delincuencia organizada lanzó de manera implícita contra varios medios de comunicación, explícita contra Milenio y, en particular, contra Azucena Uresti, López Obrador respondió 48 horas después con la frialdad del Estado: no hizo una condena contundente, no llamó a hacer una investigación judicial, simplemente manifestó una apática solidaridad con Azucena y una abstracción llamada periodistas. Esa amenaza, que provenía de hombres enmascarados y fuertemente armados que se expresaban con un lenguaje más desmañado que el del presidente, no distaba mucho del lenguaje virulento con el que López Obrador suele dirigirse en las “mañaneras” a quienes no le gustan: “mentirosos”, “parciales”, “prensa sicaria”, “prostituida”, “hampa del periodismo”, etcétera.

No sé cuáles sean las razones personales de López Obrador para esta extraña complicidad y no importan. Siempre serán inaceptables en el orden de la ética política. Lo que importa es lo que muestra de esa mutación del Estado que viene gestándose desde Miguel de la Madrid y que no podemos seguir analizando con los viejos parámetros de los periodos en los que el Estado era ese monstruo frío que, con una sola cabeza de rostro hierático, sometía a los seres humanos mediante la espada de la legalidad y el báculo de la legitimidad.

El Estado como lo conocíamos ha mutado. Se ha vuelto decrépito y a su decrepitud, acorde con los tiempos de la manipulación genética, le ha brotado otra cabeza que lo ha vuelto más frío, más despiadado y helado en su capacidad de mentir y someter. Su presencia no tiene sólo la forma del infierno que, según las descripciones de la tradición judeocristiana, es un gobierno penitencial, es decir, de dolor, de sufrimiento y de penas terribles. Tiene también la del caos, en su sentido más original de materia sin forma, de tiniebla antes de la creación, es decir, antes de que la palabra –el sentido, el diálogo, lo propio de lo humanos– se pronunciara y sacara al mundo de sus brumas.

Este Estado mutado en un monstruo bicéfalo, cuyas heladas aguas ya no son las de las monarquías absolutistas ni las del cálculo egoísta que Marx veía en el capitalismo, ni las frías de las democracias liberales ni las glaciales de las dictaduras a la vieja usanza, sino las del crimen casi en estado puro, ya no pretende gobernar bajo un dictado unívoco, sino administrar, bajo el galimatías de un lenguaje cada vez más degradado y una violencia sin límites, un infierno sin forma, donde los “gobiernos”, al lado del crimen, reinan sobre fosas y cadáveres, entre vestigios de instituciones, en medio del miedo, el hambre, la extorsión, el abandono y la indefensión de lo que aún llamamos ciudadanía.

¿Cómo escapar de él? ¿Cómo crear un mundo donde quepan muchos mundos, como dicen los zapatistas? ¿Cómo devolvernos la palabra y el sentido? Son los desafíos de esta crisis civilizatoria, de este tiempo del fin de una larga era.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.  

Este análisis forma parte del número 2338 de la edición impresa de Proceso, publicado el 22 de agosto de 2021, cuya edición digital puede adquirir en este enlace

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