Talibán

El caso de Afganistán: Las tinieblas culturales

La ascensión al poder de los talibanes en Afganistán concita serias reflexiones en el ámbito de la cultura, toda vez que la salvaguarda del patrimonio cultural de ese país ha estado expuesta a múltiples vicisitudes provenientes del amorfismo talibán.
sábado, 25 de septiembre de 2021 · 20:47

Somos las únicas piedras frágiles…
las estatuas han dejado un hueco en la humanidad.

The Stones of Bamiyan (fragmento)
Rajagopal Parth, poeta indio

La reciente ascensión al poder de los talibanes en Afganistán concita serias reflexiones en el ámbito de la cultura, toda vez que la salvaguarda del patrimonio cultural de ese país ha estado expuesta a múltiples vicisitudes provenientes del amorfismo talibán, conformado por etnias heterogéneas cuyas fuerzas centrífugas han llegado a ser devastadoras.

El 15 de octubre de 1999 el Consejo de Seguridad (CS) de la ONU adoptó la resolución S/RES/1267, en la que reiteró su inquietud por las constantes transgresiones de los talibanes al derecho humanitario internacional y a los derechos humanos, particularmente en contra de las mujeres y las menores de edad, pero también por el tráfico de opio y las actividades terroristas.

No hay un solo viso de que ahora la situación vaya a ser diferente en aquella nación; así lo indica el dramatismo de las imágenes difundidas por la prensa internacional en torno a la situación que priva en Kabul, la capital afgana, ante la reinstalación del Emirato Islámico de Afganistán (EIA) en el poder. El espectro de la hambruna empieza a hacerse presente.

La integración del primer gobierno interino es igualmente perturbadora; en éste figura Mohammed Yaqoob, miembro de la etnia pastún y titular del Ministerio de Defensa. Este personaje es el primogénito del mulá Mohammed Omar, primer emir del EIA y quien ordenó la destrucción de los Colosos de Bamiyan.

Si bien en su resolución el CS reafirmó su compromiso con el respeto a la soberanía, independencia, integridad territorial y unidad nacional afgana, en forma sorprendente y contraria a su tradición expresó también su respeto por el legado histórico y cultural del país islamista. No le falta razón al CS, pues, como lo ha demostrado el historiador Arnold Toynbee, Afganistán es una encrucijada cultural de enorme riqueza en la que confluyeron griegos, persas, hinduistas e islámicos; una riqueza empero que es propicia para la expoliación en tiempos de turbulencia.

El CS tenía claro desde entonces que los talibanes, al igual que otros grupos delictivos internacionales, recurrían a la venta indiscriminada de bienes culturales para allegarse recursos, lo que, de acuerdo con estadísticas de la Interpol, posicionó este ilícito como una de las principales y más rentables actividades del crimen organizado internacional.

El vandalismo cultural

La política de salvaguarda del patrimonio cultural del régimen talibán ha sido, por decir lo menos, errática. Un breve recuento de lo acontecido en el crespúsculo del siglo XX sustenta este aserto.

En 1996 esta congregación acérrima se hizo con el poder en Afganistán. El emir Omar emitió un primer edicto en el que prohibía todo símbolo alegórico, pero simultáneamente decretó que los bienes culturales de la antigua cultura afgana serían protegidos.

Los Budas de Bamiyan, esculpidos sobre inmensas formaciones rocosas entre los siglos III y IV aC, destacaban entre los activos más preciados del patrimonio cultural de la humanidad. Por haberse erigido como monumentos considerados ahora idolátricos, estos colosos confrontaron la interpretación totalitaria, fundamentalista y excluyente que los talibanes hacen del Corán.

En 1997, con motivo del sitio de Bamiyan, los talibanes radicales amenazaron por primera vez con destruir las esculturas budistas; sin embargo, el Ministerio de Cultura ordenó que no se atentara contra ellas. No obstante, en 1998 grupos ultraextremistas desacataron esta orden al derruir la cabeza del más pequeño de los budas. En julio de 1999 Kabul volvió a insistir en su determinación de salvaguardar los bienes culturales afganos e hizo una mención específica en el sentido de brindar protección a las monumentales efigies, así como de prohibir las excavaciones arqueológicas y el tráfico ilícito.

Marzo de 2001 fue una fecha aciaga para la cultura universal por la total impunidad de los talibanes radicales luego de haber destruido una parte del patrimonio cultural de la humanidad. Un mes antes, el mulá Omar había vuelto a promulgar un edicto en el que ordenaba demoler los Colosos de Bamiyan. Su texto resultaba sintomático: el dirigente religioso alegaba que él no podría justificar el día del juicio final haber dejado estas “impurezas” en suelo afgano.

La esencia de interpretaciones como la anterior era la implementación irracional y extremista del orden islámico y la subyugante intolerancia religiosa. La UNESCO argumentó en vano que era necesario tener en consideración la diferencia específica entre idolatría y ejemplaridad, entre ídolo e icono, entre admiración y veneración.

El régimen talibán, acompasado por el pillaje en el Museo de Kabul, ordenó destruir los Budas de Bamiyan ante la indignación mundial. Estos hechos no podían entenderse como incidentes aislados, sino como una estrategia deliberada para aniquilar sistemáticamente las tradiciones y el legado cultural afgano o cualquier otra expresión religiosa que los talibanes consideraran contraria a la sharía, que es el corpus juris islámico.

Más aún, este proceder de los talibanes constituyó un desafío a la ONU y un desprecio por el derecho y la opinión pública internacionales, que con aflicción contempló el vandalismo perpetrado en forma consciente contra un sitio de enorme valía cultural. Salvo estos sucesos, en los anales internacionales relativos a la salvaguarda del patrimonio cultural no se tiene registro de una intencionada y sistemática devastación como ésta.

La iconoclasia

A lo largo de la historia se han registrado movimientos iconoclastas que derivaron en grandes pérdidas para el patrimonio cultural de la humanidad. En otra vertiente, los conflictos bélicos conllevan, asimismo, daños irreversibles al mismo patrimonio.

El patológico corpus religioso-cultural del talibán tuvo por su parte características propias, de manera que el asolamiento resultante no estuvo inserto en un enfrentamiento armado que tuviera por objetivo mermar el patrimonio cultural del enemigo sino, por lo contrario, aniquilar cualquier expresión cultural o religiosa contraria a sus creencias. La destrucción de los colosos de Bamiyan fue urdida con premeditación, pregonada a escala universal y, finalmente, ejecutada con desdén hacia todo llamado internacional por detenerla.

La desolación

La situación en Afganistán es convulsiva. Este país se encuentra económicamente desmoronado y su población ha sido arrasada por una pobreza infame, además de hallarse sometida a un régimen teocrático implacable. La intolerancia religiosa ha sido el catalizador de transgresiones recurrentes de los derechos humanos.

Por tales motivos, la conducta del talibán se considera contraria al derecho internacional y una amenaza para la paz y la seguridad internacionales; más aún, conforme al Capítulo VII de la Carta de la ONU ameritaría la imposición de sanciones.

Estos acontecimientos se desarrollan bajo un umbral inexpugnable en lo que atañe a la posibilidad de discurrir sobre la función operativa del patrimonio cultural durante hostilidades bélicas y su significado.

Al respecto, las acciones de la comunidad internacional se redujeron a la Declaración de la UNESCO relativa a la destrucción intencional del patrimonio cultural, aprobada por la conferencia general del organismo en octubre de 2003 y cuyo efecto inercial ha sido empero paulatinamente superado. Pudiera pensarse que las referencias a la responsabilidad criminal, tanto de Estados como de individuos, por actos deliberados de destrucción del patrimonio cultural configuran un nuevo sistema que tiende a resolver las tensiones entre la función del patrimonio y el vandalismo cultural.

Los precedentes del Tribunal Penal Internacional para la ex Yugoslavia ante los daños patrimoniales cometidas en la Guerra de los Balcanes, así como las resoluciones de la Corte Penal Internacional (CPI) por los ultrajes contra los 14 mausoleos de Tombuctú, entre ellos la mezquita Sidi Yahya, parecieran sugerir que la conducta vandálica de los talibanes no quedará impune. La sentencia de la CPI contra el radical Ahmad al-Faqi-Mahdi por este tipo de delitos debería estar esculpida en la memoria colectiva internacional.

Epílogo

Como una medida de apremio, Occidente y organismos internacionales, como la UNESCO, vislumbran no aislar a los talibanes y construyen afanosamente una interlocución con ellos, lo que contribuiría a la eventual salvaguarda del patrimonio cultural.

Resulta claro que el patrimonio cultural no es un objeto neutral, pues comporta significados educativos, intelectuales y políticos; por consiguiente, el análisis sobre su destrucción premeditada transita en paralelo con las vicisitudes de los derechos humanos, como el genocidio. Esta carencia de neutralidad hace irreconciliable el patrimonio cultural con la historia, pero la destrucción de aquel nos confronta con ésta.

*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

Ensayo publicado el 19 de septiembre en la edición 2342 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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