Alfredo López Austin

El ejemplo y la sabiduría de Alfredo López Austin

sábado, 1 de enero de 2022 · 14:37

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Todas las alumnas y todos los alumnos de Alfredo López Austin tenemos el mismo recuerdo: un hombre sabio y generoso que siempre nos trató de tú y con respeto, que siempre se esforzó en recordar nuestros nombres, que siempre atendió nuestras preguntas. Como decía uno de ellos, Alfredo nos hacía sentir como sus colegas.

Nunca podré olvidar las clases que tomé con él en la Facultad de Filosofía y Letras a mediados de la década de los ochenta.- El salón inmenso; la voz siempre modulada y seductora, como recuerda Ana Garduño; la atención que le prestábamos y las explicaciones, informaciones y riquísimas interpretaciones que él nos prodigaba. Fue gracias a sus cátedras que me he dedicado a la historia de los pueblos indígenas, fue su conocimiento y su claridad, su manera siempre inquisitiva y fascinante de describir esa realidad inagotable de pueblos y culturas que me abrieron este camino. Alfredo nos hacía volar la imaginación con la arqueología, nos emocionaba con la lingüística, nos enseñaba las grandes preguntas de la historia del arte, la antropología y la historia misma. Su conocimiento era enciclopédico pero más sorprendente era su capacidad de dar sentido a toda la información, de imaginar sociedades vivas y contradictorias, personas vivientes e inteligentes, culturas vitales y cambiantes.

En 1986 López Austin acababa de publicar Cuerpo humano e ideología, un tratado inmenso en el que catalogaba los nombres de cada una de las partes del cuerpo en náhuatl y proponía un modelo intelectual para entender la relación entre el microcosmos corporal y la concepción del mundo, entre sociedad e ideología, entre las múltiples almas mesoamericanas y las identidades humanas y colectivas. Estaba en camino de construir el modelo de la cosmovisión mesoamericana que habría de formular de manera plena en 1991 en Los mitos del Tlacuache, un ambicioso proyecto académico de construir una visión en conjunto de las culturas indígenas, una interpretación holística que integraba las evidencias arqueológicas, la información contenida en las fuentes históricas y las observaciones etnográficas, un nuevo paradigma científico para entender la relación entre sociedad y cultura en Mesoamérica.

Por eso todas y todos sabíamos que Alfredo nos daba mucho más que una clase. También estábamos consciente del privilegio que era tener un maestro así en una licenciatura en una universidad pública. Nos emocionaba que un científico de punta compartiera con sus estudiantes sus hipótesis, sus ocurrencias, sus dudas. Todo esto sin hacer distingos por clase, género, aspecto o cualquier otro factor, sin pretender separar a unos de otros con criterios de “mérito” o “talento”. Éste era en la práctica, en el ejemplo, el espíritu de rigor y generosidad intelectual que define lo mejor de la universidad y la academia, y nuestra UNAM en particular.

Su querida esposa Marta Luján, nuestra querida maestra Marta, siempre lo acompañaba y se encargaba con él de atender, enseñar, y también encaminar y cuidar a sus estudiantes. Juntos, nos proporcionaban un espacio académico seguro e igualitario, donde sabíamos que merecíamos ser escuchados y respetados. Tristemente, esa no era la norma en la UNAM de la década de los ochenta, ni lo es el día de hoy. Porque Alfredo y Marta no sólo nos prodigaban conocimientos y atención, sino también afecto. Las “prácticas”, excursiones de cuatro o cinco días a sitios arqueológico más o menos remotos (Palenque, El Tajín, etcétera) eran aventuras democráticas en las que comíamos, caminábamos, aprendíamos, cantábamos, conversábamos y al final bailábamos juntas y juntos, siempre con Marta y Alfredo. Eran también un espacio de  libertad personal y sexual excepcional en el México de entonces.

Como historiador, pero sobre todo como persona, tuve la inmensa fortuna de conocer más de cerca la generosidad de Alfredo. Cuando elegí un tema mesoamericano para mi tesis y le pedí que fuera mi asesor, varies de mis compañeres me expresaron su envidia. Y tenían razón: trabajar de cerca con él en mis tesis de licenciatura y luego de doctorado fue una experiencia excepcional. En primer lugar, por todo lo que me enseñó y las sugerencias tan valiosas que me hizo, desde luego, pero sobre todo porque me trató como un colega desde el primer instante y me enseñó a investigar y reflexionar académicamente como un verdadero maestro que transmite un oficio. Alfredo me decía que no quería tener discípulos, y por ello aceptó siempre mis cuestionamientos, respondió siempre a mis inquietudes y se mostró dispuesto a aprender de mí, a que aprendiéramos juntos. En nuestras conversaciones, siempre debatimos, acordamos y disputamos con absoluto respeto. Muchas veces comprobaba, con orgullo, que él leía los autores que yo le sugería y que se dejaba seducir por sus ideas. Juntos exploramos discusiones teóricas y metodológicas que fueron clave para la construcción de su modelo sobre la cosmovisión: el estructuralismo, el formalismo ruso, la teoría de los géneros de Todorov y Bajtin, las discusiones teóricas sobre mitología. En 1994 publicó Tamoanchan y Tlalocan, donde afinaba su propuesta y le daba una gran fuerza de explicación del arte, los mitos, la cultura.

Alfredo López Austin siempre se definió y se comportó como un científico. Un hombre consagrado al conocimiento racional y autocrítico, un materialista histórico riguroso y creativo con un compromiso profundo para transformar la realidad. Era irreverente con la autoridad e indiferente con los premios y las distinciones de oropel. Nunca le gustaron las academias ni las jerarquías. Trataba con igual respeto a sus estudiantes que a las vacas sagradas. Desde su postura clara, desde su franqueza siempre respetuosa, no temía cuestionar frontalmente al poder, defender lo que consideraba la verdad. En 1987, cuando las y los estudiantes del Consejo Estudiantil Universitario hicimos una huelga y marchamos al Zócalo de la Ciudad de México, rompiendo dos décadas de prohibición autoritaria marcada con la sangre de nuestras compañeras y compañeros de 1968, muchos sentíamos menos miedo porque sabíamos que Alfredo estaba con nosotras y nosotros y que nos defendería sin miedo ni contemplaciones.

En 1995 Alfredo me pidió que lo sustituyera por un año en su curso de Mesoamérica en el Colegio de Historia. Ha sido uno de los mayores honores de mi vida y también una de las responsabilidades que más nervios me han provocado. No pretendí imitarlo, impartí un curso muy diferente al suyo, lo que él aceptó con toda naturalidad, con su habitual respeto. Lo único que me exigió fue que hiciera la “práctica” semestral a Oaxaca. Me explicó que para muchas y muchos estudiantes esta sería la única manera de poder visitar estos sitios arqueológicos. Con su habitual buen humor, Marta me recordó también que era un espacio de libertad y convivencia fundamental para ellas y ellos: “Los novios te lo agradecerán”. Lo hice y fue entonces que calibré la inmensa humanidad de ambos. Hacerse cargo por unos días de varias docenas de adultos jóvenes, autónomos, contestatarios, reventados y diversos, que se aprovechaban de libertades fuera de lo común mientras viajaban por este país violento y sorprendente, requiere compromiso y sabiduría, empatía y atención, respeto y autoridad, pero sobre todo, mucho cariño. En eso podremos convenir todas las alumnas y alumnos de Alfredo: su mayor enseñanza era ésa, su humanidad, su integridad, su sencillez.

*Historiador, antropólogo e investigador. Especialista en historia de Mesoamérica, la conquista de México y racismo en México. El presente texto es un tributo al historiador y antropólogo Alfredo López Austin, quien murió el pasado 15 de octubre.

Opinión publicada el 26 de diciembre en la edición 2356 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

 

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