Militarización

Militarismo: la desmemoria del origen de la violencia

Solamente 8% de la población tiene confianza en las policías estatales y 6% en los cuerpos de seguridad municipales. En contraste, la Marina, el Ejército y la Guardia Nacional gozan de mucha credibilidad (encuesta a domicilio De las Heras, septiembre 2022).
lunes, 3 de octubre de 2022 · 09:54

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–¿Dónde comenzó la aceptación? ¿O sería más pertinente nombrarla resignación? ¿Cuándo sucedió que prefirieron al soldado armado pisando las calles? ¿Cuándo terminó por parecer normal que los militares fueran el último recurso para conseguir la paz entre las personas que habitamos este país? ¿De qué manera ocurrió que decidimos abrazar la cultura autoritaria que coloca al gobierno militar sobre los asuntos civiles?

Es incontrovertible: nuestra alma se militarizó y la inmensa mayoría quiere a las Fuerzas Armadas a cargo. Si nos asaltan en el transporte público, si el narcomenudista visita la escuela de las hijas, si la empresa criminal extorsiona nuestro negocio, si nos roban en la casa, si sufrimos un secuestro, si sucede la tragedia de un homicidio, queremos –de manera abrumadora– que sean los soldados quienes nos defiendan en primera instancia.

Solamente 8% de la población tiene confianza en las policías estatales y 6% en los cuerpos de seguridad municipales. En contraste, la Marina, el Ejército y la Guardia Nacional gozan de mucha credibilidad (encuesta a domicilio De las Heras, septiembre 2022).

Estos números los conoce bien el presidente Andrés Manuel López Obrador y por ello propuso un “ejercicio de participación”, a través de un sondeo por internet, para el próximo domingo 22 de enero, en el que va a preguntarse lo que ya se sabe que la gente va a responder.

¿Cuándo comenzaron las personas a creer lo que ahora dicen con tanta contundencia? No pudo ser cuando estalló la crisis de violencia, porque si se buscara con sinceridad el comienzo de la tragedia, sería indefendible lo que ahora se defiende.

En efecto, sólo la desmemoria de hoy podría llevar a proponer como solución aquello que fue el principal detonador de la violencia.

El origen del mal que nos consume puede y debe fecharse. Es falsa la hipótesis que quiere presentar a México como un país desde siempre violento. Prueba de ello fue que el cierre del siglo XX coincidió con una dramática disminución en la tasa de homicidio.

¿Qué ocurrió de entonces para acá?

La crisis que hoy nos consume comenzó a gestarse cuando un grupo reducido de militares mexicanos –formados en Estados Unidos– cruzó la línea de la legalidad para enlistarse en las filas del crimen organizado.

Esa veintena de sujetos, que luego se autonombraron “Los Zetas”, se convirtieron –sin renunciar a sus grados ni a la nómina– en brazo armado del Cártel del Golfo, comandado por un encumbrado empresario criminal llamado Osiel Cárdenas.

El término “zeta” delata el origen militar de ese brazo armado, ya que fue tomado de la nomenclatura utilizada en los noventa para designar el color “azul zeta” de los uniformes.

Entre los veinte primeros integrantes de ese grupo estuvieron Arturo Guzmán Decena, Heriberto Lazcano Lazcano, Jaime González Durán o Galdino Mellado Cruz. La mayoría habían sido formados, a costa del erario, como agentes del Grupo Aeromóvil de Fuerzas Especiales (GAFE) y también habían sido entrenados en tácticas de inteligencia militar en un par de centros de cuarteles de Estados Unidos.

La crisis de violencia que hoy vivimos continuó cuando Osiel Cárdenas encomendó a estos militares –capacitados como auténticas máquinas de matar– que integraran un grupo paramilitar de alrededor de 500 personas cuya tarea sería proteger los intereses criminales de una empresa que nació en Tamaulipas y muy pronto se extendió a otras regiones del país, al tiempo que se diversificaba el negocio del trasiego de drogas con otras actividades, como el tráfico de migrantes, la trata de personas, la extorsión o el control de minas, agua, la producción agrícola o los aserraderos.

La crisis empeoró cuando este modelo de negocio, protegido por militares y exmilitares, hizo metástasis en entidades como Michoacán, Veracruz, Tabasco o Nuevo León. En el siguiente capítulo de la escalada de violencia, las empresas competidoras necesitaron crear cuerpos paramilitares similares a Los Zetas. La aparición de grupos, como Los Pelones, que se convirtieron en el brazo armado del cártel de los hermanos Beltrán Leyva, fue la consecuencia lógica de una guerra que dejó de ser por el comercio de estupefacientes para concentrarse en el control, literalmente militar, del territorio.

Para este momento de la historia –mediados de la primera década de este siglo– se observó una ola imparable de deserciones dentro de las filas del Ejército mexicano, porque los antiguos soldados encontraban una mejor paga y un mejor futuro si seguían los pasos de los primeros zetas.

La crisis de violencia que hoy nos ocupa se aceleró cuando los altos mandos militares no fueron capaces de frenar este fenómeno, como tampoco pudieron parar la movilización armada y financiada a partir de recursos humanos que originalmente habían trabajado para el Estado mexicano. Aquella década concluyó, según fuentes de la propia secretaría de la Defensa Nacional, con un cálculo aproximado de medio millón de personas involucradas en la conflagración entre esas empresas criminales.

Después vino la desmemoria cómplice y con ella la resignación de unos y la ingenuidad de muchos otros. Sólo el borramiento del pasado puede explicar cómo fue que la mayoría de la gente prefiere hoy someterse a la agenda de la cúpula militar a la vez que desestima a las autoridades civiles.

No deja de ser admirable el éxito que ha tenido el militarismo para desplazar a la política, los jueces, la representación democrática, los cuerpos técnicos de la burocracia, la investigación policial y hasta la repartición de vacunas.

Tanto o más inquietante es que, a pesar de todo, las Fuerzas Armadas hayan logrado concentrar en su férreo puño todas las tareas de inteligencia del Estado mexicano, labores que le han servido para espiar y amedrentar a defensores de derechos humanos, periodistas, funcionarios y políticos.

El pasado martes 13 de septiembre el general secretario de la Defensa, Luis Cresencio Sandoval, alertó contra quienes –según su sesgada subjetividad– habían echado a andar “una campaña de desprestigio… (basada en) comentarios tendenciosos” para alejar a las Fuerzas Armadas de la ciudadanía.

Se equivoca de principio a fin el secretario: quien comenzó esta campaña hace ya más de 20 años fue la cúpula militar que hoy se presenta, paradójicamente, como única solución para hacer que el país funcione.

Análisis publicado el 2 de octubre en la edición 2396 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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