Violencia

Normalizar

El caso de Debanhi debe esclarecerse, como el de los cientos de miles de asesinados y desaparecidos. Pero esto no se hará mientras creamos que se trata de casos aislados y no de una estructura social y política podrida que requiere de un tratamiento distinto.
martes, 17 de mayo de 2022 · 09:37

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–Normalizar, en la acepción en que uso esa palabra, es hacer que algo extraordinario que debería escandalizarnos se vuelva parte de lo cotidiano. Con López Obrador, el crimen en México ha llegado allí. A fuerza de repetirse, de banalizarse, de incorporarse al Estado, nos inoculó de indiferencia. Fuera de crímenes que, como la punta de un iceberg, logran salir a la superficie y sacarnos de nuestra parálisis, los homicidios, los feminicidios, las masacres ya no nos conmueven. Lejos de ello, se han vuelto parte de nuestro paisaje y, al menos en el lenguaje, nos han contaminado con su violencia.

En el sexenio de Calderón, cuando el crimen se desbordó, los 83 mil asesinatos, los 16 mil 546 desaparecidos, las 64 masacres con los que cerró su administración y los vínculos de su secretario de Seguridad Pública con el crimen organizado, si no lo llevaron ante la justicia, lo grabaron con una letra escarlata de criminal y con el descrédito de su partido.

Algo semejante sucedió con el de Peña Nieto. Los 156 mil 437 asesinatos; los 35 mil 65 desaparecidos, entre los que se encuentran los 43 estudiantes de Ayotzinapa; las 35 masacres; la Estafa Maestra y la Casa Blanca, terminaron por hundirlo, a él y a su partido, en un repugnante lodazal.

A López Obrador, en cambio, ese horror que heredó (los crímenes del pasado son deudas de Estado) y que ha crecido desde que asumió la Presidencia (110 mil asesinatos, más de 30 mil desaparecidos, 851 masacres, graves corrupciones de su familia y parte de su gabinete) no parecen minarlo: su popularidad sigue siendo alta, su lenguaje, con el beneplácito de una buena parte de la nación, no sólo incorporó a su discurso el lenguaje intimidatorio de los criminales sino, continuando la práctica de los regímenes anteriores y de los partidos, ha sido connivente tanto con células criminales –la de la familia del Chapo– como, por mediación de Mario Delgado, con grupos políticos presuntamente asociados con el crimen organizado, como Salgado Macedonio en Guerrero y Ricardo Gallardo en San Luis Potosí.

López Obrador ha logrado lo que sus antecesores desearon y no pudieron realizar, pero ayudaron a construir: normalizar la violencia, la impunidad y el crimen, y darle carta de naturalización al horror. A fuerza de frivolizarlo, de culpar sólo al pasado de ello, de proteger a gente con historias indignas, de contaminar a la nación de resentimiento, de distraer a todos con problemas cuya seriedad palidece junto a los niveles de criminalidad que el país ha alcanzado, de encubrir su discurso de odio bajo el manto de un hombre de bien que ama a los pobres y fustiga a los malvados, López Obrador ha hecho de lo extraordinario lo ordinario.

Lo más grave es que él mismo se comprometió delante del país y de las víctimas no sólo a hacer que la verdad, la justicia y la paz encontraran, mediante una agenda de Justicia Transicional, el camino que la corrupción y la violencia ocultaron, sino a regresar al Ejército a los cuarteles. No lo hizo. A las víctimas las abandonó a la injusticia, al país a la violencia y al Ejército, responsable, junto con las organizaciones criminales, de la desaparición de los 43 normalistas de Ayotzinapa y del reciente asesinato de Ángel Yael Ignacio Rangel en Guanajuato, le dio parte del control del país y ha ocultado su responsabilidad en muchas de las desapariciones y masacres del pasado y del presente.

López Obrador es, en este sentido, el gran traidor. No lo es, como muchos creen, por hacer un aeropuerto en un lugar inadecuado, por construir un tren absurdo en la península de Yucatán, por querer regresar a la producción y el consumo de energías fósiles. Esas tareas son parte de las contradicciones de un mundo que sigue apostando por el crecimiento y el desarrollo, parte de una discusión política. Lo es, en cambio, por normalizar la violencia, la corrupción, la impunidad, y usarla para reinar e insensibilizarnos frente al horror. Lo es también por hacernos creer que la enorme cantidad de asesinatos, desapariciones, fosas clandestinas, son hechos aislados sin ninguna relación con la corrupción, la impunidad y el Estado.

La forma en que la prensa trata los crímenes –una nota roja que sustituye a la anterior– es su expresión más clara. Pienso, entre las más recientes, en la muerte de Debanhi Escobar. Pidiendo que se esclarezca, la prensa y la nación han olvidado que en esa carretera –Monterrey-Reynosa–, donde se halló su cuerpo en la cisterna de un motel, han desaparecido a lo largo de más de una década muchos seres humanos sin dejar rastro, que el colectivo Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos descubrió un predio con “cientos de miles de fragmentos de huesos humanos incinerados que aún no se han identificado” y un tubo de cemento de 75 metros de diámetro y más de 300 de largo donde parece haber muchos cuerpos de desaparecidos.

El caso de Debanhi debe esclarecerse, como el de los cientos de miles de asesinados y desaparecidos. Pero esto no se hará mientras creamos que se trata de casos aislados y no de una estructura social y política podrida que requiere de un tratamiento distinto.

Normalizar la violencia y el horror ha sido la gran traición de López Obrador; aceptarlo ha sido y es la gran traición y el gran crimen de todos.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México.  

 

 

 

 

Este análisis forma parte del número 2376 de la edición impresa de Proceso, publicado el 15 de mayo de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

Comentarios