Análisis

Putin, la guerra y los Románov

Se menciona la inspiración que encuentra Putin en el pasado grandioso de Rusia, y quizás asista algo de razón.
viernes, 20 de mayo de 2022 · 13:55

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- El Día de la Victoria de Europa, que marcó el fin de la Segunda Guerra Mundial, se festeja cada 9 de mayo desde 1945. Se refiere concretamente a la rendición de la Alemania nazi frente a la Unión Soviética. Éste fue el país que aportó más muertos en esa contienda y el que venció al ejército alemán.

En el actual contexto, la Rusia de Putin es mostrada por los medios internacionales como lo opuesto al heroísmo de esa contienda, cuando sus tropas invaden Ucrania y destruyen sin miramiento poblados enteros, causan muertes y provocan la huida de millones de personas. La crisis humanitaria que tiene lugar en esa región de Europa sólo se ha visto en las dos contiendas mundiales del siglo pasado.

Muchos argumentos corren buscando entender las intenciones de Vladimir Putin, aunque parece que su cálculo de una rápida rendición de Ucrania fue interceptado por el apoyo irrestricto otorgado principalmente por Estados Unidos y los países europeos a Volodímir Zelenski. No lograron el cese de las hostilidades, pero sí la extensión de una guerra que pudo resolverse en el corto plazo. Sobre las intenciones sirva de ejemplo la ayuda prometida por el gobierno estadunidense hace tres años por apenas 4 mil millones de dólares para enfrentar el problema de la emigración de centroamericanos hacia su territorio, que sigue sin ejercerse. En cambio, en unas semanas fluyeron cientos de miles de millones de dólares para apoyar a los combatientes ucranianos. Habría que agregar que este capital ingresa a la compraventa de armas, una industria boyante en Estados Unidos y en el mundo, por lo que es tan responsable por lo que está sucediendo como Rusia. Sí, en lo que parece la nueva versión de la Guerra Fría en la que la historia deslindará responsabilidades.

Se menciona la inspiración que encuentra Putin en el pasado grandioso de Rusia, y quizás asista algo de razón, según el libro de Simon Sebag Montefiore, Los Románov 1613-1918 (Crítica, 2016), quien cuenta a lo largo de casi mil páginas el esplendor y caída de una de las familias gobernantes más longevas de la historia. Fue compuesta por personajes que vivieron entre el esplendor y la decadencia, con atributos políticos y a veces sociales en un sentido religioso de la caridad, siempre autoritarios y hasta sangrientos, manteniendo a raya a quienes disputaron su poderío.

La dinastía duró 300 años. En su historia predominaron excesos difíciles de imaginar en nuestro tiempo. Por ejemplo, la emperatriz Isabel, hija de Pedro el Grande y la primera Catalina, dejó a su muerte 15 mil vestidos, dos arcas llenas de medias de seda y varios miles de zapatos. Y, sin embargo, sus cortesanos se quejaban de no poder seguir sus gastos en fiestas, banquetes, criados, carrozas y alguno se quejaba de tener que vivir como filósofo y no como ministro debido a la pobreza a la que le llevaba la vida que debía llevar.

El rico anecdotario revela las debilidades de esa familia y el autor es prolijo en los relatos de los dormitorios de los zares, de donde por supuesto surge la sospecha de si la herencia de sangre se mantuvo. Y para dudarlo está Catalina, que fue llamada La Grande, quien tuvo cantidad de amantes y fue tolerada por el zar, ocupado en los asuntos del Estado y en administrar sus grandes extensiones de tierras y los miles de siervos a los que mantenía y los cuales generaban la riqueza que les proveía de toda la parafernalia.

La política fue fundamental para mantener en el poder a los Románov, siempre en disputa con el Imperio Otomano, porque como rusos buscaban constituir el Imperio Romano de Oriente con el zar como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, una vez que fuera desplazada Constantinopla. Más tarde fue la pretensión de llegar hasta París, que prácticamente tomaron y, por algo menor, abandonaron. Los datos resultan impresionantes, como la compra por parte de Inglaterra de 100 mil soldados rusos en 1.25 millones de libras para, en alianza con Rusia, ir contra Francia. Y está por supuesto la fallida aventura de Napoleón de apropiarse de un territorio tan grande y de tan difícil manejo, tal como lo demostró su derrota en 1812, la cual fue atribuida al general Kutúzov, cuyas cualidades militares prevalecieron y se representaron con exageración en la novela de León Tolstoi, Guerra y paz, publicada en 1860, convertida en obra clásica sobre la épica de cómo enfrentaron los rusos al ejército más poderoso de Europa.

Ya en 1854 era otro el escenario cuando el sultán de Estambul, aliado ahora de Francia e Inglaterra, declaró la guerra a Rusia que, al no encontrar el respaldo de Austria, acusó de traidor a Francisco José. La llamaron la Guerra de Crimea y el zar Nicolás luchó en varios frentes, logrando éxitos contra los otomanos y contra los aliados; se disputaron la península y Sebastopol, escenarios de futuros embates, aunque finalmente Rusia en esa ocasión se doblegó con los Tratados de París en 1856.

Entre un conflicto y otro los zares Románov gobernaron su extenso país con sorprendente habilidad para la pequeña aristocracia que vivía a expensas de millones de siervos. Su historia es de una enorme complejidad, como lo demuestra Sebag Montefiore, quien consultó un arsenal de documentos y libros, entre otras fuentes necesarias para seguir la vida pública y el interior de la familia Románov.

Algo de toda esa historia puede estar en la percepción del mundo y en las ideas de Vladimir Putin. Hay algunos pasajes en ese libro que pueden ayudar a entenderlo y uno de los más significativos es cuando la reina Victoria de Inglaterra, abuela de la zarina, le escribe: “Yo he reinado durante más de cincuenta años… y, sin embargo, cada día pienso qué es lo que necesito para retener y reforzar el amor de mis súbditos… Tu primera obligación es ganarte su amor y respeto”. Alejandra le respondió: “Estás equivocada, mi querida abuela; Rusia no es Inglaterra. Aquí no necesitamos ganarnos el amor de la gente. El pueblo ruso venera a sus zares como si fueran seres divinos…” (p. 649).

Putin quizá se apoya en esa supuesta veneración para creer que sus soldados están dispuestos a todo. No debía olvidar la caída del zar Nicolás II en la Revolución Soviética, pese a ser heredero de Iván IV, el Terrible; de Pedro I, el Grande, y el poderío que le dio su vínculo familiar con los jerarcas de Gran Bretaña, Austria-Hungría, Bélgica, Grecia y de todas las casas reinantes de Europa y, pese a todo, al final se encontró solo.

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