ONU

La anticultura belicista (Primera de dos partes)

Los conflictos bélicos del siglo XXI han puesto a prueba la capacidad de la ONU como la instancia eficiente para procurar la paz y el desarrollo y hacer viable la seguridad de la humanidad. 
sábado, 21 de mayo de 2022 · 15:03

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– En su Liber de Vita Cristiana el obispo Bonizón de Sutri (1045-1090) desarrolló un código de ética para el caballero cristiano, entre cuyos puntos cardinales destacan la contienda por la res pública y el combate contra los herejes. En noviembre de 1095, durante el Concilio de Clermont, que sucedió al Concilio Provincial de Puy, este libro le sirvió de sustento al Papa Urbano II (1088-1099) para sortear los recurrentes conflictos bélicos europeos y desterrar la faida, tipo de guerra consistente en una vendetta medieval propia del derecho germánico. En tal contexto acuñó la célebre frase “Así Dios lo quiere”, y al amparo de esta prédica encauzó a los europeos beligerantes a otras latitudes, con lo que dio respuesta al llamado de auxilio del emperador bizantino Alejo I Comneno (1048-1118) para contender contra los turcos selyúcidas, estigmatizados como infractores de la paz (effractores paci).

La cultura de la guerra ha estado fuertemente anclada en la tradición europea. Ya desde el medioevo San Agustín (354-430) había desarrollado la noción de guerra justa (bellum justum) en La Ciudad de Dios (De civitate Dei), obra en la que justificaba la guerra como un recurso in extremis para restaurar la justicia.

La primera cruzada introduce el concepto de guerra santa (bellum sacrum), que marcaría la historia de Occidente. La guerra justa se entendía como el prolegómeno de las reflexiones sobre la guerra en tanto recurso válido para la consecución de la paz. En tal concepto subyace la interrelación entre las prácticas castrenses y los ideales de justicia y paz. De esta manera se inicia la cultura de la guerra, enunciado que en sí mismo pareciera un oxímoron.

El dogma

La filosofía ha sido generosa con el debate sobre la guerra justa. La obra de Sutri influiría a Guibert de Noget (1053-1219), quien escribió La acción de Dios pasa por los francos (Dei gesta per Francos), obra que revela una concepción providencialista de la historia y es retomada ahora por la extrema derecha europea, especialmente la francesa, que se reivindica como la depositaria de la voluntad divina. El Príncipe de Maquiavelo (1469-1579) y los Discursos políticos y militares (Discours politiques et militaires) del hugonote Francois de La Noue (1531-1591) se vieron también influidos por la obra de Sutri.

Baruch Spinoza (1632-1677), filósofo neerlandés y uno de los pensadores más influyentes de su época, consideró que la justipreciación de la paz no puede hacerse a costa de la libertad, porque ello implicaría una paz ficticia; antes al contrario, reflexionó, la paz es una obra de la libertad y por lo tanto es una virtud que resulta de la unión de los ánimos y de la concordia.

En su obra Para la paz eterna. Un borrador filosófico, Immanuel Kant (1724-1804) retomó las ideas de Spinoza y abundó que el conflicto que no conlleve la consecución de la libertad no conduce a una paz auténtica, lo que equivaldría a una “paz de los cementerios”; frase que hizo fortuna. Sostuvo que es totalmente desafortunado postular la esclavitud como contraprestación de la paz, y consideró inaceptable la privación de la libertad como prerrequisito de la seguridad. La obra kantiana tuvo importantes repercusiones en la elaboración de la carta fundacional de las Naciones Unidas.

La cultura de la guerra

El postulado de guerra justa perviviría en Occidente y se vigorizó con el nacimiento del Estado que monopolizó el uso de la fuerza y, con ello, el refinamiento de la cultura de la guerra. Max Weber (1864-1920) lo definió precisamente como la organización del monopolio del uso físico de la fuerza en un territorio específico. Con base en estas argumentaciones se le dio a la cultura de la guerra una nueva perspectiva, aunque su tradición siguió incólume en lo sustantivo.

La cultura de la guerra se entiende como el ideal generador de obras positivas, pero se fundamenta en valores ambiguos, como el empleo de las armas. En efecto, la tradición occidental es muy clara: cada vez que en la historia se conculca la justicia, se recurre a la guerra para remediar esa transgresión. Sobre esta ambivalencia occidental se legitima la dicotomía reductora entre la paz y la guerra.

La alternativa empero no está entre una y otra, sino en una elección cristiana trágica; asociar la paz con la justicia entraña el rechazo a una paz ficticia y el privilegio de la guerra justa. En esta forma se evidencia cómo la cultura de la guerra es una construcción social cuyo fundamento es el monopolio de la fuerza física, ahora fortificado por la sofisticación armamentista.

La cultura de la guerra es conceptualmente distinta de la cultura de guerra; las notas distintivas de esta última son la profundidad y generalización del odio, cuyo epítome es una pulsión exterminadora. La desaparición del límite de la violencia conduce irremediablemente a una violencia primaria, en un inicio entre las fuerzas beligerantes y posteriormente contra la sociedad civil.

La cultura de la guerra privilegia la propaganda y subyuga las mentalidades nacionales, sus creencias y sus comportamientos a la función de la guerra. Esta función se singulariza por tres aspectos relevantes: la conquista, la defensa y el control interno.

A lo anterior habría que agregar la emergencia del patriotismo defensivo, que instila en la sociedad el sentimiento de defensa. Los conflictos armados experimentan en su peregrinaje diversas conjugaciones, todas de alta complejidad, cuyas representaciones varían y se adaptan asiduamente a la duración de esos conflictos (Stéphane Audoin-Rouzeau, 1955).

El derecho a la paz

El derecho a la paz comprende los derechos a la vida, a la dignidad y a un orden que permita el ejercicio de los demás derechos humanos. Esa prerrogativa se compendia en el postulado que consiste en el derecho a vivir en paz y en una cultura de paz. Los medios para alcanzar este derecho son la práctica constante de la tolerancia, el diálogo, la cooperación y la solidaridad entre los pueblos y las naciones.

Su plena aceptación empero equivaldría a negar el derecho a una guerra justa; en la tradición occidental pareciera que se anhelan más la justicia y la libertad que la paz. En plena Guerra Fría la paz llegó a ser considerada como una acción subversiva.

La Declaración Universal de los Derechos Humanos de diciembre de 1948, cuya intención era constituirse en Carta Magna de la Humanidad, no incluyó el derecho a la paz. En su iteración se ha considerado a ese derecho como una precondición para el ejercicio de los demás derechos humanos.

En diciembre de 2016 la Asamblea General de la ONU aprobó la Declaración del Derecho a la Paz, conforme a la Recomendación del Consejo de Derechos Humanos y sujeta a múltiples interpretaciones en torno a su juridicidad. Por primera ocasión el derecho a la paz trascendió su acotación a los vínculos estrictos entre Estados, y la Declaración refirió ese derecho a la protección de las libertades fundamentales de las víctimas de la guerra y de los conflictos.

Una de las diferencias básicas en el derecho internacional consiste en distinguir, por una parte, el derecho internacional humanitario (jus in bello), que intenta atemperar las aflicciones que provocan los conflictos bélicos. El jus in bello cobra vigencia al margen de cualquier discusión sobre la legitimidad de la confrontación armada, y por lo tanto las medidas humanitarias deben ser adjudicadas por igual a todos los contendientes.

Por la otra parte, el derecho a la guerra (jus ad bellum) intenta evitar el recurso de la fuerza como mecanismo de solución de controversias. La Carta de la ONU es incontestable en ese sentido: los Estados deben abstenerse de recurrir a aquella o a la amenaza en contra de la integridad territorial o la independencia política de un Estado. Las excepciones –la legítima defensa y las resoluciones del Consejo de Seguridad de la ONU, entre otras– son taxativas. La consecuencia es nítida: el jus in bello y el jus ad bellum son órdenes jurídicos independientes.

Al derecho a la paz se le ha adscrito el jus in bello y, por lo tanto, carece de soporte incorporarlo al ámbito de los derechos humanos; la paz permanece bajo la autoridad de los órganos de la ONU, como son la Asamblea General y el Consejo de Seguridad.

Resulta por demás evidente que el ejercicio de los derechos culturales queda totalmente alterado cuando se socavan los tres ejes básicos de la ONU: la paz, los derechos humanos y el desarrollo. La paz y la seguridad, el desarrollo y los derechos humanos son los contrafuertes de la ONU.

Epílogo

La paz es incontestablemente uno de los valores más preciados. La invocación al derecho a ella cobra singular importancia ante las atrocidades de los conflictos bélicos en pleno siglo XXI.

Así como la cultura de la guerra es universal, el postulado antagónico, la cultura de la paz, es también universal. Johan Galtung (1930), sociólogo noruego, transfiguró el axioma romano “si quieres la paz, prepárate para la guerra” (vic pacem, para bellum) por el de “si quieres la paz, prepárate para la paz” (vic pacem, para pacem).

En la teoría galtungiana sobre los conflictos, graficada como un triángulo equilátero, uno de los costados es la cultura, y ésta es la que provee la legitimidad, que se expresa en representaciones infinitas, ya sea religiosas, ideológicas o jurídicas. Estas diferentes formas de expresión conllevan lenguajes simbólicos que representan la creatividad humana y hacen propicia la cultura de la paz.

El postulado de una paz positiva es empero multidimensional; sus vertientes trascienden la mera ausencia de conflictos bélicos y privilegian aspectos como el social y el económico.

Martin Luther King, en su célebre alocución La búsqueda por la paz y la justicia como recipiendario del Premio Nobel de la Paz en diciembre de 1964, aseveró que la concentración del esfuerzo humano no debe enfocarse en la erradicación de la guerra, sino en la afirmación positiva de la paz. La tradición mexicana encuentra en este postulado su legitimidad.

Los conflictos bélicos del siglo XXI han puesto a prueba la capacidad de la ONU como la instancia eficiente para procurar la paz y el desarrollo y hacer viable la seguridad de la humanidad. 

* Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

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