Religión

La compleja laicidad del Estado

Dadas las características actuales de conflictividad y violencia imperante en el país, lo religioso no se ha enganchado ni ha sido motivo de polarización ni exacerbación de los conflictos existentes en la sociedad, en comparación con otros países, especialmente musulmanes.
viernes, 27 de mayo de 2022 · 13:47

CIUDAD DE MÉXICO (proceso).- Hoy vivimos en un sistema legal, un régimen de derecho que se ha ido poniendo en marcha poco a poco y cuyo objetivo ha sido aglutinar civil y pacíficamente todo aquello que nos separa en función de las creencias.

La laicidad mexicana ha propiciado que, después de la Guerra Cristera en 1929, el país viva un largo periodo de estabilidad religiosa. En ello radica su éxito.

Dadas las características actuales de conflictividad y violencia imperante en el país, lo religioso no se ha enganchado ni ha sido motivo de polarización ni exacerbación de los conflictos existentes en la sociedad, en comparación con otros países, especialmente musulmanes, donde lo religioso se fusiona con los conflictos y se suma a la brutalidad de una guerra. Y, peor aún, se convierte en un factor de agudización y antagonismo. En México la alteración de la paz civil no pasa por las religiones gracias a un sistema de convivencias que ha otorgado la laicidad del Estado.

La laicidad es diversa y heterogénea. No existe una sola definición absoluta porque responde a momentos de la historia, a situaciones coyunturales y culturales de cada país y región. Tampoco existen modelos absolutos. Así como son cuestionables las adjetivaciones que actores o sectores sociales hacen para interés o provecho propio. Por ejemplo, el evento conjunto entre la Secretaría de Relaciones Exteriores y la Nunciatura Apostólica que se llevó a cabo el martes 26 de abril bajo el tema “Laicidad positiva y la libertad religiosa”. El acto fue encabezado por el canciller Marcelo Ebrard Casaubón y por el cardenal Pietro Parolin, secretario de Estado de la Santa Sede, y asistieron diversos miembros de la cúpula jerárquica mexicana. Ahí se cuestionó la laicidad actual, de corte liberal, y se pidió ensanchar sus horizontes en aras de una mayor constelación de libertades religiosas.

Como si la laicidad fuera una variable dependiente de las libertades. Algunos oradores la calificaron como “trasnochada”. Los actores religiosos demandaron una “laicidad abierta, una laicidad positiva, una laicidad sana”, como si existieran una laicidad cerrada, negativa e insana o enferma. En realidad, hay nostalgia por la antigua cristiandad que se teñía bajo las texturas teocráticas. Esos católicos en el evento siguen la pauta abierta por el papa Benedicto XVI el 9 de diciembre de 2006, ante la Unión de Juristas Católicos Italianos. Ahí el papa Ratzinger analizó el fenómeno de la secularización agresiva frente a valores cristianos. Cuestionó el uso de una versión hostil del laicismo y propuso redefinir como una “sana laicidad” aquella que reconoce las realidades terrenas que poseen una autonomía efectiva de la esfera eclesiástica, “pero no del orden moral”. El papa y la Iglesia reciben la laicidad y la resignifican. Es decir, la Iglesia concibe una laicidad que legitime y legalice que ésta pueda intervenir en la arena pública en temas de normas morales en la sociedad. Pretende el acceso al espacio público, como si no lo tuviera, para sostener sus convicciones tutelares de una moralidad secular que percibe extraviada. Ambiciona imponer sus certezas sobre temas como el matrimonio, el aborto, la homosexualidad, la eutanasia, las parejas igualitarias y el rol de la mujer en la sociedad. Para ello necesitan mayor libertad religiosa: una libertad sana, abierta y positiva.

Desde el siglo XVIII, en nombre de la Ilustración se evoca la libertad de conciencia en la vida pública; de hecho, en nuestra trama se introduce un tercer actor. Ya no son sólo la relación ni los conflictos entre Iglesias y Estado, es el advenimiento de una libertad de conciencia pública para todos los ciudadanos. Lo que quiere decir que ese tercer actor hoy debe tener 126 millones de sujetos con conciencias libres, según el Censo de 2020. El tema, por tanto, es de tres. Es un engranaje de tres que paradójicamente significa que cuando las conciencias de los derechos ciudadanos se encuentran en conflicto con el Estado, puede vérseles apoyándose en las Iglesia para enfrentarlo. Recordemos muchas experiencias de la Teología de la Liberación en las que sectores populares se unieron a la Iglesia para luchar contra injusticias sociales. En materia de derechos humanos esto ocurrió bajo las dictaduras militares de Brasil y la construcción de la Vicaría de la Solidaridad de Chile.

Por el contrario, en la mencionada Guerra Cristera, la Iglesia católica desplegó el apoyo social de un gran número de creyentes frente a un cierto totalitarismo del Estado.

También se operan otro tipo de figuras y alianzas. Recordemos que hasta hace 20 años las tensiones mayores eran entre la Iglesia católica y el Estado. Ahora encontramos que las Iglesias enfrentan a sectores de la sociedad civil justamente en la disputa de temas morales y de normatividad pública, como matrimonios igualitarios, aborto y papel de la mujer. Este tercer actor es resultado del florecimiento de las libertades y es también un problema político de primer orden para la gobernabilidad. Cuando no hay libertad es más fácil gobernar. Cuando se reconoce la libertad de todos y cada uno, corresponde al Estado gobernar las conciencias en libertad, que muchas veces son incompatibles y contradictorias entre los actores.

¿Cómo entender sencillamente la laicidad? Es simplemente lo que se opone al monopolio de cualquier religión; la antípoda al régimen absoluto de las religiones y de las Iglesias. Por ejemplo, el catolicismo posee un conjunto de disposiciones de exclusión; la laicidad del Estado, por el contrario, se define como un régimen de inclusión donde hay cabida para todos, sean musulmanes, chamanes, simpatizantes de la Santa Muerte, santeros, creyentes o no creyentes. La laicidad es inversa a la cristiandad de la que venimos en México. Mientras que toda religión e Iglesia de una u otra manera excluyen a unos, la laicidad los incluye a todos. Respeta y protege la libertad de creer y de no creer o de cambiar de religión si lo desea el individuo. La laicidad protege la libertad de las minorías creyentes y no creyentes. ¿Y cómo lo hace? A través de una abierta, sana y positiva separación entre el Estado y las Iglesias.  

Análisis publicado en la edición 2377 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

 

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