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La anticultura belicista (Segunda y última parte)

En este siglo XXI debería volverse a considerar la damnatio memoriae, pero con una nueva dimensión y hacerla efectiva a los perpetradores de las atrocidades bélicas que con estupefacción e impotencia hoy presencia la humanidad. 
sábado, 28 de mayo de 2022 · 14:03

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).– Desiderio Erasmo de Róterdam (1467-1536) fue en su época uno de los más destacados pensadores en todas las vertientes del humanismo, que, por cierto, ha tenido variaciones semánticas importantes: en el siglo XVI se refería a la studia humanitatis, que se centraba en el cultivo de las lenguas clásicas, en la retórica y en la literatura.

Con su Lamento de la paz (Querela pacis) Erasmo se convirtió en el primer humanista en plantear la noción del derecho a la paz. En esta obra también condenó la guerra al calificarla como un instrumento de la tiranía y apercibió a los gobernantes respecto de su obligación de desterrar las conductas antirreligiosas y, por consiguiente, preservar en este caso la armonía cristiana. Teólogo, filósofo y filólogo, Erasmo era especialmente sensible a los oprobios de la guerra y a las turbaciones infligidas a la población. Una de sus grandes reflexiones que hicieron fortuna consistió en sostener que los seres humanos sin educación carecían de humanidad, y sentenció: “El hombre no nació, sino que se hizo hombre”.

Sus ideas alcanzaron una irradiación excepcional que influyó a los pensadores de su época. El filósofo italiano Giovanni Pico della Mirandola (1463-1494) las desarrolló en su célebre Oración sobre la dignidad del hombre (Oratio de Hominis Dignitate); en su tratado El derecho de la guerra (De Jure Belli Libri Tres) el abogado italiano Alberico Gentili (1552-1608) rechazó la idea de que fuera la religión la que proveyera de una causa justa para la guerra; en Los derechos de la guerra y la paz (De Jure Belli ac Pacis) el jurista neerlandés Hugo Grotius (1583-1645) discurrió sobre la guerra justa, al igual que el humanista español Francisco de Vitoria (1483-1546) en sus obras sobre el derecho de la guerra (de iure belli); este último, adepto del pensamiento tomista-aristotélico, discernió entre causa justa y guerra justa. Su libro De las Indias (De Indis), próximo al ideario de Bartolomé de Las Casas, fue primordial en la defensa de los naturales americanos.

El derecho a la paz

El debate sobre la guerra justa y el derecho a la paz se perpetuó en otros grandes personajes, como Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), Friedrich Schiller (1759-1805), François-Marie Arouet (Voltaire, 1694-1778) y, ya en nuestro tiempo, José Ortega y Gasset (1883-1955).

Hacia 1984 se reavivó la discusión sobre el derecho de los pueblos a la paz. El tema encontró su resonancia en el postulado de la coexistencia pacífica, que en teoría rechazaba la guerra como el medio para dirimir controversias entre naciones y privilegiaba la negociación para resolverlas. Bajo esta óptica los vínculos entre Estados debían inscribirse en un marco de confianza mutua, de cooperación cultural y económica, para lo cual se hacía indispensable el respeto recíproco entre ellos en términos de intereses, integridad territorial y soberanía.

Finalmente, en noviembre de 2016, la tercera comisión de la Asamblea General de la ONU emitió la Declaración sobre el Derecho a la Paz (Declaración de 2016), que es el primer pronunciamiento al respecto en el actual milenio. El florilegio de objeciones a su adopción fue tan prolífico que impidió el consenso en tal sentido. Entre otros argumentos, se esgrimieron la ausencia de definición acerca de quiénes fungirían como los extremos de este vínculo (titulares y obligados), su falta de reconocimiento en el derecho internacional y una posible contradicción con la propia Carta fundadora de la ONU. A estas objeciones se agregó la relativa a que de la ausencia de paz no podía colegirse una trasgresión de los derechos humanos.

La diversidad cultural

El vínculo entre cultura y paz pudiera parecer artificial; sin embargo no lo es. Desde el Preámbulo de la Carta fundacional de la UNESCO se afirma que la amplia difusión de la cultura, así como la educación de la humanidad para la consecución de la justicia, la libertad y la paz son indispensables para la dignidad de las personas. El vínculo de origen entre la diversidad cultural y la paz se desarrolla, por tanto, mediante la interacción y la cultura de la paz.

A partir de entonces se han multiplicado los instrumentos internacionales que vigorizan este vínculo, como la Declaración sobre la Cooperación Internacional de 1966, según la cual la cooperación cultural en un marco de amistad, de comprensión internacional y de paz, es fundamental en la educación de las generaciones jóvenes.

Esta idea matriz ha sido también reiterada por el Consejo de los Derechos Humanos y por la Relatoría de Derechos Culturales, que en el apartado 21 de las Observaciones Generales del Pacto Internacional de los Derechos Económicos, Sociales y Culturales ratificó el derecho irrestricto de las personas a participar en la vida cultural en un entorno de paz.

Uno de los puntos centrales en el derecho a la paz es integrar, como elementos de composición de la cultura de la paz, valores, actitudes, tradiciones y formas de vida. El respeto a la diversidad de culturas, junto con la tolerancia, el diálogo y la cooperación entre ellas en un contexto de confianza y comprensión recíprocas, hace viable la salvaguarda de la paz y la seguridad internacionales.

Esta consideración es consistente con la Declaración de la UNESCO sobre la Diversidad Cultural de 2001 (la Declaración), en la que se sostiene que la singularidad de este último aspecto reside en la pluralidad identitaria de grupos, comunidades y sociedades. Este principio es reiterado por la Convención sobre la Protección y Promoción de la Diversidad de las Expresiones Culturales de la UNESCO de 2005.

El derecho de cada persona, grupo o comunidad a expresarse, crear y diseminar su trabajo en la lengua de su elección, así como a participar en su vida cultural, conlleva el respeto a los derechos culturales. Esta observancia es la que asegura el entorno de la diversidad cultural. Más aún, ésta, irremediablemente asociada al libre tránsito de bienes y servicios, es parte esencial de la libertad de expresión cultural, que trasciende toda frontera. La mera enunciación de las características del legado cultural de la humanidad no hace más que reflejar este vínculo entre las expresiones culturales, la diversidad lingüística y la libre circulación de las ideas.

La idea central es clara: la tolerancia y el respeto a esa diversidad coadyuva a la promoción y protección de los derechos humanos, que son esencialmente complementarios. La Declaración señala que la inclusión y la participación de los grupos y comunidades aseguran la cohesión social, la vitalidad de la sociedad civil y la paz. Así, es la diversidad cultural la que crea una convergencia de derechos humanos, cohesión social y gobernanza democrática; tríada fundamental para la promoción, la salvaguarda y el establecimiento de la paz.

Los derechos culturales concentran la misma naturaleza que los derechos humanos, sobre todo en términos de universalidad, indivisibilidad e interdependencia, lo que obliga a todo Estado a observarlos, independientemente del sistema político o económico en el que se ejerzan. La diversidad cultural no limita los derechos culturales; por lo contrario, participa de la universalidad de los derechos humanos y les adjudica a grupos, comunidades e individuos el vínculo de pertenencia, con abstracción de la lengua, tradición o ubicación.

En conjunción con el Consejo de Derechos Humanos, la UNESCO ha reiterado inveteradamente que el respeto al ejercicio de los derechos culturales es esencial para el desarrollo, la paz y la erradicación de la pobreza, así como para la construcción de la cohesión social y la promoción del respeto mutuo, la tolerancia y la comprensión entre los individuos, grupos y comunidades en su diversidad. Esta última no solamente se expresa a través de la gran variedad de expresiones culturales, sino mediante múltiples formas de creación artística, producción, diseminación, distribución y recreación, cualquiera que sea la tecnología empleada.

El conflicto bélico

La Declaración de 2016 introduce un balance entre los principios de la Carta fundadora de la ONU y la protección de los derechos humanos; en la especie, los derechos culturales. Su énfasis está claramente puesto en la víctima, cuyos derechos humanos se transgreden en forma sistemática en un conflicto armado. Ante ello, puntualiza que cada persona, grupo o comunidad puede hacer valer en su beneficio el trípode humanístico de la ONU: la paz, los derechos humanos y el desarrollo. Bajo este entendido, la paz no es en consecuencia un asunto privativo de los Estados; enfoque que resulta innovador.

El valor de la Declaración de 2016 sobre el derecho a la paz consiste en la vigorización de esos tres pilares de la ONU y en el refuerzo del vínculo de los derechos humanos con la paz, que es una precondición para el ejercicio de los demás derechos humanos.

En efecto, son el individuo, el grupo, la comunidad y la sociedad en su conjunto las víctimas del conflicto armado como consecuencia de la alteración de la paz y la seguridad, del desarrollo y el respeto a sus derechos humanos.

Desde 2005 el Consejo de Europa ha insistido sobre la función del legado cultural en la construcción de la paz, en los procesos del desarrollo sostenible y en la promoción de la diversidad.

La diligencia en materia de diversidad cultural y diálogo cultural supone la implementación de políticas públicas que coadyuven al logro de tres objetivos básicos: el desarrollo, la construcción de la paz y la prevención de conflictos. Inexorablemente éste es un tema que deberá abordarse en Mondiacult México 2022.

Epílogo

Está muy claro que el derecho a la paz, en tanto derecho humano, es una utopía, aunque satisface una función social. La política es el arte de modificar las condiciones prevalecientes para que aquello que en el momento resulta imposible pueda ser posible con el tiempo; lo que se presenta como utópico en el presente puede ser una realidad en el futuro.

El Senado romano sentenciaba al destierro de la memoria colectiva a quienes consideraba enemigos del Estado (damnatio memoriae), disponía que todas sus estatuas fueran decapitadas, prohibía que sus nombres fueran pronunciados y eliminaba sus efigies de las monedas.

En este siglo XXI debería volverse a considerar la damnatio memoriae, pero con una nueva dimensión y hacerla efectiva a los perpetradores de las atrocidades bélicas que con estupefacción e impotencia hoy presencia la humanidad. 

*Doctor en derecho por la Universidad Panthéon-Assas.

Ensayo publicado el 22 de mayo en la edición 2377 de la revista Proceso, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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