Análisis

La apuesta por el olvido

Cada vez que un gobierno que pretende hacer transformaciones fundamentales llega al poder intenta atenderlas para legitimarse. Pero las acciones que emprende son tan poco serias que terminan siendo una apuesta más por el olvido.
lunes, 8 de agosto de 2022 · 08:13

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- Una de las múltiples características de la política en México es su apuesta por el olvido, sobre todo de algo que desde hace ya varias décadas nos aqueja como un cáncer que se ha vuelto metástasis: la violencia. Desde la masacre del 68 y la Guerra Sucia –para datar el asunto a partir de uno de los periodos más traumáticos de los últimos 50 años– hasta la masacre de hace unos días, los gobiernos en turno, lejos de enfrentar el horror para sanar la herida y evitar su repetición, han buscado justificarlo o minimizarlo. Como sucede con los hechos traumáticos en la vida de las personas cuando no se atienden, los gobiernos apuestan siempre por el olvido de la violencia, por llevarla a las zonas oscuras y limosas de la conciencia a riesgo de que, como suele suceder con todo trauma no atendido, vuelvan a surgir en una dura y dolorosa repetición. Jorge Santayana lo diagnosticó con esa frase que está colocada en el bloque 4 del campo de concentración de Auschwitz: “Quien olvida su historia, está condenado a repetirla”.

Hay, sin embargo, en la larga historia de la violencia en México, momentos que los gobiernos no han logrado llevar por completo al olvido y permanecen en el recuerdo. La masacre del 68 es uno de ellos; lo es también la desaparición de los 43 muchachos de Ayotzinapa. Cada vez que un gobierno que pretende hacer transformaciones fundamentales llega al poder –ha habido dos en la historia del siglo XXI, el de Vicente Fox y el de López Obrador– intenta atenderlas para legitimarse. Pero las acciones que emprende son tan poco serias que terminan siendo una apuesta más por el olvido. Es el caso de la Fiscalía Especial de Movimientos Sociales y Políticos del Pasado, creada por Fox –Ayotzinapa estaba todavía lejos, a 12 años de distancia–, que terminó en nada. Lo es también la Comisión para la Verdad y Acceso a la Justicia en el caso Ayotzinapa y la Comisión para el Acceso a la Verdad, el Esclarecimiento Histórico y el Impulso a la Justicia que pretende documentar crímenes sucedidos sólo entre 1965 y 1990, creadas por López Obrador. La primera, después de casi tres años, no ha logrado un gramo de avance. La segunda, como lo han mostrado varios analistas, nació muerta, sin apoyos ni capacidad de operación para el tamaño del desafío.

Tanto Fox como López Obrador parecen confirmar un viejo adagio atribuido a Napoleón: “Si quieres que algo no se resuelva, crea una comisión”.

Lo grave, sin embargo, no es que López Obrador repita algo que por desgracia es un signo de la corrupción moral del Estado, sino que, a través de esas comisiones, el hombre que de cara a la nación prometió hacer transitar al país de un Estado capturado por el crimen a un Estado de derecho, apostó por un olvido más perverso. No sólo el de los 300 mil asesinados y los casi 100 mil desaparecidos que ha cobrado la violencia de 2006 a nuestros días, sino el de la trata con fines de explotación sexual o de esclavitud, el del reclutamiento forzado de menores, el del tráfico de migrantes, el del desplazamiento forzado, el de la apropiación de tierras y territorios, el de la extorsión, el cobro de piso y el secuestro, cuyas cifras, además de que son prácticamente inexistentes o imprecisas, sólo forman parte de la memoria de quienes las padecen, de organizaciones sociales o de investigadores dedicados a monitorearlas o a enfrentarlas con escasos recursos.

Nada augura que esto vaya a cambiar. La apuesta de López Obrador por el olvido –la misma que está en quienes, en la oposición o en las filas de Morena, pretenden sucederlo en la administración del infierno– está no sólo en esas comisiones, sino en todo lo que hace. Sus megaproyectos, tan inoperantes como sus dos comisiones para la verdad, su larga e insoportable perorata de las mañaneras, en la que, como un hombre con un zapping frente a su televisor, salta de un tema a otro según su humor, la banalidad con la que trata los crímenes, las masacres, las desapariciones y los desplazamientos cuando logran cruzar la franja del olvido, su afán de reducir todo a contar muertos y medir la seguridad de la nación a partir del aumento o la reducción de asesinatos, una estrategia usada tanto por el gobierno de Calderón como por el de Peña Nieto, su uso de la ley para la venganza, son, a final de cuentas, una apuesta más por enterrar la inmensa tragedia del país en la fosa de la desmemoria y de las abstracciones numéricas.

El destino de todo ello no es ni será, como lo vio Santayana, la repetición de esa historia de horror que López Obrador prometió terminar y traicionó, sino algo peor –hay que corregir al pensador español–, su crecimiento, que desde el 68 ha pasado de lo aritmético a lo exponencial. Quien olvida su historia no sólo está condenado a repetirla, sino a ahondarla hasta que todo se vuelva un gran campo de concentración sin rejas ni alambradas como en el que ya vivimos.

Lo más desalentador es que la mayoría del país, obnubilada por una agenda electoral que, en estas condiciones, es sólo una esperanza intoxicada, un discurso sin referencia en la realidad; enredada en el zapping con el que cada mañana López Obrador se entretiene, ha apostado una vez más por ello.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México. 

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