Violencia

Una cura de silencio

Quien debería poner el ejemplo, como representante de la nación, es López Obrador. Si guardara silencio, si se abstuviera de su incesante parloteo, no sólo aprendería a escuchar, haría que su palabra en lugar de dividir nos acercara.
lunes, 5 de septiembre de 2022 · 12:02

Para Tomás Calvillo

CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).–El silencio ya no tiene sitio. Está relegado del mundo. Fuera de las órdenes religiosas de estricta observancia, como la de los cistercienses, su prestigio entre nosotros es prácticamente nulo. Callar equivale a claudicar: todos hablamos y todo habla: la televisión, la radio, internet, Twitter, Facebook, Instagram, Zoom, los espectaculares, los transportes, las industrias… No hay sitio donde el sonido o el ruido esté ausente. A fuerza de fragor, la palabra, que guarda los significados y el sentido, se ha degradado en un oscuro y confuso parloteo.

Recuerdo el 14 de septiembre de 2018. Las víctimas de la violencia nos reunimos en el Centro Cultural Universitario Tlatelolco con López Obrador, presidente electo, para acordar la agenda de Justicia Transicional que él terminó por traicionar con los graves costos que ya conocemos. Antes de abrir el foro pedí un minuto de silencio por las víctimas. Repentinamente algunos presentes comenzaron a gritar: “Nadie va silenciarnos”. No comprendían que el silencio al que apelaba no era el de la mudez –una onomatopeya que se refiere a los sonidos que emite alguien a quien se amordaza–, sino el del hueco que hace posible que aquellos a quienes la violencia enmudeció, estuvieran presente para decirse en nuestra palabra.

Más que este triste recuerdo, más que toda la parafernalia comunicativa, el paradigma de esa conducta del homo technologicus, es López Obrador. Las largas peroratas que cada mañana le zampa a la nación expresan ese desorden: dice, se contradice, miente, brinca de un sitio a otro sin dirección ni sentido alguno. Sus largas pausas no son silencios, sino interrupciones que están al acecho de su siguiente ocurrencia.

Hemos olvidado que el silencio es el que hace posible no sólo comprender, sino decir algo con sentido. Sólo cuando guardamos un silencio atento podemos comprender. Los descubrimientos científicos y filosóficos, las grandes obras literarias, nacen de un silencio que aprendió a escuchar lo otro y a los otros. También la vida política nace de silencios atentos que permiten, mediante el diálogo, hacer ese nosotros que hace a las buenas sociedades. Si no guardamos silencio, nunca podremos escuchar la verdad que guarda la proposición del otro y viceversa. En ese tejido de silencios atentos y palabras es donde, dice Sócrates, la verdad se revela.

El silencio, sin embargo, no puede ser proscrito en su totalidad. La lingüística enseña que, con excepción del ruido –un apelmazamiento de sonidos–, las palabras y las frases, aun las más banales, se componen de silencios y sonidos. Las imperceptibles pausas entre las letras que las componen, y que vemos en los espacios en blanco que hay entre las letras y las frases de un escrito, son parte del lenguaje. El silencio está también antes y después de la palabra: nace y concluye en él.

El parloteo y el ruido que hoy nos habita es, en este sentido, hijo de un silencio pervertido, el de la indiferencia, dice Iván Illich, de quien asume que no hay nada que pueda recibir de otro o de otros. Es el silencio del influencer que explota el aburrido silencio de sus seguidores; es el silencio del que cree saberlo todo e impone su palabra y su presencia como un asunto de importancia capital; es el del comunicador de noticias que para mantener su presencia hace que todo y, por lo tanto, nada, sea importante; es el terco silencio de “la mañanera” que a cualquier cuestionamiento a su parloteo responde con el insulto, la descalificación y la amenaza; es el inhumano silencio del crimen organizado que sustituye cualquier palabra por el galimatías del terror. Es el silencio del siglo.

El ser humano, que sabe distanciarse de ello y conoce el valor del verdadero silencio, está siempre, aunque no lo veamos, más cerca del sentido y de nosotros que cualquiera de los que pretenden ocupar la escena pública con su verdad.

El ejemplo más acabado de ese silencio en Occidente, además del que nos reveló Sócrates al decir que el silencio en la escucha es el inicio del diálogo que lleva a la verdad –uno de los fundamentos de la democracia–, es el de María, que al escuchar atentamente el mensaje del ángel permitió que la Palabra se hiciera carne.

En ese silencio, que implica una retención de sí, en ese hueco casi imposible de encontrar en el parloteo y el ruido, es donde no sólo el cristiano, sino cualquier ser humano, puede recuperar el sentido.

Hoy, más que nunca, necesitamos una cura de silencio. Quien debería poner el ejemplo, como representante de la nación, es López Obrador. Si guardara silencio, si se abstuviera de su incesante parloteo, no sólo aprendería a escuchar, haría que su palabra en lugar de dividir nos acercara; si en lugar de dar rienda suelta a su agresividad, se dirigiera a construir un verdadero “nosotros”, sin el cual no hay vida social ni política, sería entonces, en lugar de un merolico que fortalece y legitima la enfermedad del siglo, un pedagogo de la nación. Pero para ello se necesita un silencio más difícil, un silencio al que todos estamos llamados, el silencio del yo, un silencio que no se realiza mediante la austeridad, que es la cualidad de lo áspero, sino mediante la humildad, la cualidad de la tierra, la cualidad de la paciencia que prepara el fruto.

Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, detener la guerra, liberar a todos los presos políticos, hacer justicia a las víctimas de la violencia, juzgar a gobernadores y funcionarios criminales, esclarecer el asesinato de Samir Flores, la masacre de los LeBarón, detener los megaproyectos y devolverle la gobernabilidad a México. 

Este análisis forma parte del número 2392 de la edición impresa de Proceso, publicado el 21 de agosto de 2022, cuya edición digital puede adquirir en este enlace.

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